Lale me cita en una cafetería de su barrio, en el corazón de Vallecas, y me advierte: “Es el bar de los calamares”. Instintivamente me pregunto: “¿Todavía la dejan entrar allí?”. A finales de mayo, Lale subió un vídeo a TikTok grabado en ese local en el que arremetía sin contemplaciones contra una ración de calamares. Tenedor en mano, enarbolando una rodaja, protestaba: “¿Esto son calamares? ¡Esto no son calamares, esto son rosquillas de mi pueblo!”. Su hija y sus amigas, que compartían mesa con ella, se morían de la vergüenza. Lale, indignada y fuera de sí como solo ella sabe ponerse, se levantaba, agarraba el plato (“Mamá, por favor, no la líes que nos conocemos”, imploraba la hija) y lo llevaba a la barra dispuesta a no se sabe qué. Pues ahí me cita Lale.
Aquel vídeo, uno de los más virales de su canal de TikTok (@liosdelale_0), acumula 1,4 millones de visualizaciones. Otros muchos rondan o superan la cifra. A veces están rodados en su cocina, donde su hija la interrumpe en los fogones para sacarla de quicio. Muy mítico (3 millones de reproducciones) es aquel en que, en el patio de su casa de verano, insta a su vecina a que eleve medio metro el muro que separa ambas viviendas cuando ya está construido. Si del grifo no sale agua caliente y su hija le pregunta: “¿Pero con quién te enfadas?”, Lale exclama: “¡Con la caldera!”. La frase: “¿Tú eres tonta?”, dirigida a sus hijas o nietas, no se le cae de la boca. Aparentemente, todo la molesta, todo la sulfura.
Lale es una especie de versión femenina de Jack Nicholson en Mejor imposible (1997) o un personaje de La que se avecina que se ha escapado de la pantalla. En general, la sociedad no tolera a gente que destaca por gruñir, pero algo en Lale (Angelines) inspira ternura. Y sentido del humor; porque no es otra cosa, sino comicidad, aquello que destilan sus vídeos. Seguramente mucha gente no lo capta, pero sí sus decenas de miles de seguidores y, sobre todo, su familia, que la lleva aguantando toda la vida. Unos y otros saben que detrás de sus bufidos hay una mujer agradable que está viviendo, a sus 63 años, una nueva edad dorada. No hay más que tratarla en persona (corta estatura, aguda vocecilla algo ronca, sonrisa dulce) para percibir tras esa áspera fachada un fondo entrañable.
Podría decirse que TikTok le ha devuelto las ganas de vivir. Tenía un bar con su marido en Vallecas. En 2001 les tocó la lotería. Se deshicieron del bar, Lale dejó de trabajar y su marido encontró empleo en Correos. Todo fue bien hasta que en 2011, él falleció. Lale se quebró. “Cuando murió mi marido —dice— mi vida cambió. Estaba pegada a él desde los 14 años. Era todo: mi marido, mi amigo, mi padre”. Poco después, Lale perdió a dos de sus hermanos. A uno de ellos lo acompañó en la UCI día tras día, durante mes y medio. “Cuando me recuperaba de un golpe, venía otro. Estaba muy mal. Soy una persona muy familiar. Mi vida se redujo a mis hijas, mis nietas y mi casa”.
Podía pasar cuatro o cinco días sin salir. “Veía películas, hacía punto… A lo mejor me llamaba mi hija y me preguntaba: ’Mamá, ¿cuántas películas has visto hoy?’. ‘Pues he visto cuatro’. La noche era muy triste para mí. No estaba acostumbrada a esatr sola. Me acostaba y lloraba”. Un verano, hace tres años, su hija Salomé, que siempre se ha reído con su mal genio, la amenazó: “Te voy a subir a TikTok”. Y un día cumplió su amenaza.
Cuando llevo algo más de media hora hablando con Lale, su hija Salomé la llama por teléfono. Insisto en que le diga que venga para conocerla. Cinco minutos después, Salomé está sentada a la mesa de terraza del bar de los calamares, y con su consumición traen una fuente de pisto, con tres huevos fritos encima y una decena de pinchos de queso circundando el plato. Cualquiera lo consideraría una gran tapa. En ese instante, soy testigo directo (y un poco cómplice) de un nuevo vídeo. “Toma”, dice Lale a su hija dándole su móvil. Y Salomé empieza a grabar. “Pero ¿estos huevos? ¡Vienen con la yema rota! ¡No se puede tolerar!”. Los de la mesa de al lado la escrutan estupefactos.
En su primer vídeo, Lale salía limpiando una sartén con uno de los productos que ella misma elabora (fabrica jabones antigrasa, cose, hace ganchillo, cocina, ¡hace de todo!) mientras su amiga Tere (@tereruiztapia) estaba sentada en el baño. A fin de mostrarle lo bien que quedaba, Lale prácticamente se metió con la sartén en el aseo. “A los diez minutos de subirlo —dice Salomé—, tenía diez mil visualizaciones. Pensé que se trataría de un error”. Había nacido la lalemanía.
