Decía José Luis Coll, mordaz y brillante humorista, que el jamón era “un exquisito pedazo de momia”. Siguiendo el aserto, podríamos afirmar que la maduración de las carnes de ternera y buey entran de lleno en los arcanos de la momificación. Seguro que ha oído hablar de la maduración en seco o dry aged de diferentes piezas cárnicas. Y probablemente al entrar en un restaurante ha visto las cámaras de maduración a su paso, con piezas longitudinales colgando de un gancho y con una tarjeta con anotaciones clavada en la grasa: raza, fecha de sacrificio, edad del animal, trazabilidad, etc. O chuleteros completos en la vitrina refrigerada, expuestos como diamantes gigantes. Es más, en la carta de los restaurantes especializados habrá comprobado la variedad de maduraciones (y los precios), cortes y razas a que se somete cada corte.
Usted, que siempre ha sido de chuleta, sin más, se ve ahora obligado a decidir entre una vaca rubia gallega, una simmental, una pieza de picaña o la chuleta Nueva York de un buey de aldea; entre un solomillo de hereford o un tomahawk con 35 días, entre un T-bone o el chuletón de una frisona con 60 días de cámara. Ese Wuagyu, ese charolés, esa ternera limousin, la santa Gertrudis, el angus, la brahman india o la asturiana de montaña. ¡Ufff, estrés! Le obligan a discernir entre los misterios diferenciales del lomo alto y el lomo bajo cuando usted solo piensa en zamparse una chuleta poco hecha. Es su tributo a la modernidad. No se rinda. Todo es un poco más difícil y mucho más caro, pero recuerden que también están trabajando para usted. Siéntase afortunado.
Es un mundo que alberga sus complejidades. Organolépticamente, las carnes se maduran para ponerlas más tiernas e intensificar su sabor. Se modifica su textura, aumenta su jugosidad y los aromas cambian sustancialmente haciéndose más complejos. La carne está formada por proteínas, minerales, aminoácidos, ácidos grasos, vitaminas y grasas -entre el 5% y el 30%- y mucha agua, más de 70%. La raza, la edad, la alimentación o la actividad que haya tenido el animal influye en el llamado marmoleo de la carne, esto es el nivel de infiltración grasa en los músculos.
Cuando se madura una pieza, el proceso provoca la pérdida de humedad de la pieza, lo que permite la concentración del sabor. Los expertos -afinadores de carnes- sostienen que la carne madurada ofrece notas dulces y terrosas, con un aroma intenso originado por la descomposición de las proteínas y los azúcares. Frutos secos, quesos azules. Mucha potencia. Mucho nivel de umami, defienden.
Comercialmente, porque cualquier producto necesita innovaciones, estímulos para el consumidor o ganchos para incorporar a nuevos consumidores. Ocurre en todos los sectores y con todos los productos. Las carnes no iban a ser menos. No es un fenómeno nuevo, aunque sí de recuperación reciente. El texto más citado para buscar el origen de las carnes maduradas es La cocina y los alimentos, de Harold McGee, el escritor norteamericano especializado en la química de los alimentos, quien profundiza en su libro en los asuntos relacionados con la química y la biología de los alimentos más habituales. McGee explica que en el siglo XIX los cuartos de vaca se dejaban a temperatura ambiente durante días hasta que se pudría la capa exterior de la carne. El proceso se conocía como mortificación y era muy apreciado por quienes tenían veleidades gastronómicas.
El hombre siempre ha jugado con las carnes. Queda por acreditar qué hacía el homo erectus con las chuletas de bisonte. Unos pocos de siglos después, en el XVIII, los bípedos empezamos a practicar con los faisanes una técnica culinaria llamada faisandage (faisandé) que consiste en dejar que las piezas de caza reposen y maduren hasta nueve días -a veces más- tras ser capturadas para relajar el rigor mortis, ablandarlas y hacerlas comestibles. Brillat-Savarin -inteligente, culto, cursi relamido y divertido-, autor del primer tratado gastronómico, la Fisiología del gusto, apostaba por practicar el faisandé sin prisas: “El faisán quiere ser esperado como una pensión del gobierno para un escritor que nunca ha sabido adular a nadie”.
Jugar con la maduración de los productos al límite o más allá de la putrefacción no conoce fronteras. En Islandia se utiliza un tipo de tiburón con una carne de sabor muy recio -con mucha concentración de ácido úrico- para un proceso de cocinado que incluye estar enterrado varias semanas. Se extrae la carne y se cuelga en secaderos al viento antes de ser consumido. Se capta el aroma en varios kilómetros a la redonda. En japón adoran el funazushi, un plato que requiere cuatro años de elaboración. Utilizan una carpa que se pone en salmuera un año antes de ser secada y cubierta con arroz. Posteriormente se fermenta mientras el pescado se va descomponiendo y desarrollando un sabor agrio al parecer muy valorado. Y uno más: los huevos de los mil años: se entierra el huevo en una mezcla de arcilla, sal, lima y heno hasta convertirse en una yema verde oscura con un sabor a azufre que parece anunciar la llegada de Belcebú. Si quieren hablamos de la degradación de las caseínas y los hongos juguetones colonizando los quesos. En fin, que cada uno tiene sus manías.
Volviendo a nuestras vacas: la maduración puede hacerse por dos procedimientos. En seco o en húmedo. La diferencia principal es que en húmedo la carne se envasa al vacío para preservar el agua de los tejidos y prescinde de la grasa y del hueso. Este proceso es más rápido, aunque la carne experimenta modificaciones menos significativas.
La maduración en seco se practica en salas enormes o en cámaras frigoríficas con especificaciones concretas que permiten mantener bajo estricto control la temperatura, la humedad, el flujo del aire y, por lo tanto, la presencia de bacterias. La humedad -entre el 60% y el 90%- y la circulación del aire secan las piezas y generan una costra seca que con la capa grasa y el hueso protegen la carne que será consumida. A los siete días, el colágeno de la carne inicia la descomposición; a los 21 días, la evaporación del agua ha mermado hasta el 10% del peso original de la pieza, que se dobla sobre sí misma y presenta colores oscuros en las zonas sin hueso. A los 30 días -que es el periodo más utilizado en la restauración- la carne ha concentrado su sabor y ha modificado su textura. Dicen que sabe a nuez y cecina madura. Ha mermado un 16% su peso. A los 45 días empieza a cambiar el color de la grasa y sigue mermando el peso. Cuando la carne lleva 120 días madurando -maduración extrema- el sabor es otro: más intenso y ha mermado un 35%. Cuanta más maduración, más alto es el precio, en correspondencia a la merma de la pieza inicial y al gasto energético imprescindible para ejecutar el proceso.
Si se hace bien, como ocurre normalmente cuando se aplican los procesos y las herramientas profesionales, la carne es absolutamente sana. Aunque hay debates encendidos sobre su calidad y salubridad, no parecen tener base científica alguna. La maduración y la putrefacción no tienen nada que ver. Y la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria considera que la carne de vacuno que envejece en seco se considera tan segura como la carne de vacuno fresca si se madura durante 35 días a tres grados como máximo. Si le gusta la carne, atrévase a probarla. Las carnes maduradas es lo mismo, pero no es igual.