De no estar preparado, a verlo cumplir 30 años: el viaje por la paternidad de David Cantero

  • El hijo de David Cantero acaba de cumplir 30 años. El periodista y presentador de informativos Telecinco reflexiona en Uppers sobre el tiempo, la paternidad y la experiencia

  • David Cantero es padre de dos hijos más, de 14 y 16 años, y su relato sobre la diferencia entre aquella primera paternidad 'novata' y las que han llegado en plena madurez es muy revelador

Mi hijo mayor acaba de cumplir los 30. Ya tiene un año más de los que yo tenía cuando lo tuve. Es extraño, una sensación bastante paradójica. ¿Cómo puede el tiempo escapar así de entre las manos? ¡Qué fluido tan resbaladizo e inhumano, tan intangible y misterioso! Cuando él llegó al mundo yo estaba en Turín, recién aterrizado de Venecia. Vivía allí, en Italia. Iba y venía y volvía a ir y venir. Era el 17 de febrero de 1990, tiempo de máscaras y de carnaval, de tormentas y vientos cruzados.

Cuando los conserjes de hotel te daban la noticia de tu vida

En aquellos años yo era reportero, viajaba y volaba constantemente. Nos habían enviado allí porque Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, participaba en un congreso sobre Antonio Machado, junto al presidente portugués, Mario Soares, el escritor José Saramago y el poeta Rafael Alberti. Había que hacer piezas para los Telediarios y algunas entrevistas para 'Informe Semanal'. No había móviles entonces. De tanto en tanto se veían algunos enormes aparatos, 'zapatófonos', que eran como teléfonos fijos enchufados a una gran batería en una pesada maleta, iban instalados en algunos coches (llegué a tener uno en el mío). Servían para poco pero eran de lo más moderno.

Nada de internet, apenas se veía venir ese futuro, apenas se intuía, empezaban a hablar de ello los más frikis de la tecnología, que, aunque pocos, los había. Nada de correo electrónico ni WhatsApp, ni un mísero SMS, ningún otro aspaviento comunicativo que no fueran los aparatos fijos de plástico o de baquelita. Bellos tiempos de silencio. Por eso me enteré de su nacimiento unas 24 horas después. Me lo anunció la noche siguiente el recepcionista del hotel en el que me alojaba: "señor Fernández, tengo que comunicarle algo importante, le dejaron un mensaje desde España, ha sido usted padre y todo ha ido muy bien". La gracia es que antes que a mí, el conserje le notificó lo mismo a otro "señor Fernández" que igualmente se hospedaba allí. Me hubiera encantado ver su cara de asombro y espanto ante tan inesperado anuncio.

Yo, como él, también me sentí asustado, sobrecogido, aturdido, abrumado por un acontecimiento que esperaba y me sobrepasaba a partes iguales, por completo. Brindé tomando una copa con mis compañeros en un aterciopelado y oscuro bar de la Piazza Emanuele Filiberto, pero la alegría era un tanto ficticia. Me sentía demasiado joven para ser padre. ¡Lo era! Ahora sé lo que entonces sólo sospechaba.

Álvaro, el romano que terminó naciendo en Sevilla

Álvaro se gestó en el Trastevere, en Roma, y fue a nacer en el barrio de Triana, en Sevilla. Curiosa mezcla esa de ser a la vez un romano 'trasteverino' y un sevillano 'trianero'. Todo muy neorrealista y 'felliniano'. Yo sólo era un joven y aguerrido aprendiz de aventurero, un aventurado y novato papá, así, "casi por sorpresa". Un progenitor insospechado, algo inmaduro, rebelde, indómito, apátrida e inexperto, desorientado. En definitiva, un ser inestable y jadeante, que anhelaba constantemente sin saber bien lo que anhelaba, y que lo último que pretendía era ser padre. No estaba preparado. Por todo esto, posiblemente, aún le deba algunas explicaciones a mi primogénito, aunque probablemente nunca se las daré ni él me las pedirá nunca. Es inteligente y astuto, siempre ha deducido por sí mismo con sagacidad felina.

