Durante el día, auto stop, zapatillas de deportes y bocata de chorizo. Por la noche sacaba la americana de la mochila, lustraba unos zapatos de vestir y se iba a cenar a los mejores restaurantes del mundo. Tras los postres, de vuelta a la tienda de campaña, estratégicamente anclada cerca de los tres estrellas más pintureros del planeta. Esta es la pequeña -o grande, según se mire- historia de Luke Jang, un coreano de 38 años, que un día descubrió que quería ser cocinero y se puso manos a la obra.
Siempre le gustó comer los platos que preparaban su abuelo y su padre en su casa de Seúl. Era glotón. Y con 16 pidió trabajo en un restaurante chino que le gustaba mucho. "Echaba allí lo que los españoles llaman media jornada", dice. O lo que es igual, cuando regresaba del colegio se metía en la cocina del restaurante. La gastronomía china, tan influyente en el resto de la cocinas asiáticas, se ejecuta con banda de música y orquesta en los fogones: todo el mundo chilla, hay llamas vivas, la vida entre sus ollas y sartenes es ruidosa.
Es un caos razonablemente organizado. Aquella ceremonia fascinó al joven Luke. Unos pocos meses después se enroló en un restaurante japonés de Seúl. Lo ceremonioso, la institucionalidad gastronómica nipona, le permitió conocer otra forma de entender la cocina asiática. Dos años estuvo en aquel establecimiento, a las órdenes de uno de los sushiman mas célebres de la época. Siguió formándose. Aprendió cocina francesa y metió las narices en todo aquello que creía que le aportaría algo para el futuro. Hasta que llegó el momento de colgarse la mochila al hombro.
Tenía 24 años cuando decidió que quería entender más que aprender. No quería hacer las cosas en la cocina porque el chef se las ordenara. Sino entender por qué las hacía. "Tenía muchas dudas sobre la gastronomía en general. Quería evolucionar y en Seúl ya estaba atascado. Así que pensé que lo mejor era salir". Elaboró una lista con los que consideraba los mejores restaurantes del mundo. Cogió sus ahorros de todos los años de trabajo y se colgó la mochila. Difícilmente habrá tenido tanto restaurante de postín clientes que tras degustar sus menús largos y estrechos se echaran a dormir en una tienda de campaña.
Luke Jang es un dechado de pragmatismo. El dinero era para gastarlo en los tres estrellas que había seleccionado. Durante el día, vida de mochilero. Al caer el sol entraba paso firme y con unas reservas ilimitadas de ilusión en los mejores templos de la cocina mundial. Era 2007. Visitó 14 países. Empezó por Australia y siguió hacia China, Vietnam, la India, Turquía y Europa. Después viajaría a EEUU. En Europa se deslumbró en Francia en el restaurante de Michel Brass; se desencantó un poco en el de Pierre Gaignare "porque era muy años ochenta, muy de ayer, aunque de una calidad estupenda". Se sentó a la mesa de Tetsuya (Sidney), Bukhara (Nueva Delhi), Guy Savoy (París), The fat duck (Bray, Berkshire, Inglaterra ), Per se (Nueva York), The french Laundry (Yountville, California) y se deslumbró en España. Cita tres del País Vasco que le impresionaron: Arzak, Martín Berasategui y Mugaritz. Pero es fan del último: "Andoni Luis Aduriz es un filósofo, un naturalista, es un creativo nato. Me encanta su forma de pensar. Por ejemplo uno de sus últimos platos ¿cómo presentar un esférico con una angula viva?".
Una de sus epifanías las vivió el cocinero coreano en cala Montjoi, donde se erigía el mítico El Bulli, justo en sus años de mayor gloria, cuando había sido elevado a los altares por aquella portada de The New York Times Magazine. Fue el único restaurante donde no consiguió comer. No había forma de forzar el libro de reservas. Se llevó no se acuerda cuánto tiempo acampado a la sombra del restaurante hasta que consiguió que lo recibiera Ferran Adrià. "Había recorrido medio mundo para llegar allí, era lo menos", sonríe mientras recuerda. No logró mesa pero sí unas prácticas que se prolongaron durante dos temporadas.
"Era un sueño", confiesa. Admira la energía y el liderazgo de Adrià, su magnetismo, pero dice que en El Bulli aprendió sobre todo sistemas de trabajo. "La creatividad necesita de un sistema. Es un proceso, una construcción. Crear cien platos al año requiere una organización casi militar. En eso Ferrán era el mejor, era una persona inquieta, siempre en busca de cosas, de ir más allá. Eso es lo que yo quería entender". Levantó la tienda y después se enroló durante más de cuatro años trabajando en Mugaritz. "Ferran es el padre y Andoni es la madre", dice, "Ferran es más realista sin dejar de ser complejo; Andoni hace genialidades".
