¿Te pueden gustar las croquetas, y aún así aborrecerlas, y no comerlas jamás? A mí sí. A ninguna otra persona que conozca le pasa, pero creo que se debe solo a que yo conozco a pocas personas. ¿Por qué puede llegar a suceder algo así? Porque es imposible, seguramente, vivir sin aborrecimientos. Hay que cultivar antipatías, quizá porque de lo contrario la existencia se vuelve demasiado larga y saludable. No digo que haya que dirigir la aversión hacia las personas –que, dentro de nuestra cabeza, o en una libreta secreta, casi es inevitable–, pero hacia algunas cosas, sí, por supuesto. Las cosas juegan un papel decisivo en nuestras vidas, y de vez en cuando desdeñar algunas de ellas nos conecta al mundo.
Seguramente el ser humano quiera armonía, tranquilidad, decía Kant, pero la Naturaleza sabe mejor qué es bueno para su especie, y quiere discordia. Hay días que toda la paz que buscas es justamente un enfrentamiento, un «no», una ruptura, aunque sea con una ventana abierta, una taza muy caliente, un bolígrafo que no escribe, una araña en el baño, una columna del garaje y, por qué no, una croqueta riquísima. Recuerdo unos versos de Iribarren que ilustran la guerra interior que algunos días libramos: "El tipo se bebió / la copa / de un trago / y miró alrededor. / Como no quedaba / nadie, / mató de un manotazo / una mosca, / pagó, / y se fue a buscar / sangre / a otro bar".
Me gustan las croquetas. Están buenísimas. Pero no las como nunca. Es oír la palabra «croqueta», o verla escrita en la carta de un restaurante, e inmediatamente experimentar animosidad, incluso miedo, porque pienso que probablemente también la croqueta me odiará a mí. Las razones que explican algunas desafecciones no se pueden ni llamar razones. Se apoyan –por mi parte– en cierta idiotez personal. Quizá demasiadas veces, con las croquetas, llegas al restaurante con un grupo de amigas y amigos, y en lugar de centraros en la carta y pedir, y ya después explayaros en la conversación, empezáis al revés, hablando y hablando. Nadie estudia la carta. La miráis, en realidad sin verla, experimentáis una pereza intolerable ante el hecho de tener que elegir, y la abandonáis para seguir hablando. Si no hablaseis sin parar os explotarían las palaras por dentro y moriríais.
Cuando se acerca el camarero, os disculpáis y le rogáis que os conceda un par de minutos. Al final, os concede no dos sino diez. La escena se repite una vez y otra: no hay un comensal que ejerza de líder, que comande, que decida qué os gusta, así que empezáis a decir platos a boleo. Pero siempre hay alguien que pregunta, afirmando: "Croquetas sí, ¿verdad?". A todo el mundo le gustan las croquetas. Aunque estén malas. Son croquetas, y punto: nada hay más sencillo de elegir en una carta. Qué clase de bestia serías si te negases a su encanto. Yo elijo ser bestia. Antes de aborrecerlas, por supuesto, intenté llevarme bien con ellas. Me parecía que casi siempre estaban riquísimas, pero eso no bastó. El alejamiento fue inevitable. Nos une un odio bellísimo, sin embargo, buenísimo para la salud. Ya es imposible la vida en el mundo sin injustas y ridículas antipatías.