¿Cómo reaccionarías si un día tu pareja te dijera que es transexual Rosa María Maristany y Gina Serra, de 61 y 60 años, nacieron con genitales equivocadamente masculinos y, a regañadientes, fueron cumpliendo con lo que la vida habría esperado de cualquier hombre. Noviazgos, matrimonios, hijos y un rol de padre a la vieja usanza difícilmente digerible. La rabia de no reconocerse al verse la cara en un espejo y la frustración de no gozar de una vida sexual plenamente femenina las llevó por fin a mostrarse a sus esposas tal cual son, mujeres, exponiéndose a las consecuencias. Rosa María tenía 57 años; Gina, 40.
Con excelente buen humor, recuerdan esa primera vez que salieron a la calle con tacones y vestidas de mujer o la reacción de unos hijos que hasta entonces decían papá. Ambas se consideran afortunadas, pero sus relatos contienen también episodios de discriminación, estereotipos, sufrimiento y las miserias de una sociedad que no tolera lo que no entiende. Según la revista The Lancet, alrededor de 26 millones de personas en el mundo no se identifican con su sexo biológico. El 60 por ciento sufre depresión por el estigma y el rechazo social.
Las cosas están cambiando. Hoy hay mujeres transexuales profesoras, médicos o abogadas como la que interpreta Paco León en La casa de las flores. La ficción está ayudando a despertar sensibilidad por este colectivo y a dar visibilidad sin caer en la parodia. Tal y como hace la serie Transparent con su protagonista Mort Pfefferman, un profesor jubilado y con los hijos ya crecidos que decide presentarse como Maura.
Después de pasar décadas ocultando su verdadera identidad, se descubre con la misma naturalidad que mostró Caitlyn Jenner, el padre de las hermanas de las Kardashian, cuando posó, en 2015, con su recién estrenado físico. “Bruce siempre tenía que mentir… Caitlyn no tiene secretos”, dijo. Igual que ella, Rosa María y Gina representan la cara positiva de las personas transgénero y transexuales. Sus historias son auténticas y veraces, con sus contrapuntos humorísticos.
Lo suyo con la figura femenina es pura atracción estética. "No sé cuándo empezó. Siempre disfruté con la contemplación del cuerpo de mujer. De pequeña abría a hurtadillas los cajones de las chicas que trabajaban en casa y me probaba sus enaguas. El efecto era fascinante, pero no tenía ni idea de lo que me estaba pasando. Con 15 años se convirtió en una necesidad imperiosa. Aunque era muy buena estudiante, prefería dejar alguna asignatura para septiembre y así quedarme un tiempo a solas, dejando que se expresara mi verdadera naturaleza".
María Rosa nació en el seno de una familia burguesa catalana muy conservadora. "De los cinco hermanos, yo siempre fui la más transgresora. A pesar de que me cautivaba lo femenino, mi físico no tenía nada de adonis. En apariencia, mi masculinidad estaba muy marcada. Nada hacía sospechar lo que me ahogaba interiormente". Creció y su devoción por los tacones y el universo femenino fue en aumento, pero los patrones ya estaban fijados al nacer.
A los 24 años se casó con la que sería su primera mujer. "La ceremonia la ofició el obispo de Tarragona y la celebración fue espléndida. Mantuve con ella una relación sexual y emocional convencional, pero con un matiz que mi esposa nunca llegó a descubrir: en la cama mi cerebro trabajaba hasta llegar al convencimiento de que yo era ella y ella era yo. En mi imaginación mi pene se transformaba en vagina, y viceversa. Nos intercambiábamos la ropa interior y jugábamos. Ella lo tomaba como puro fetiche, un juego erótico que mantenía la chispa en la pareja. Para mí, era la constatación de mi verdadero ser".
Su matrimonio acabó yéndose al traste, pero de esta relación nació una hija que hoy tiene 31 años. "Mi mujer no satisfacía esa femineidad que tanto necesitaba. A mi divorcio le siguió un rosario de relaciones, todas innecesarias e insípidas". Su indeseable fracción viril era una soga que oprimía demasiado. ¿Con un hombre habría sido diferente? "Con 19 años me enamoré perdidamente de un hombre. Hubo cruce de miradas, pero nada más", responde.