Al principio, Salomé llevaba las riendas de la cuenta. “Yo no tenía ni idea de nada”, reconoce Lale. “Hacía lo que mi hija me decia. Cuando ella tuvo que irse de vacaciones, me dejó sola. Una noche hizo un directo y me dijo: ‘Apáñate”. Y comenzó el idilio de los directos. Desde entonces, no ha pasado una sola noche (y van tres años) en que Lale no haga un directo en TikTok en que se comunica con sus fans. Con una sonrisa, recibe tanto a quien la conoce de largo como a quien acaba de ver el vídeo de los calamares. Asisto a un directo; Lale lo ameniza con flamenco de fondo (“Me han regalado una Alexa que no me hace caso”, me dice. “Me tiene negra. Le pido que me ponga una cosa y me pone otra”). Algunos neófitos escriben: “¿Eres la histérica de los calamares?”. “Histérica lo será tu madre”, espeta Lale. Son minoría: Lale ha creado una verdadera comunidad de seguidores que la idolatran.
“El TikTok me cambió la vida”, admite. “En vez de tener miedo a la noche, estaba deseando que llegara. Para reírme, para hablar en los directos. Me ha dado compañía. Desde entonces, no sé qué es la soledad”. La siguen especialmente personas jóvenes, de toda España, que incluso han llegado a viajar a Madrid solo para conocerla. “Tengo a Blas, que es de Barcelona. Hay gente de Valencia, Córdoba, Ciudad Real, el País Vasco… Un concejal de un pueblo de Granada. Gente joven que ¿tú sabes la vida que dan? Tengo una familia maravillosa, pero te puedo asegurar que mis seguidores forman parte de mi vida. Noche tras noche conmigo. Me dicen: ‘Lale, hoy no voy a entrar, que me voy a ir con mi mujer a cenar’. Y digo: ‘Olé’. Entran sus mujeres y se quedan. Un chico de Granada vino a verme sin que se enterara su mujer. Me llama ‘mama’, como mis hijas. Hace un año entró su mujer y ahí sigue”.
En esto, una señora pasa por la acera a la altura de nuestra mesa. Lale se gira y le espeta: “¡Vaya melón que me vendiste ayer! ¡No se podía comer! ¡Era un pepino!”. Al parecer, explica su hija, la interpelada tiene un puesto de frutas con su marido al final de la calle. Cuando le pido a Lale que describa su carácter, responde: “Soy muy dulce, cariñosa, muy buena persona. Está feo decirlo, pero soy así. Muy sufrida. Mi vida ha sido un poquito dura…”. Lo sorprendente es que en redes sociales, donde la gente presume de visitar restaurantes, hoteles y playas espectaculares, y luce físicos despampanantes, haya encontrado su lugar alguien con aspecto corriente que se centra en lo negativo: “A la gente le gusta porque se ve reflejada. Se te quema la comida, se estropea la caldera… Y te enfadas. Yo creo que es lo normal, ¿o soy yo la rara?”.
Concede que su talante se ha ido avinagrando con los años (“de joven no era tan enfadona como ahora. Debe de ser la edad”, bromea). Sospecha que heredó el pronto malhumorado de su madre. El marido de Lale, en cambio, era un bendito. Como recuerda Salomé, cuando Lale regañaba a alguna de sus hijas por haber hecho algo mal, ella le ordenaba: “Llama a tu padre, que te vas a enterar”. El buen hombre recibía la llamada y decía a la afligida niña: “Pon cara de que te estoy echando la bronca y dile a tu madre que me he puesto hecho una fiera”. No se enfadaba nunca; al contrario que Lale.
Lale es una mujer que pasados los 60 se ha puesto el mundo por montera. El qué dirán le resbala. Su hija Salomé recuerda la procesión del silencio que en Semana Santa celebran en su pueblo, Malagón (Ciudad Real). En una ocasión, cuando el paso ya estaba frente a la iglesia escoltado por párroco, alcalde y autoridades y el vecindario entero asistía al sagrado momento con recogido mutismo, Lale dejó escapar una ventosidad que retumbó en la noche. Al día siguiente, el alcalde se presentó en su casa para pedirle explicaciones. Con Lale no valen las convenciones sociales.
Asegura que los cabreos se le pasan rápido… o no, según su magnitud. “Si me enfado de verdad, me enfado de verdad. Si mis hijas empiezan a decir que las lentejas me han salido mal…, digo: ‘Se acabó’. Me cojo el abrigo y el bolso y me largo. Les digo: ‘Haced la comida vosotras”. Persona y personaje se confunden a menudo. “Yo entro al trapo y voy a por ellos. Hoy un yerno me va hacer lasaña, así que la liaré”, avisa. Pero ¿qué le saca de sus casillas de verdad? “El hacer daño. Eso no lo entiendo. La gente que es mala”, dice. ¿Y qué le pone contenta? “Mi familia me da muchas alegrías, mis tres nietas son mi vida. Te digo que a los nietos se les quiere más que a los hijos”, explica.
Como le sucede a todo aquel que despunta en redes sociales, tiene su propio séquito de haters, a quienes ha puesto la cruz. “No me conocen de nada y me dicen de todo: que me vaya al asilo, que tome tranquilizantes… No entiendo que digan eso, cuando hay gente con problemas reales de salud mental. Me dicen que tengo peluca. No me gusta. Hay gente que la necesita. Que me digan que no les gusto, pero hablar de enfermedades, no”, se indigna.
Antes de despedirme de ella, me dice que está pendiente de que la llamen de El programa de Ana Rosa. “No me lo han confirmado”, comenta escamada. “Como no me lo confirmen, no voy. A mí, cachondeo ninguno, ¿eh? Me dijeron: ‘¿Te importaría venir el jueves?’. Respondí: ‘Pues no lo sé. Tú llamamé y te diré si puedo o no’. ¡Pero se lo perdono todo si me meten en Gran hermano!”.