Jang siguió su camino. Su objetivo era montar su propio restaurante. Había aprendido técnica, organización, cómo encauzar la inspiración y todo lo relativo a la mise en place. Pero le faltaba entender mejor al comensal español más allá de los clientes de los restaurantes más de vanguardia. "Quería saber por qué les gusta el jarrete de ternera guisado y por qué les gusta tanto la patata panadera y los huevos fritos". Así que entró a trabajar en Urrechu, un clásico de la cocina vasca puesto al día. "Me lo pasé muy bien. Freí miles de huevos con patatas y aprendí mucho sobre los gustos y el comportamiento del comensal español".
Tres años después montó su restaurante, Luke, en la calle Bárbara de Braganza 2, en Madrid. Y ahí lleva desde marzo de 2018. El local tiene dos salas, una parte de taberna donde se tapea con propuestas coreanas más callejeras, desenfadadas, con sabores sorprendentes. Y la sala, más formal, donde ofrece un menú degustación. La cocina de Jang es de base coreana pero fusionada con otras técnicas e ingredientes. "Mi sangre no va a cambiar y es coreana, todo lo que hago viene de ahí, pero he enriquecido mucho mi trabajo con muchas experiencias que también están presentes, pero en mi cerebro llevo los sabores de la cocina de mi abuela, mi abuelo y mi padre", explica.
La cocina coreana se distingue del resto de asiáticas básicamente por las fermentaciones. En verano la temperatura alcanza los 38 grados en Seúl. En invierno, llega a 20 bajo cero. La fermentación es la única técnica de cocina que permite conservar los alimentos sin que se estropeen por el cambio brusco de temperaturas. Jang defiende las diferencias notables entre las cocinas china, japonesa y coreanas, aún todas bajo el influjo de la gastronomía china. Como ejemplo, la soja. Los chinos le añaden azúcar, los japoneses hasta un 40 % de trigo mientras que los coreanos la hacen 100 % con soja, pura proteína vegetal, obteniendo una salsa muy contundente, profunda, como la reducción al límite de una salsa de carne. "Con mucho umami", añade el cocinero.
Entre sus platos, destaca el pepino de mar, que sirve relleno de gamba roja del mediterráneo o blanca de Huelva sobre un guiso coreano ligero. Sostiene que es el primer restaurante de España que vende legalmente este marisco marino, una holoturia (las espardeñas también pertenecen a la misma familia) cuya captura está perseguida. Su precio es astronómico, llega a alcanzar los 600 euros. Él se lo compra a un distribuidor de Cádiz que tiene la licencia para su extracción y venta. La preparación requiere casi dos semanas, entre el periodo de hidratación (se compran secas), la limpieza y el cocinado. El pepino es puro colágeno, gelatina absoluta. Por eso el punto de cocción es clave: "Si te pasas, se funde y te quedas sin nada".
En su carta ofrece el kimchi coreano en varias versiones. El kimchi es la fermentación base de la cocina de su país, a base de col, salsa de pescado, chiles y verduras en crudo. Una delicia declarada patrimonio cultural intangible por la UNESCO. Su kimchi -"que es distinto a cualquier otro que haya podido probar"- convive con platos tan apetecibles y de raíz tan innegable como el Saam de panceta ibérica, hoja dragón crujiente, la anguila coreana con salsa gochujang con caramelo de kimchi y puerro chino o la chuleta de vaca rubia gallega con salsa Bulgogi, pera coreana y vinagreta de ajo. Una cocina que cada vez tiene más adeptos.
"Cuando llegue hace doce años, Madrid era un páramo. La vanguardia estaba en País Vasco y Cataluña. Pero todo ha evolucionado muy rápido. Madrid ahora es una bomba, se nota la cultura gastronómica de los clientes, que es un público muy exigente", sostiene Jang, quien afirma que "la gastronomía española en general ha avanzado más que la francesa, que se respeta demasiado y anda estancada desde hace años". Jang asevera que ha merecido la pena la espera: "Hacía falta tiempo para que las cosa cuajen, pero Madrid ya es una metrópoli gastronómica, ha evolucionado su alta cocina pero también sus tascas y tabernas, la cocina que ofrece en los mercados. Y no solo Madrid, Andalucía por ejemplo, es un territorio hoy muy interesante".
Hoy, como todo el sector, se ha ajustado a los tiempos que corren. Aún así es optimista -"siempre estoy contento con mi vida"- y práctico: está atendiendo a unos 90 comensales a la semana en el salón y a unos 50 en la taberna y trata de compensar con el delivery la caída de la facturación.
Y ahí anda, fermentando su kimchi y trabajando su pepino de mar, con una sonrisa optimista que no hay quien le borre del rostro, mientras prepara una viaje con su novia hondureña a Los Marinos José, el templo del producto del mar en Fuengirola. "Prefiero gastar una vez 300 euros que diez veces diez euros". Esa esquizofrenia de cenar en restaurantes de tres estrellas y acto seguido meterse a dormir en una tienda de campaña debe marcar mucho el carácter.