El sofá que nunca llega y que se convirtió en metáfora, por Juan Tallón
En su columna de este domingo, Juan Tallón cuenta su odisea para hacerse con un sofá nuevo. Pero también algo más: "La ausencia prolongada del sofá nuevo, perfecto y único se volvió, por encima de un mueble, una metáfora. Equivalía en mi imaginación a la normalidad que no acaba de recobrarse"
Hace tres meses compramos un sofá. No fue fácil. Nunca lo es. Me refiero a comprar bien. Hacerlo mal está al alcance de cualquiera, aunque sea un kilo de kiwis. De hecho, conseguir kiwis que sepan a verdaderos kiwis y no a plátanos que a su vez saben a peras que no saben a nada es casi imposible. Estuvimos los seis meses anteriores buscando, discutiendo, decidiéndonos por uno. Ninguno nos convencía, ni siquiera cuando nos gustaba muchísimo, pues en ese caso siempre resultaba demasiado caro. Por otra parte, cuando por fin nos gustaba uno de verdad, por varios motivos, al poco encontrábamos otro que nos gustaba más, y así sucesivamente. Teníamos miedo a encontrar el sofá perfecto justo al día siguiente de hacernos con uno.
«No nos precipitemos», nos decíamos, «un sofá no es un jersey». Aunque comprar un jersey tampoco tiene por qué ser sencillo: a veces resulta que es caro, o muy barato, o feo, o que no combina con nada, o que no hay talla, o que no quita el frío, o que da calor, o que ya no se lleva, o que el primer día hará bolas, o que coge pelos, o que los suelta, o que cansa a la vista, o que te tapa el culo.
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Antes de todo esto, nos pasamos un par de años convenciéndonos de que debíamos deshacernos del sofá viejo. Nunca acababa de morir. Creo que deseábamos llegar a casa un día y encontrárnoslo por casualidad muerto en el salón, hecho añicos, como cuando en Pulp Fiction a Vincent Vega se le dispara sin querer la pistola dentro del coche y no queda nada del pasajero de atrás. Cada vez que nuestra resistencia estaba a punto de ser doblegada, siempre salíamos con que no estaba tan viejo, que podía aún soportar una mancha más, otra embestida de la perra, la forma de un nuevo culo.
Pero, como digo, hace tres meses dimos el paso, vimos al fin un sofá que nos gustaba, que estábamos dispuestos a pagar, y lo compramos. Ahora ya solo estamos esperando a que algún día llegue. Nos rendimos a la ilusión de sentirnos únicos, y que el sofá tuviese no sé qué medidas, qué color, qué tejido, qué chaise longue, qué arcón abatible, qué composición de almohadas, qué altura de patas... Vicente Verdú llamaba capitalismo de ficción al momento en el que los consumidores intentamos neutralizar el malestar que genera ser tratados en serie y masivamente, y esperamos que cada artículo esté pensado a nuestra medida, dándonos la personalidad que nos falta. Da igual que sea un sofá, un ordenador, un tatuaje, una crema, un viaje, un yogur.
Cuando transcurrió un mes y medio, y el sofá no daba señales de vida, telefoneé a la tienda. «Es cuestión de días, seguramente», me dijeron. «Lo raro es que no llegara ya. Debe de estar en camino», respondieron a los dos meses. «¿Seguro que no llegó?», me preguntaron una semana después. «Espere, que voy a mirar al salón», dije por si había venido sin avisar, e hice como que iba.
La ausencia prolongada del sofá nuevo, perfecto y único se volvió, por encima de un mueble, una metáfora. Equivalía en mi imaginación a la normalidad que no acaba de recobrarse. El sofá nuevo eran las ganas pospuestas de hacer las cosas de siempre, eran los abrazos que aún no se podían dar, la cena para veinte colegas aplazada, la sala de conciertos que no abría, los abuelos a los que tenías prohibido visitar, en fin, todo lo que va a ser, pero aún no es, porque la vida es la suma de todo lo que pasa más el tiempo que siempre falta para que pase.
Cuando transcurrieron tres meses me presenté en la mueblería. «Me van a oír» me iba diciendo. Pero la dependienta que nos había atendido no estaba y el sustituto no sabía de qué le hablaba. Volví al día siguiente. «Estoy más enfadada yo que tú», lamentó la vendedora. Casi me pareció de la mafia cuando dijo «déjame hacer una llamada». Desgraciadamente, no le cogieron el teléfono. Me fui medio satisfecho porque me prometió avisarme con buenas noticias en veinticuatro horas. Transcurrió una semana y tuve que llamar yo para avisar de que no me había avisado. Hace tres días salí a hacer unos recados y justo pasé por delante de la mueblería, pero no entré por temor a que me dijesen «justo acaba de llevártelo, pero no había nadie en casa». Entretanto, estamos haciendo atravesar un calvario al sofá viejo para que esté realmente muerto e irreconocible el día que se lo lleven. Nos produce congoja que aún respire en el momento que dejen en su lugar al nuevo, cuando algún día llegue.