El guardián de los pueblos fantasma de la España Vaciada: "No doy la ubicación para evitar expolios"
Aureli Vázquez tiene 49 años, es periodista y un enamorado de la España vaciada. Desde hace tres años visita despoblados y los muestra en su cuenta de Instagram
Recorre las calles una y otra vez pero, por respeto, sólo entra en las casas o iglesias que están abiertas y manifiestamente abandonadas
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La despoblación rural es un tema recurrente en España. Desde hace décadas sufrimos un éxodo del pueblo a la ciudad que parece irreversible pese a que unos y otros buscan soluciones políticas que pongan freno a una tendencia que no parece tener fin.
La realidad es mucho más cruda incluso de lo que vemos en los telediarios o de lo que debaten en el congreso. En España no hay docenas, ni siquiera cientos de pueblos abandonados. Hay miles. Sólo en Galicia hay más de 2.000 aldeas abandonadas y en Asturias son más de 800. Y ni una región ni la otra están a la cabeza en este poco esperanzador ránking. Mención aparte merecen Soria, Teruel, Cuenca o Zamora.
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Aureli Vázquez, periodista catalán de 49 años, es un apasionado de estos lugares. Lo es desde hace décadas, pero no fue hasta hace tres años cuando comenzó a registrar sus visitas a despoblados de España en su cuenta de Instagram. No lleva la cuenta al día, pero ha superado con creces el centenar de despoblados visitados. Es raro que pase en ellos menos de tres horas y, en algunos, incluso emplea el día entero.
Lo que arrancó como una aventura para mostrar a sus amigos los lugares tan increíbles que recorría se ha convertido en un fenómeno con una legión de más de 110.000 seguidores detrás.
“La idea surge por puro gusto y por la curiosidad. Cuando visitaba pueblos abandonados como Belchite o Marmellar, que están cerca de donde vivo, me surgía la pregunta de cómo es posible que todo un pueblo, que al final es un proyecto colectivo, quede abandonado. Eso hizo que me preguntara en qué momento y por qué un proyecto colectivo como un pueblo fracasa y desaparece”, nos explica Aureli.
Mejor solo
Él prefiere ir solo a estos despoblados, aunque a veces ha llevado a sus hijos, que lo disfrutan “pero de otra manera”. No esconde que existe cierto halo de imprudencia en esta práctica -él prefiere no hablar de peligro-, pero la soledad es necesaria para que la experiencia sea diferente, más intensa: “Cuando vas solo es cuando te surgen las preguntas y tienes tiempo para intentar responderlas”.
Así, despoblablo a despoblado, Aureli, que es un buscador de historias, se ha convertido en una auténtico guardián de la España vaciada. “Los pueblos abandonados más conocidos están más explotados, expoliados y, en definitiva, son menos auténticos, aunque son más fáciles de acceder. Sitios como Belchite, por ejemplo, se han ‘museizado’ y han perdido un poco la mística al tener que pagar una entrada y hacer una visita guiada”, comenta.
Los pueblos abandonados más conocidos están más explotados, expoliados y, en definitiva, son menos auténticos, aunque son más fáciles de acceder
De hecho, cuando más disfruta Aureli es cuando encuentra un despoblado poco menos que por casualidad, leyendo un libro o un artículo de prensa antiguo. “Esos suelen ser los que conservan esa pureza del abandono en su estado más primigenio, el más auténtico”, dice.
Son esos lugares los que más disfruta pero también suelen ser los que más protege: “Siempre que puedo doy la ubicación, porque a mí también me gusta que me la den. Lo que pasa es que, cuando detecto que en un sitio hay algo que expoliar o alguna casa que pueda derrumbarse, me da pena compartir la ubicación. En esos casos, no la doy y no explico por qué. La gracia está en no explicarlo”.
Aureli lo entiende como un acto de responsabilidad. “En una ocasión, en una pequeña iglesia, encontré unas estelas funerarias, una de las cuales estaba rota. Luego leí en la prensa local que habían robado otras estelas de ese lugar. Estos pueblos suelen tener las iglesias abiertas, y, si doy la ubicación, vendrán cazadores de tesoros o, peor aún, algún vándalo. No quiero formar parte de ese proceso de expolio”, argumenta.
