Peregrinaje de Madrid a Jerusalén: "He hecho 6.500 kilómetros a pie y sin dinero"
Miguel Ángel Gimeno, empresario de 79 años, nos narra su viaje a la Ciudad Santa caminando durante un año junto a su amigo Kiko
Durmieron en albergues para mendigos y cementerios, pidieron limosna y fueron detenidos al ser confundidos por espías hebreos
A su regreso, a sus tres hijos les costó reconocer su rostro cubierto por una larguísima barba blanca, pero el cambio real el espiritual
Hubo un tiempo en el que Miguel Ángel Gimeno pudo poseer todo aquello que encajaría a la perfección en la felicidad: dinero, amor, juventud, éxito, salud… Cosas que, si viene una borrasca, arrambla con todo. Y así fue. Con 57 años y después de una crisis vital, decidió detenerse y reflexionar emprendiendo un largo viaje con destino a Jerusalén. A pie, sin dinero, sin equipaje. Antes hizo el Camino de Santiago y ahí conoció a su compañero de fatiga y, en cierto modo, el instigador de esta aventura, Juan Francisco Fernández, Kiko. Este tenía entonces 42 años y era un hombre fuerte, apasionado de la naturaleza y los deportes de riesgo, cinturón negro de taekwondo. Entre ellos surgió una profunda amistad, que les llevó a emprender la aventura a pie hasta la capital de Israel.
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Volvería a hacerlo, veinte años después
Escritor de cuentos y ensayos, desde muy joven le tomó el gusto a la escritura. En 1999 publicó su novela 'El Tiempo Perdido' y en 2008 'El camino del alma', el libro con el que comparte la experiencia y también el viaje espiritual que le permitió descubrir la auténtica libertad. Durmieron en albergues para mendigos, atravesaron campos minados en los Balcanes y les detuvieron en Siria acusados de espionaje al servicio de Israel. Miguel Ángel nos cuenta todos los detalles desde Estepona, la ciudad malagueña en la que se encuentra apurando sus vacaciones. Veinte años después, dice que no le importaría liarse la manta a la cabeza y repetir. Esta vez en coche y con la prudencia que le pide una rodilla a punto de pasar por quirófano y un corazón que anda algo maltrecho.
¿Qué le impulsó a ponerse en camino?
Mi decisión no estuvo inspirada por ningún deseo de aventura o afán de superación. Necesitaba apartarme de la rutina cotidiana y revivir las sensaciones que había tenido en el peregrinaje a Santiago. Lógicamente, al tratarse de un camino más largo, esas vivencias serían más intensas. El estímulo era espiritual. Una gran fuerza me empujó y acepté dejarme llevar. La vida es sabia y te va dando mensajes.
¿Cómo reaccionaron sus hijos?
Al principio con gran incredulidad, tristeza por la separación y preocupación por los peligros. Después, viendo mi entusiasmo, me dieron todo su apoyo y acabaron orgullosos de mí.
¿Se puede sobrevivir casi siete mil kilómetros con los bolsillos vacíos?
Íbamos con una tarjeta de crédito para ocasiones excepcionales, pero antes de entrar en Francia renunciamos a ella para vivir de la limosna y que la experiencia fuese auténtica. Llevamos un escrito en varios idiomas donde explicábamos qué motivación nos impulsaba a realizar el peregrinaje, así como algunos detalles. La idea era enseñarlo en caso de necesitar auxilio y lo plastificamos para que soportase lluvias, calores extremos y otras inclemencias.
¿En todos los lugares encontraron generosidad?
No tendría horas suficientes para contar cuántas personas se volcaron para ayudarnos. En Siria nos sorprendió la generosidad inmensa del pueblo musulmán. Nos abrían la puerta de casa y nos ofrecían comida sin importarles que llevásemos encima una cruz cristiana. En Grecia, compartimos habitación con veinte personas kurdas y nos invitaron a su cena, consistente en un trago de café servido en un único vaso para todos. Despertábamos en mucha gente un sentimiento de misericordia que empujaba a socorrernos. En los países más pobres surgía con mayor espontaneidad. Era auténtica generosidad porque sabían que nunca volverían a vernos. También dimos con personas con absoluta falta de caridad que nos despedían con frases destempladas. Nos ocurrió, por ejemplo, al llegar a Jerusalén en un convento de monjes franciscanos.