Acorazada en su imponente cuerpo masculino y bajo presión por la suspicacia de su entorno, volvió a pasar por el altar con otra mujer, madre de su segunda hija, que hoy tiene 15 años. Y de nuevo, insatisfacción. Sin embargo, durante este matrimonio empezó a soltar lastre para permitir que su identidad femenina se revelara. "Me pinchaba hormonas y salía vestida a la calle de mujer. Al iniciar el proceso, mi esposa dejó de oler al macho con el que se había casado, por lo que la ruptura fue inevitable. Poco después, ya con 57 años, pedí cita con el doctor Sanguan Kunaporn y preparé viaje a Bangkok para operarme".
Desde que decidió salir definitivamente del armario, para su hija pequeña es 'la papa'. Con la mayor, la cirugía abrió un cisma, igual que con el resto de su numerosa familia, que no terminan de reponerse. Percibe que su presencia provoca incomodidad. Debido a su estatura y su generosa hechura, se resigna a no llevar los vestidos y zapatos de tacón fino que le gustaría. Habla con una voz que ella describe de barítona femenina. No puede ejecutar obras con demasiadas agilidades, pero llega a notas más graves y oscuras que no alcanzan ni siquiera los tenores.
Domina cuatro idiomas y se encarga de la exportación en una empresa del sector de la grifería. Su ilusión más inmediata es operarse de pecho. Ha aprendido a cocinar, disfruta con su hija los fines de semana alternos y vive una nueva relación, esta vez con un hombre, aunque no desea más matrimonios. La vaginoplastia le ha permitido por fin una vida sexual plena y asegura que se considera más vaginal que clitoriana.
El estreno de la película Cambio de sexo, de Vicente Aranda, en 1977, marcó su vida por su forma de contar a aquella sociedad que daba sus últimos coletazos franquistas la diversidad sexual. Era lo que necesitaba Gina para entender por qué el desarrollo de su cuerpo no se correspondía con sus anhelos de mujer. "Tuve que verla hasta cinco veces para entender que la naturaleza humana es mucho más compleja que unos genitales. La historia de José María, que acaba siendo Maria José, me anticipó el recorrido vital que emprendería hasta descubrirme a mí misma".
Gina vivió su adolescencia en Sabadell, un pueblo de Barcelona. Recuerda a su padre obsesionado con hacer de ella un hombre, por más que su actitud expresara lo contrario. Igual que Rosa María, empezó a muy corta edad a vestirse de mujer en el trastero donde se guardaban las ropas que su hermana iba heredando de las primas mayores. "Un día convencí a mi hermano pequeño para que se vistiese también a cambio de cinco pesetas. Mi madre nos sorprendió y me dio una buena azotaina".
La madre intuía que para Gina todo aquello no era un juego de disfraces. Pero el disfraz era el pantalón y la ropa masculina. Su cuerpo de hombre cubierto de pelos. En esos años, la transexualidad estaba tipificada como trastorno mental y no tuvo más remedio que vivir de acuerdo con lo que señalaba su genitalidad. "La sociedad no quiere discordancias. Todo lo que no se ajusta, lo dejamos fuera".
Su ruta hacia su verdadera identidad está trazada por varias crisis existenciales, miedos, conflictos familiares e infinitos quebraderos personales. "Me casé, pero tuve un matrimonio infeliz. Nuestra sexualidad era buena, pero jamás me sentí con ella un hombre. Cuando inicié el proceso de cambio, aún seguíamos viviendo bajo el mismo techo. La decisión no fue fácil y me generaba estados de ánimo muy contradictorios. Afortunadamente, conté con el apoyo de mi hijo, que entonces tenía 12 años. Él asumió muy bien la situación y he vuelto a hablar con mi padre gracias a su mediación. Con 87 años se resiste a tratarme como una mujer, pero hay cosas que no se pueden cambiar".
La primera vez que salió vestida de mujer fue un verdadero desastre. "Estaba tan nerviosa que dejé las llaves dentro de casa. Tuve que pedirle a una vecina que me dejase saltar de su balcón al mío. Iba sola y no me sentía a gusto con mi imagen. Llevaba falda, blusa y plataformas de verano, pero me veía mal”.
Todavía hoy, lucha por reafirmarse como mujer. De sus palabras sale el espíritu de La chica danesa, la novela de David Ebershoff, trasladada al cine en 2015 por Tom Hooper. Su protagonista, Lili Elbe, es la primera persona de quien se tiene constancia de que se haya sometido a una operación de cambio de sexo. Su transformación comienza casualmente, despertando sentimientos tan intensos como los que expresa Gina. "No puedo negar, por extraño que parezca, que disfruté vistiendo ese disfraz. Me gustó el tacto de esas suaves telas. Desde el primer momento me sentí como en casa dentro de su atuendo”, escribiría Lili Elbe.