De acuerdo. Aceptamos que sigas vivo a base de costumbres bárbaras: cenas recalentadas y maratones de Netflix para seguir brillando en la noche oscura y pandémica del alma. Lo sabemos de sobra. 2020 se está poniendo tan difícil como el cálculo de ecuaciones diferenciales. Puede que todavía no te hayas agenciado una navaja para abrirte una buena ración de ostras con una copa de cava espumoso o de vino blanco a la temperatura del infierno, pero ya es suficiente. Mejor que un sapo y una culebra por esta distopía, trágate un bivalvo marino, que al menos está delicioso.
Te contamos algunos mitos y verdades sobre este manjar del mar.
Nadie duda que las ostras arrastran con ellas una cultura visual de lujo, exquisitez, gente bien vestida que habla del IBEX y se echa a la garganta esa materia prima pura a la que no hay que añadirle más que la buena voluntad: aquí se viene a saborear el mar, no hay historias que valgan. A más preparación, más se maltrata el molusco. Llevan en la Tierra 300 millones de años, y los humanos las han disfrutado durante eones en sus ágapes, siempre con el mismo procedimiento: abrirlas con una navajita, echarlas a la garganta y tragar para sentir el golpe de mar.
Lo curioso es que, hace menos de doscientos años, las ostras se servían regularmente en los bares de muchas ciudades del mundo sin que nadie tuviera que abrir la cartera o vender algún órgano de sus hijos en el mercado negro. Eran baratas, tan populares como el vino y abundaban en las cartas de las tascas de todo el mundo. Se calcula que en 1901 se consumían en Nueva York, ciudad en la que causaban furor, un millón de ostras diarias. Hay un motivo desagradable para su precio irrisorio de entonces: el trabajo esclavo infantil que mantenía bien calientes las cadenas de producción. Sí, porque se utilizaban ejércitos de niños obreros para abrirlas y dejarlas listas para el consumo.
¿Qué motivos hay, entonces, para que se hayan vuelto tan caras con el paso del tiempo? La respuesta está en los problemas de su cultivo, que crecieron a medida que la sobrepesca, el dragado de aguas y los movimientos de población hacia la costa provocaron la filtración de aguas residuales en las inmensas zonas dedicadas a la ostricultura. Hablamos de Inglaterra, uno de los grandes productores de aquella época. Hablamos de enfermedades: brotes de fiebres tifoidea y malestares inesperados que crecen a medida que los criaderos van cerrando por mandato gubernamental.
Ya se sabe lo que sucede en casos así: cuando la oferta escasea, el precio se fabrica una casa de ocho pisos. Lo que fue considerado un alimento para las gargantas del pueblo llano cogió, de pronto, la reputación de la covid 19 entre los ancianos de cierta edad: es un bicho malo y trae la muerte.
Las ostras limpias y criadas con seguridad no son algo que pueda permitirse cualquier bolsillo.
El misterio del precio de las ostras no es el único motivo de interés de un alimento de lujo, carne de ostrófilos, de adoradores, pero también de ceños arrugados. No podemos negar que la textura es curiosa, o el sabor, una mezcla de carne amarga, de mar y de sal. Es lógico que tenga sus detractores. Tienta echarles un chorro de limón, algo que es motivo de correazo en la mano y castigo en el rincón. Eso solo se debería hacer para comprobar que el animal sigue vivo, a decir de los gastrónomos.
La forma de abrir las ostras no tiene mucho misterio: se las deja planas, boca arriba y con la bisagra apuntando hacia nosotros. Hay que poner un trapo en la mano que la sujeta por si se escapa el cuchillo. Se mete la punta del cuchillo entre las dos mitades hasta que toque el músculo abductor, que es lo que impide abrirlas. A base de hacer presión y hacer avanzar el cuchillo, despacio y con buena letra, conseguirás separar las dos partes de la concha, la plana y la cóncava.
Tampoco es que este procedimiento tenga sustituto posible. Abrir ostras y comérselas es una ceremonia culinaria fabulosa; un rito de descubrimiento de la buena mesa con un toque clásico. Esa salsa de ostras que te echas al buche en realidad es un invento chino (del XIX) sin mucho que ver con el producto fresco resguardado en su concha a la espera de que lo sacrifiques por una buena causa: la felicidad de tu paladar.
Sí, en efecto, la salsa de ostras contiene ostras, pero hervidas un buen tiempo a baja temperatura y mezcladas con un tanque de aditivos. Poco queda de las propiedades beneficiosas para la salud de la ostra viva. Es un chute de minerales buenos para el organismo: zinc, calcio, cobre y selenio, entre otros; también Omega 3 y ácidos grasos; y elastina, una sustancia mantiene tu piel tersa como el mármol de carrara y te separa de las arrugas y la muerte. Durante cuánto tiempo, ah, eso ya no te lo podemos decir.
Más vale que te pidas otra bandeja.