¿Cuánto caminaban cada día?
Una media de 23 kilómetros al día, aunque hubo un día que llegamos a andar 54 kilómetros. Por la noche buscábamos cobijo pidiendo ayuda a un sacerdote, un imán o cualquier otra persona generosa. Si no, dormíamos en el campo, en soportales, en la playa y hasta en cementerios.
¿Llegaron a temer por su vida?
La muerte nos enseñó su cara en alguna ocasión. Atravesamos los Balcanes con campos minados recién terminada la guerra; Siria en pleno conflicto y al llegar a Jerusalén había intifada. La situación más delicada fue cuando el ejército sirio nos detuvo en los Altos del Golán creyéndonos espías hebreos. Sufrimos también ataques de perros, pasos de montaña comprometidos o el asalto de un grupo de jóvenes que nos tomaron por vagabundos mientras dormíamos en los soportales de una iglesia en Grecia. Ahí me di cuenta de que el miedo nubla la inteligencia y muchos de nuestros temores los venceríamos si acudiésemos a la razón.
¿Cómo fue la convivencia con Kiko?
Somos diferentes. Kiko caminaba tranquilo, deteniéndose a fotografiar o a comentar las virtudes de una planta o de cualquier bicho. Yo tenía la cabeza en los kilómetros andados y en las metas fijadas en cada etapa. Su ejemplo me enseñó a ser menos impaciente y a disfrutar del recorrido. Aprendí que cualquier contrariedad pierde importancia si dejas de agobiarte. Gracias a esto pude comprender mejor las enseñanzas del camino. Él, además, tiene un gran sentido del humor e hizo mi andar más soportable. No fue difícil cogerle un gran afecto en muy poco tiempo.
Tuvo también experiencias casi místicas o, al menos, muy intuitivas
Varias. En Croacia, después de tres días malcomiendo, sin dormir y andando por caminos minados, tuve el presentimiento de que ese día encontraríamos un dinero. Cuando llevábamos más de veinte kilómetros, efectivamente me encontré con una bolsita con el dibujo de un corazón y un par de billetes dentro.
¿Vivieron desconectados del resto del mundo?
Fue necesario para caminar centrados en lo que nos pasaba y las sensaciones que experimentábamos. Una de las pocas noticias que les llegaron fue la de los ataques terroristas del 11 de septiembre contra las torres gemelas de Nueva York. Lo vimos en la televisión al pasar junto a un bar de Methoni (Grecia). El beneficio de estar casi un año sin noticias de España ni del resto del mundo fue descubrir una libertad mucho más auténtica, la que procede solo de la propia conciencia. Nos dimos cuenta de la cantidad de información innecesaria que recibimos diariamente y que consigue que dejemos de ocuparnos de lo que nos concierne.
¿Cómo es ese momento en el que por fin alcanzan su destino?
Recuerdo que nevaba y había intifada, pretexto que usaron los franciscanos de un convento para no darnos alojamiento. El mismo guardia civil que nos había llevado hasta él nos condujo a una casa de monjas que sí nos aceptaron. Al día siguiente, fuimos al Sepulcro y me arrodillé. Entonces escuché una voz interior que me hizo entender que había una fuerza superior que me había llevado hasta allí y me había protegido. Mi plenitud espiritual era tal que ya no pude sentir nada similar ni en Nazareth ni en el resto de los lugares santos que visitamos.
¿El peregrinaje cambió su concepción de la vida?
De regreso a casa, quise aplicar lo aprendido en el vivir cotidiano. Es verdad que no era tan fácil como cuando caminaba sin prisas con la única meta de llegar a la Ciudad Santa y atendiendo solo a mi interior, pero sí fue una oportunidad de conocer un modo distinto de pensar, comportarme y vivir. Las cosas materiales y todo lo relacionado con ellas, como el poder o la notoriedad, te limitan las posibilidades de profundizar en los sentimientos propios y de actuar como el corazón aconseja. La obligación de pedir si quería comer o un lugar donde dormir me ayudo a diferenciar lo necesario de lo superfluo.