Me saqué el carnet de moto a los 60: todo lo que debes saber
Alejandro Gándara es escritor (premio Nadal y Anagrama de Ensayo) y profesor
Cuando cumplí 60 años -hace de esto un par-, mi mujer me puso en la puerta de casa una moto Guzzi v7 de 750 cc, negra y reluciente como un toro de lidia, aunque quizá más potente. Fue una sorpresa descomunal, entre otras cosas porque yo carecía del carnet de conducir para semejante máquina. Cuando se lo comenté a mi mujer, me respondió distraidamente que me matriculara en una autoescuela y que me lo sacara. Por alguna razón, yo intuía que eso no sería tan sencillo.
Pero cualquiera que fuese el temor a las dificultades, no impidió que mi imaginación echase a volar desde el momento en que escuché el sonido de aquel motor, bastante similar al de un tractor común. Me veía yendo a Liébana –donde en julio suelo pasar tres o cuatro semanas más o menos solitarias- con mi burra (argot motero) hasta los topes, atravesando la montaña palentina y haciendo excursiones a los pueblos lebaniegos bajo el cielo azul y los picos con ventisqueros.
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De hecho, siempre había sentido envidia –que el paso del tiempo acabó convirtiendo en melancolía- de los moteros con los que me cruzaba en verano de camino a cualquier parte, y en particular a mi destino montañés de julio. Podía sentir la libertad de sus cuerpos cruzando el aire, los movimientos precisos y continuos para trazar una curva, el riesgo pegado a su piel con forma de mono de cuero… En suma, su juventud. Y yo había ido aprendiendo, con dolor y con cierto asombro, que el tiempo no retrocede. No hay marcha atrás.
Pero, aprendizajes aparte, tenía delante de mis narices una Guzzi v7 y ciertas posibilidades de que llegara el día en que pudiera conducirla, lo que enseguida fue transformándose en sueño y obsesión.
Antes de matricularme, pregunté en la autoescuela cuántos alumnos de 60 años habían aprobado el examen de moto grande. Me contestaron que ninguno que ellos conocieran. También pregunté si al menos había habido alguno que se hubiera presentado a la prueba. Al parecer, tampoco. Pagué la matrícula y me fui a casa deprimido.
La preparación atendía a tres exámenes distintos, uno teórico y dos prácticos de dificultad creciente. El examen teórico lo aprobé en un par de semanas, lo que me colocó a principios de febrero con un amplio margen para sacar los otros dos antes de julio. Estos consistían en uno de maniobras bastante terrible (busquen por Youtube) y otro de circulación por población y carretera (nada menos que por Móstoles y alrededores). En ese periodo conocí a gente mucho más joven que había desistido tras varios intentos. De hecho, en el grupo que me encontré en la autoescuela para el primer examen, todos habían suspendido al menos un par de veces.
En primer día de clase práctica, hice las mismas preguntas de rigor y de temor a mi instructor, un tipo colosal en todos los aspectos, motero hasta la médula, de vida entregada a birras y pibas, que me miró fijamente y me respondió: "Si no ha habido ninguno como tú, entonces tú serás el primer tío de 60 que apruebe, no hay problema".
Tras la segunda clase, fui a jugar un partido de tenis con un amigo y me hice un esguince en el tobillo izquierdo. Un mes de baja y del todo inhabilitado para coger la moto. Eso me plantó en finales de marzo. Había un examen de maniobras a principios de mayo. Tal vez pudiéramos intentarlo.
La mañana de la prueba estaba rodeado de nervios y de fracaso. Por mi parte estaba emocionado: sencillamente había conseguido llegar hasta allí. El primer tramo lo hice sin fallos, y el segundo también. En el último, el de aceleración, ya sabía que había aprobado y que iba a estar por debajo del tiempo prescrito, de modo que casi al mismo tiempo que se paraba la moto, yo me echaba a llorar. Hacía muchos años que no me desbordaba una emoción.
A finales de mayo, cuando llevábamos tres o cuatro clases para la prueba de circulación, se produjo una huelga de examinadores. Si no querías que te corriera la convocatoria, debías presentarte en la fecha asignada de examen, ya que había un treinta por ciento de posibilidades de ser examinado (condiciones de la huelga). A mediados de junio fui citado por primera vez, pero no fui examinado. En la última semana de ese mes acudí a otra convocatoria y entonces sí me tocó subirme a la moto.
El examen duraba unos treinta minutos. El examinador me sacó a carretera y luego me introdujo en el infierno (para los postulantes) de Móstoles. Todo iba más o menos bien, aunque con algunas pegas del funcionario. Y a menos de cinco minutos de acabar la prueba, enfilé una dirección prohibida confusamente señalizada y ahí se acabó mi sueño del verano. Ahora también lloré, pero esta vez porque la victoria se me había escapado en el último momento, cuando ya la tocaba con la punta de los dedos.
Tuve todo el verano para pensar si merecía la pena seguir con el empeño. El examen de circulación fue una gran sorpresa. Había que estar atento a demasiadas cosas, a demasiados pedales y botones, y para colmo había que obedecer órdenes del examinador que llegaban al casco desde el coche del instructor, lo que implicaba bastantes reflejos y nivel de atención.
¿Era ahí donde aparecían de pronto los 60 años? Resultaba que tal vez no fuera una cuestión física (más propia del examen de maniobras), sino psíquica. Estamos más mentalizados para la merma física que para la merma psíquica. ¿Y si sencillamente lo que fallaba, lo que iba a estar fallando todo el tiempo, eran la concentración y la coordinación? Entonces, estaba perdido. Y prefería no presentarme a más exámenes, con tal de no saberlo.
Cuando llegó septiembre, la huelga de examinadores continuaba. Fui bastante desmoralizado a una primera convocatoria a mediados en la que el responsable no apareció.
La segunda llegó un mes más tarde. Recuerdo que puse las botas encima de la cama, junto al mono, el casco, los guantes, y me senté al lado. Y entonces me acordé de aquella sentencia espartana sobre cómo regresar de la guerra: "O con el escudo o sobre el escudo". Ya no era una cuestión de edad, ni de éxito, ni de sueños de ninguna especie. Era que lo que se empieza, se acaba. Si la moto no era para mí, pronto me lo dirían, pero me encontrarían ahí para decírmelo.
Ese día hubo examinador. Ese día aprobé mi examen de moto. Al verano siguiente viaje a Liébana con mi burra cargada hasta los topes. Un gran viaje, aún más hermoso de lo que había imaginado. Y puedo decir que cada momento que paso subido en mi Guzzi soy el motero más feliz del mundo.