Cuatro días después regresé a España, viajé hasta Sevilla para conocerlo. Era tan pequeño y hermoso, tan adorable. Me encerré a solas con él en una habitación que me pareció también minúscula, angosta y asfixiante. Lo cogí con cuidado extremo, como si pudiera deshacerse, lo saqué del capacho y apoyé su cabecita en la palma de mi mano enorme, temiendo romper su cráneo y su plácido sueño de recién nacido. Entonces le hablé como si pudiera entender cada palabra, como quien da la bienvenida a un ser celestial apenas llegado de las estrellas. Le expliqué un poco quién era yo, dónde estaba, y le conté lo que imaginé le esperaría aquí, en el planeta Tierra. No me equivoqué demasiado. Le amé de inmediato y de inmediato me volqué en su cuidado, de forma un tanto obsesiva, deslumbrado por tan inesperado amor y desbordado por tan perturbadora y titánica responsabilidad. Mi vida cambió por completo, no digo ya la de afuera, que también, sobre todo algo pasó dentro de mí. Ya nunca fui el mismo. Estaba realmente hipersensibilizado, sobrepasado por los sentimientos, por las sensaciones, por las ansiedades, realmente acojonado.

Los besos de una semana en unas horas

Algo más de dos años después me separé de él, luchando cada minuto para que mi pequeño no se diera cuenta del desastre. Haciendo todo lo posible y todo lo imposible porque ese sufrimiento infinito fuera siempre sólo cosa mía. Lo posible y lo imposible. Ocultando cada mueca de dolor tras una careta de armonía y sosiego, algo que aprendí a hacer con relativa naturalidad. El peor llanto fue mío, sólo mío, y sólo cuando él no estaba a mi lado, por supuesto. Para él procuré tener siempre sonrisas y alegría en aquel tiempo de amar alternativo, mal medido, mal repartido, constreñido, condicionado, amenazado, angustiosamente estrecho.

Creció con un padre troceado, roto por dentro, pero siempre presente aunque fuera a pedacitos. Cada día que pasamos juntos fue intenso y dichoso, pocas veces fallaron las risas, los juegos y el regocijo. Intenté no desperdiciar ni un instante de su hermosa infancia entrecortada. Los besos de una semana en unas horas, las caricias de un mes en unos días. Y muchas palabras que él a veces no entendía del todo pero que, hoy lo sé, no fueron en vano. No le falté demasiado, aunque le faltara. Yo ni un instante dejé de echar de menos a ese niño racheado, la brisa infantil, vivificante, suave y balsámica de su aliento. Mi aliento.

Adriano y Alejandro, la paternidad serena

Luego, 14 y 16 años después, vinieron mis otros dos hijos, sus hermanos, de los que no me he separado jamás, salvo lo imprescindible por cuestiones de trabajo. ¡Qué placer tenerlos siempre a mi lado, poder disfrutar sin restricciones de cada minuto de su fugaz infancia! Adriano y Alejandro llegaron en otro tiempo más sereno, en una edad más madura para mí, en circunstancias mucho más favorables, con idéntico e infinito amor.

Fui padre en la 'edad de la inocencia' y más tarde en la del 'equilibrio y la sensatez', si es que esta realmente existe. Siempre intenté ser un buen padre. Lo sigo intentando, de eso no cabe duda, es una verdadera misión para mí, todo un empeño. Lo fui con él y lo soy con ellos, con los más pequeños, que ya no lo son tanto. Lo fui cuando no pude estar cada día y cuando estuve a tiempo casi completo. Ahora son ellos los que poco a poco se hacen mayores y se alejan dejando un conmovedor rastro de dibujos, juguetes y peluches; es natural e inevitable, imprescindible.

Lo mejor que he hecho en mi vida, en una u otra edad, ha sido eso, cuidar de ellos, ser papá. Ese es el gran triunfo, el verdadero sentido de la vida. A los tres les digo lo mismo con insistencia y no miento a ninguno: ¡Te quiero infinito, más que nada en el mundo! Y esa, créanme, es la única gran verdad de toda mi existencia, la única certeza…

Todos los miedos menos uno

De entre todos los posibles destinos del amor, entre todas las posibles formas de amar, hay una que eclipsa cualquier otra: el Amor por los hijos, un instinto bestial que nos lleva a sentir ternuras y afectos incomparables, con todos los gozos y desvelos que ello entraña. Así es y así será. Jamás me cansaré de repetírselo, jamás me canso de demostrarles todo el amor que les guardo y les guardaré más allá incluso de la muerte, cuando la muerte venga a separarnos…

Moriría por ellos, por salvar sus vidas, sin la más mínima duda, por cualquiera de los tres. Es lo que tiene ser padre, pierdes el miedo, todos los miedos. Todos menos uno. El temor a que algo pueda sucederles puede llegar a martirizarte en lo más íntimo, a ser una tortura.

El caso es que siempre que lo intento siento lo mismo, describir lo que mis hijos significan para mí es sólo una baldía y apasionada declaración de impotencia. De jovencito nunca me planteé ser padre y ahora, ya ven, en esta edad más serena, escéptica y tardía, es lo único que realmente soy, lo único que realmente quiero ser…