La estructura de las familias ha cambiado de manera importante si las comparamos con las de hace sesenta años. Un lector nacido en los años sesenta era muy probable que tuviera muchos hermanos y primos, aunque menos probable que haya conocido a sus abuelos vivos hasta la edad adulta. Por el contrario, uno nacido en los años ochenta o noventa tiene más probabilidades de ser hijo único, pero es probable que sus abuelos estén vivos y gocen de buena salud.
Este cambio tiene que ver con dos dinámicas que han ocurrido a la vez. De un lado, las mejoras en la esperanza de vida han sido espectaculares. Las mejoras en la tecnología, los hábitos más saludables, la creciente seguridad en el desempeño laboral o la caída de la mortalidad infantil tiene algo que ver.
De hecho, España es conocida por tener una de las esperanzas de vida más altas del mundo, llegando a 81.8 años en 2023. Sin lugar a duda este hecho supone un desafío tanto para la sostenibilidad de nuestro modelo de pensiones (cuando se jubilen los nacidos en la generación del baby boom) como para nuestro sistema de salud. Sin embargo, esta dinámica sólo puede ser positiva: envejecer con buena salud es señal de civilización.
Ahora bien, en paralelo con esto se ha dado una progresiva caída en la tasa de natalidad. Hoy en el mundo el número de hijos por mujer es 2,1, lo que apenas permite que se pueda reemplazar la población existente (en pocas décadas ya ni siquiera). En España, además, el dato es de apenas 1,1 hijos por mujer en 2023. Para hacernos una idea, en el año 1972 era de 2,9.
Además, la edad de maternidad también se ha retrasado. Esto, indirectamente, también hace que haya menos margen para tener más niños. En el año 1985 el primero hijo en media se tenía a los 25,8 años. Hoy se tiene al primer vástago con 32,6. El cambio ha sido importantísimo y, como no podría ser de otra manera, tiene múltiples causas.
Una obvia es la modernización económica, que implica consigo cambio en la tecnología y en los valores (por eso en Irán o China tienen problemas parecidos a Occidente con la natalidad). Se generaliza el uso de mecanismos de control reproductivos como la profilaxis, a la cual hay acceso. La mujer se incorpora al mundo del trabajo, luego también hay otras fuentes de realización personal que no son solo la maternidad.
Cambia, por lo tanto, la sociedad y por eso las caídas más relevantes en la natalidad en España se dan en los años 80. Hasta las propias expectativas cambian: hoy invertimos en un niño, de media, cuatro veces más de lo que se hacía hace 40 años. Eso va desde bienes materiales hasta en educación desde bien temprano.
Con todo, que haya menos niños no es necesariamente bueno. Sociedades con menos hijos (y nietos) son menos productivas, innovadoras y, en muchos casos, más tristes. Además, tener hijos es una decisión, pero cuando viene impuestas por las circunstancias, se convierte en una fuente de frustración. Que los españoles en media indiquen que quieren tener dos hijos y sólo tengan uno, si tienen, indica que hay cosas que no hacemos bien.
El coste de oportunidad para las mujeres es muy alto en caso de querer ser madres: la renuncia a la carrera laboral sigue recayendo esencialmente sobre ellas. La precariedad del mercado de trabajo o la dificultad de acceder a la vivienda muchas veces refuerzan este hecho. Además, las pírricas prestaciones por hijo a cargo hacen que, además, tengan una protección insuficiente.
Hay quien piensa que la inmigración puede cambiar esta tendencia, pero los estudios apuntan que es poco probable. Podrá llegar gente con más hijos de otros países, pero cuando se asientan en España tienen tan pocos hijos como los de aquí.
Por eso lo que hay que hacer es cambiar los incentivos perversos que nos alejan de la tasa de, por ejemplo, el 1.83 de Francia. Por lo tanto, facilitar la conciliación, extender la educación desde la primera infancia hasta los seis años y apoyar la crianza en las familias son medidas decisivas. Esto, además, debe tener en cuenta el importante papel que la familia, en especial los abuelos, tienen tanto en tiempo como económicamente en nuestro país.
Hay que entender que los niños son un bien público, algo precioso a proteger por el conjunto de la sociedad. La familia, por lo tanto, al margen de la forma que adopte, es un núcleo valioso desde el que poder desarrollar un proyecto de vida.
Los valores cambian y los deseos de maternidad también, pero lo que no parece sensato es que la gente no pueda tener la libertad de tenerlos. Cumplir años en buenas condiciones es una bendición. Lo que no debería ser un lujo redescubrir el mundo a través de los ojos de un niño.