Sin embargo, no siempre es así: “Cuando veo que un sitio lleva 70 años abandonado y todo lo que había que expoliar ya ha sido robado, me da menos apuro compartir la ubicación. A veces creo que es bueno dar las localizaciones para que la gente recupere la memoria”.
Y cuando Aureli habla de expolio lo hace con conocimiento de causa. Él mismo se ha encontrado infinidad de objetos dentro de las casas -sólo entra cuando están abiertas, nunca fuerza una cerradura o se salta un cartel de ‘prohibido el paso’- y de las iglesias. “Sólo entro en lugares que están abiertos y manifiestamente abandonados. De vez en cuando encuentro cosas que te alucina que sigan ahí. Es material que por sí mismo no tiene mucho valor como un diario de época, material escolar, algún cofre o un arcón familiar de madera donde aún se guardan cosas, un armario, un espejo…”.
Pero no es eso lo único que encuentra. “Me da mucho reparo cuando me topo con restos funerarios, lápidas de cierto valor, objetos familiares... Esto es lo que me da más reparo compartir en redes así que no lo hago”, nos explica.
Ropa tendida
Lo más extraño, o no, que se puede encontrar en un lugar abandonado hace décadas es ropa tendida. Y Aureli se la ha encontrado más de una vez. Él tiene su propia teoría al respecto que dista del romanticismo de pensar que sus dueños pensaban en regresar para recogerla: “Puede que esa ropa lleve un montón de años ahí, pero creo que estaría petrificada, y no es el caso. Creo que son casas que, por lo que sea, tienen todavía su dueño. Se conservan, no están habitadas, nadie las vive nunca, pero tampoco quieren que las roben, así que dejan signos de vida. La ropa tendida es un clásico”.
Aureli también se ha topado con escenas menos costumbristas y mucho más desagradables: “En Castil de Carrias, en Burgos, había una iglesia muy bonita que estaba abierta así que entré y me encontré con el suelo lleno de tumbas que habían sido abiertas. Habían robado, profanado esas tumbas, se habían llevado la tapa que las cubría y habían esparcido todos los huesos humanos por todos lados. Me quedé boquiabierto y horrorizado. No son dos o tres huesos, son cientos”.
Me encontré con el suelo lleno de tumbas que habían sido abiertas. Habían robado, profanado esas tumbas, se habían llevado la tapa que las cubría y habían esparcido todos los huesos humanos por todos lados
Situaciones así nos conducen directamente a una pregunta: ¿No has pasado miedo nunca en este tipo de lugares? “Soy poco dado a supersticiones o creencias. Supongo que eso me ayuda, porque considero que todo tiene una razón lógica. A veces, por autosugestión o por un clásico —el viento—, se me ha salido el corazón por la boca. Cuando estás en tensión, con tu linterna, entrando en una casa y un golpe de viento cierra una ventana en el piso de arriba crees que te va a dar un infarto. El viento abre y cierra muchas ventanas y puertas”.
Hasta la fecha Aureli no ha tenido ningún encuentro con okupas, aunque sí se ha llevado alguna que otra sorpresa al llegar a un lugar que él pensaba abandonado pero allí todavía quedaba gente. “Suelen ser personas que rehúyen cuando ven que alguien está merodeando. No les apetece charlar y se encierran en las casas. Hace poco, en Galicia, me crucé con una casa ocupada. Iba buscando una aldea abandonada que estaba tan destruida que no quedaban ni ventanas ni puertas, solo paredes, musgo y ruinas. Pero había una con ‘inquilino’”.
Ahora lo cuenta con una sonrisa en el rostro, pero el momento fue, cuanto menos, desconcertante. “Mientras iba para allá, me encontré con un peregrino que hacía uno de los afluentes del Camino de Santiago y me dijo que había una casa que daba mucho yuyu. Me dejó intrigado. Cuando llegué me encontré lo que esperaba: ruinas… y una especie de cabaña de ladrillo mal hecho en medio de la montaña, envuelta en moscas, con 25 gatos merodeando y carteles extraños. Efectivamente, daba muchísimo yuyu. No sabía si de esa casa iba a salir un tipo con una escopeta o un filósofo asceta que reflexiona sobre la existencia”.
