Llevo ocho años rodando por el mundo en moto. Empecé a lo grande. Primero di la vuelta al mundo, un año y medio para tocar los cinco continentes sobre dos ruedas. Así me convertí en la única mujer de habla hispana en realizar este apasionante viaje en solitario. Me llamo Alicia Sornosa, soy periodista, viajera y una mujer intrépida a la que le apasionan las motos y moverme sobre ellas por el mundo.
De todos los países en los que he rodado, más de cincuenta, hay algunos que me han sido muy duros, pero son, al final, a los que siempre quiero regresar. Es el caso de la India, donde recorrer sus carreteras y apreciar sus paisajes se convirtió en muchas ocasiones en una cuestión de supervivencia: es una escuela de la vida y de cómo deberíamos tomarnos el día a día.
India, un subcontinente gigantesco con diferentes culturas, credos y paisajes. Desde el 'techo del mundo' de sus Himalayas, los desiertos del Rajastán, a las zonas más húmedas y selváticas de Kerala y el sur del país. Nada es igual en esta parte de Asia.
Lo primero que llama la atención es la cantidad de gente que hay en todas partes. Y el caos del tráfico. Ciudades abarrotadas de vehículos que ruedan en las mismas direcciones, enormes y destartalados camiones, que asfixian el ambiente con sus negros humos, todo tipo de turismos, decorados con borlas, plásticos de colores y deidades pintadas para la protección en carretera, los infinitos tuc-tuc o motocarros de color amarillo que pasan rozando a los vehículos más frágiles, las bicicletas que han sido fagotizadas por las motos chinas, con su sonido agudo y poderes de volverse invisibles en medio de la calzada.
Todos forman la jungla del asfalto, se mueven como bancos de peces e ignoran por completo las normas de circulación. Aquí solo vale tocar el claxon y el tener una gran paciencia al volante: de poco sirve ponerse del mal humor.
Nada más bajar la moto del avión empecé a darme cuenta de que la gente era mucho más curiosa que yo. Un círculo de veinte personas me rodeó, sacando sin disimulo sus móviles del bolsillo. Las preguntas se repetían una y otra vez: ¿Cuánto corre tu moto? ¿Gasolina o diésel? ¿Cuánto cuesta? Contestar a todas es imposible y además, una de las cosas que aprendí en mi ruta en moto por la India es que da igual el precio que digas, siempre saldrá de sus bocas una exclamación larga, como si nunca pudieran llegar a imaginar esa cantidad de dinero junta.
Y llegó la hora de echar gasolina. Y fue más fácil de lo que podría parecer. De hecho, hay estaciones de servicio por todas partes, aunque eso sí, solo en las zonas cercanas a las grandes ciudades. En otras carreteras alejadas puede ser que no haya luz y te quedes sin poder repostar, así que de nuevo una lección que aprendí en mi ruta: puede que no escasee el combustible, pero si no hay electricidad, la bomba no funciona.
A los dos días de carretera y algo más de trescientos kilómetros recorridos aprendí que el tiempo es relativo y que los kilómetros sobre un mapa, también. En India no se puede ir con prisas. Nunca vas a saber con exactitud a qué hora llegarás, ni siquiera si podrás hacerlo. Las carreteras pueden estar cortadas horas e incluso días por un camión volcado, una inundación o un montón de piedras que se han desprendido de alguna ladera.
Además, aprendí que aquí las carreteras son mágicas. Sí, a la hora de adelantar, suelen ensancharse por arte de birlibirloque. Un camión llega de frente, otro delante, otro más allá (este no lo había visto) justo detrás del primero. Pongo el intermitente izquierdo, miro y salgo a adelantar. Me da tiempo de sobra… hasta que detrás del que tengo enfrente sale otro que no se detiene por verme en plena maniobra, si no que adelanta justo cuando lo hago yo.
Cierro los ojos al verme entre dos mastodontes, rezando a todos sus dioses para que nada se enganche con mi moto y me vea arrastrada, en el mejor de los casos. Abro los ojos (creí que eran minutos, pero debieron ser segundos) y ya no tengo nada delante. La carretera (mágica) se ha ensanchado permitiendo el paso de tres camiones y una moto en paralelo. Resumiendo: los intermitentes no existen, pero el claxon sí y sirve para lo mismo.
Comer es otra aventura. Ten en cuenta que el aroma de las especias se cuela en el casco y abre el apetito. La comida callejera, siempre en unos carritos con expositores transparentes que permiten ver el cocinado, se acumula en los cruces de las calles. La gente comienza a hacer cola para recibir su ración: lentejas dentro de pompas de patata frita regadas con yogurt, platillos de pasta con cúrcuma y vegetales, frituras de cebolla con hojas y semillas, coliflor de mil maneras, arroces de colores…y todo con mucho picante.
Da igual que estés en un restaurante o en la calle, en el norte o en el sur del país, el picante es una religión. Da igual que pidas 'sin', siempre va a picar: las sartenes ya lo tienen incrustado, es imposible quitarlo. Además, en la mayoría del país son vegetarianos, comer carne fuera de las grandes ciudades es casi imposible.
Otra de las cosas que me chocaron y que sucede en toda la India es el estandarizado movimiento de cabeza hacia los lados (como haciendo el signo del infinito con la punta de tu nariz) para asentir. La primera vez resulta muy cómico, por ejemplo, pedir a un camarero lo que vas a degustar mientras él escribe en su hoja casi negando (eso es lo que parece) todo lo que pides. Al final no sabes si lo tienen, si te lo traen o qué… pero esa es otra de las cosas que aprendí: los símbolos no son universales. Ese 'no' es un sí.
Por si alguien se quiere apuntar a estas increíbles experiencias, os cuento que, cada año, organizo varios viajes por el mundo para que puedas venir conmigo. La próxima salida será en enero a la Carretera Austral. En Semana Santa también haré un viaje a India y, para antes de verano, nos iremos a rodar a California. Septiembre lo dejaremos para Marruecos.