¿Quién no ha ensayado alguna vez, sartén en mano, la tortilla a las finas hierbas del Café Orquidea de Lisboa que glosara el Pereira de Tabucci? (Cuatro huevos, una cucharada de mostaza de Dijon, orégano y mejorana, por si quiere probar). Y qué decir del circunspecto pero contumaz estilo que exhibe Hércules Poirot para odiar la cocina inglesa? Gran impacto juvenil: descubrir que el capitán Nemo sirve a sus invitados en el Nautilus esperma de ballena. Muchos años después en El campero, en Barbate, Pepe Melero serviría a los mejores chefs de España una piruleta de semen de atún rojo. Murakami no se cansa de introducir menús caseros japoneses en 'Tokio Blues'. ¿Qué hubiera sido de Pushkin sin el Café Literario de San Petersburgo, donde comió frugalmente antes de batirse en duelo mortal? Vázquez Montalbán elevaría el género de categoría. Y las aventuras de Astérix no serían lo mismo sin los pantagruélicos festines con los que, indefectiblemente, celebraban un triunfo más sobre los romanos.
La literatura gastronómica es en sí misma un género tan antiguo como el mundo. Desde Apicius hasta Bourdain hay un inmenso océano de estilos, miradas y disfrutes. Propuestas en las que, a veces, la gastronomía cataliza una historia y, en otras, la protagoniza. Han surgido personajes inimitables de ese mundo fértil y sabroso. Libros evocadores que invitan a viajar a ciertos lugares, a leer el periódico del día en algunos cafés de Europa y a desear algunos platos y vinos como si el mañana no fuera a llegar.
Pero, a veces, leyendo un libro no declaradamente gastronómico el lector siente un chispazo ante una escena o una descripción que te detiene y te obliga a releer el párrafo. La gastronomía -comer, beber, compartir, disfrutar- es la perfecta argamasa que ensambla diálogos y construye universos poéticos, tiernos, divertidos, melancólicos y sorprendentes. Cada cual haga su selección. Aquí van unas pocas muestras. Microlecturas de verano para perezosos. Eso sí: perezosos, pero con criterio y buen gusto. De nada.
"Sé que debo irme, a comer, a hacer mi trabajo. No puedo pasar el día aquí hablando con este desconocido cuya risa me recuerda a ese momento en el que entierras la cuchara en un fondant y el chocolate derretido cae como lava en el plato; cuyas arrugas y palmas callosas evocan en mi piel el olor del mar y de la pesca recién sacada del agua".
"Siento que este tomo no vaya ilustrado con grabados, porque si lo fuese, yo les ofrecería a ustedes aquí una reproducción del anuncio de los peroles Muller. Este anuncio se divide en siete partes, que corresponden a los siete días de la semana. Arriba de todos hay una fuente con un enorme roast-beef y dice «lunes». El lunes se inaugura el roast-beef en todas las casas de la clase media inglesa. Más abajo aparece el mismo roast-beef, un poco achicado. Es la comida del martes. Miércoles: reaparición del roast-beef, que va disminuyendo en una proporción matemática. Jueves: roast-beef. Viernes: roast-beef. El sábado, el roast-beef está ya reducido a su más mínima expresión (..) ¡Si a lo menos variase el condimento de las patatas! Fuera de aquí, unas patatas difieren generalmente de las otras: unas están cocidas, otras fritas, otras guisadas, otras salteadas, otras en robe de chambre, otras en puré. Entre las mismas patatas fritas hay una diversidad maravillosa: patatas en rodajas, patatas cortadas en rectángulos, frisées, souflés, patatas a la paille, y todas estas clases de patatas varían aún, según se las fría en aceite o en manteca. Aquí las patatas del lunes son como las del martes, y las del martes como las del miércoles, y así sucesivamente, a lo largo de la eternidad. ¡Qué! ¿Se creen ustedes que los ingleses van a disfrazar, a mixtificar las patatas? ¿Y la honradez inglesa? Una patata debe saber a patata. Inglaterra, señores, es un país muy serio".
"¿La cocina es un arte? ¿Se puede comparar a Robuchon con Picasso, a Arzak con Kandinsky, a Girardet con Miró? Creo que este es un ejercicio de análisis muy complicado, que yo acabo resolviendo siempre del mismo modo: la cocina es cocina, y nada más".
"El Lendtmann fue el primer café de Viena que apareció extasiado en el interior de mi tarta Sacher. Había en él múltiples reflejos de plata vieja detrás del mostrador y una densidad de terciopelo en los peluches ahogaba la luz (..) El interior de la tarta Sacher lo poblaban madres fornidas, jóvenes atléticos, doncellas rubias y señores rubicundos más allá de cualquier sospecha de congénita infelicidad, pero cada una de estas criaturas guardaba un trauma de infancia que el pastel iluminaba con una llamarada de chocolate. Enseguida pude contemplar el consultorio del propio Sigmund Freud en la capa baja de la repostería".
"Llegó la hora del almuerzo. Jukichi limpió los kochi sobre la escotilla del cuarto de máquinas y los cortó en pequeñas porciones que repartieron entre los tres, las colocaron sobre las tapas de las fiambreras de aluminio y las aderezaron vertiéndoles encima un botellín de salsa de soja. Entonces tomaron las fiambreras, que contenían una mezcla de arroz y cebada hervidos y, apelotonadas en un ángulo, unas pocas rodajas de rábano encurtido. Dejaron que el barco se meciera en el suave oleaje".
"Después de cenar voy al café Suizo con Xavier Güell y mi hermano. El café es maravilloso y deslumbrante, de color de manteca fresca, de estancia absolutamente agradable. Un camarero pasa delante de nuestra mesa con una magnífica fuente de ostras. Tengo veintiún años y aún no he comido ninguna ostra. Soy un desgraciado".
"Una de las leyendas de mayor prestigio sobre el nacimiento de Dionysos tiene su origen en la Fócida y, paralelamente, en Ática y Beocia.S e nos asegura en ella que el dios es tebano, hijo de Zeus y Sémele. En la Tracia coinciden en hacerlo oriundo de Egipto, pero le cambian la madre por Deméter o Ceres, Divinidad benefactora de la agricultura. También existen otras distintas reclamaciones de paternidad. Más o menos propiciadas por las competencias locales. Lo único incontrovertible es el origen divino de Dionsyos, aunque tal vez pueda sospecharse que la importancia que se le daba al dios en la vida religiosa no fue más que una consecuencia de la importancia que se le daba al vino en la vida cotidiana. Y no al revés. En todo caso, el fervor dionisiaco fue unánime y se extendió por el mundo antiguo como una recomendable divinización del humano deleite de la bebida. Una excusa de lo más brillante".
"La vida sería mucho más agradable si uno pudiera llevarse a donde quiera que fuera, los sabores y olores de la casa materna".