El coche, dado la vuelta
Este tipo de experiencias ha llevado a Aureli a organizarse su propio protocolo al llegar a los despoblados. De camino suele estar pendiente de la cobertura para enviar su ubicación antes de quedarse incomunicado. Después, ya en el lugar y por pura prudencia, da la vuelta al coche y lo deja encaminado hacia la salida. También, de algún modo, avisa de que ha llegado a quien pudiera haber. Se deja ver por las calles, hace ruido, observa si hay si hay coches o alguna señal de vida. Una vez descartada la presencia de nadie, se entrega a la visita, siempre teniendo en cuenta que los que no faltan nunca en estos lugares son los murciélagos.
Estos animales son inquilinos habituales de las casas abandonadas en las que Aureli ha tenido algún que otro susto: “He estado cerca de tener algún accidente gordo. Te das cuenta de lo peligroso que es. Conforme más pueblos visito, más prudente soy, porque te vas haciendo más consciente del peligro. Esas casas que han caído, ese techo que ha colapsado o que en algún momento tiene que colapsar… Conforme visitas más pueblos abandonados, te das cuenta de que algún día te puede tocar a ti. Yo procuro ser muy prudente. No piso donde creo que no es estable, y si veo grietas mejor no subo. Cada vez uno aprecia más su pellejo”.
Aunque siempre hace este tipo de recorridos de día, no esconde que a alguno de estos pueblos le gustaría regresar de noche, aunque es algo que de momento descarta: “Me encanta ir al atardecer y he visitado alguno de noche, pero no suelo hacerlo porque, más allá de los fantasmas, que creo que es más autosugestión que otra cosa, creo que hay lugares a los que va la gente de noche con ideas muy malas, y prefiero no estar en medio. Ya sea porque están de fiesta, porque quieren hacer algún ritual raro, o incluso porque son delincuentes. No lo sabes nunca”, explica.
“Además, cuando vas a un despoblado, pasas por pueblos habitados, y la gente te ve. Si vas de noche, inspiras desconfianza. Lo que piensan es: ‘Este no viene a nada bueno’. Podrías encontrarte con una experiencia desagradable, como que te acabe buscando la Guardia Civil. De hecho, a Guardia Civil tiene una unidad de delincuencia en zonas rurales”, añade.
A él, hasta la fecha, nunca ha tenido que ir a buscarle la Guardia Civil, pero sí sabe de varios casos, alguno de ellos más que justificado. “En Escó, un pueblo abandonado en Zaragoza, se iba a construir un pantano y expropiaron terrenos, pero parte del pueblo se salvó de la inundación así que un buscador de tesoros oyó una leyenda y se fue de noche, con su pico y su pala, a cavar dentro de la iglesia. Se cargó todo el suelo excavando hasta que llegaron los vecinos con linternas y llamaron a la Guardia Civil”.
Aureli no tiene problema en compartir las ubicaciones de muchos de los despoblados que visita, aunque no siempre lo hace. Aun así, nos atrevemos a pedirle alguna que otra recomendación para visitar este otoño. Nos da dos que él considera imprescindibles y un buen comienzo si alguien se quiere aficionar a visitar este tipo de pueblos.
“Recomendaría Belchite, que es toda una experiencia, y La Vereda, que es un precioso pueblo deshabitado de Guadalajara. No hay ni luz eléctrica ni conexiones de ninguna clase, pero las casas están perfectas, restauradas. Es un pueblo de cuento, y cuando llegas, hay un cartel que te invita a visitarlo con respeto. Hay una asociación de amigos que lo cuida”.
Eso sí, ni en Belchite ni en La Vereda encontrarán el silencio esos lugares recónditos y olvidados. Un silencio que te conduce hacia tu propio interior. “Estos sitios te hacen reflexionar sobre cosas en las que nunca te detendrías a pensar en la vida cotidiana. Mi día a día es bastante ajetreado. Trabajo en una agencia de comunicación, me muevo mucho, veo mucha gente, así que el silencio no forma parte de mi día a día. Cuando llegas a un pueblo abandonado, el silencio es apabullante porque es incompleto. No es un silencio absoluto, porque hay un poco de viento, una puerta oxidada que se mueve, a lo mejor una vaca mugiendo a lo lejos o un perro que ladra. Es un silencio inquietante porque es un lugar que no debería estar abandonado. Es un silencio que no encaja”.
Y es que, como el propio Aureli dice: “A veces, el que se va no sabe que se ha ido para siempre”.