Cuando participa en algún campeonato, a José Antonio Muñoz, apodado en el ámbito del skate Doc Caribbean, suelen preguntarle: “¿Viene acompañando a alguien?”. Luego él sale, patina, gira y vuela sobre su tabla, y silencia a incrédulos o desinformados que no le conocen. A sus 70 años, Doc es una leyenda de esta disciplina en España; uno de los primeros en practicarla, pionero en importarla —su tienda madrileña, inaugurada en 1975, sigue siendo punto de encuentro de fanáticos del monopatín— y dispuesto siempre a divulgarla; y aun hoy, no deja pasar un fin de semana sin patinar en las calles que en festivo se cierran al tráfico en el Parque del Oeste. “Libertad”, dice antes de que termine de preguntarle qué le aporta este deporte. “Quien no haya montado en un monopatín no puede saber la sensación que produce. No te lleva la tabla, la llevas tú. El aire en la cara… Es indescriptible”.
“Para muchos de nosotros es Charlie de Willy Wonka”, nos lo describe Carlos Galán (53), CEO de Subterfuge Records y uno de sus ilustres admiradores. “Quien nos puso a rodar cuando éramos pequeños y nos hizo creernos superhéroes. Más que un gurú: alguien que a una gran masa nos ha hecho disfrutar y aprender a deslizarnos por la vida. Le debemos mucho”. Otro famoso simpatizante, el músico y productor DJ Nano (46), subraya: “Respeto absoluto. Una de las personas que apostó por el skate antes de que fuera una moda o una forma de vida. Un visionario”.
La historia de Doc Caribbean parece sacada de una película de Hollywood, de esa California que tanto ama. Nacido en Zaragoza en 1953, hijo de padre abogado y madre dueña de un negocio de fabricación de muebles, creció en Madrid; fueron sus padres quienes le regalaron unos patines con botas de cuero, chapa de acero y ruedas de madera, comprados en Londres, durante uno de sus viajes a ferias de decoración, que luego el pequeño José Antonio se calzaba para patinar en una pista de hockey de la calle México, cerca de la Avenida de América, y la del colegio Maravillas, donde estudiaba.
Los largos veraneos —se iniciaban el 30 de junio, festividad de San Marcial en Irún, y terminaban a principios de octubre— los pasaba en Fuenterrabía (Guipúzcoa), donde descubrió que podía patinar sobre el mar. Es decir, surfear. “En aquella época, a finales de los sesenta, en España estábamos muy cerrados a las cosas del extranjero, pero desde el País Vasco pasabas a Hendaya, a Biarritz, en Francia, y era como otro mundo”, recuerda. Se hizo con un champero (una pequeña tabla de contrachapa), y con cinco francos que le daba su padre para todo el día alquilaba una bici con motor y recorría la cornisa vascofrancesa en busca de las mejores olas. Con los tres francos restantes compraba una baguette de chistorra y una Orangina y aguantaba hasta el anochecer.
Ya entonces se manifestaban en él su tempranas dotes para el emprendimiento. Para sufragarse sus gastos, recogía botellas vacías en la playa, que luego retornaba a las tiendas, operación que antaño se conocía como “devolver el casco” y a cambio de la cual recibía unas monedas. Trocó sus solitarias escapadas en bici por la costa por salidas en coche con amigos surferos, quienes le animarían a inscribirse en la Federación Guipuzcoana de Surf. Un día, visitando una tienda de surf de Fuenterrabía, vio su primer monopatín. “Era carísimo y no me lo pude comprar”, lamenta.
De regreso en Madrid, se sacaba unas pesetas recopilando periódicos y revistas de los vecinos y los vendía al peso en una chamarilería de la Ronda de Atocha. Con tableros y rodamientos que compraba en el Rastro se fabricaba caseros prototipos, hasta que, con 17 años, pagó con sus ahorros un modelo Sancheski, la primera marca de monopatines en España. Pero en alguno de sus intrépidos descensos por las cuestas madrileñas el monopatín se rompió; comoquiera que en la tienda donde lo había comprado le dijeron que no podían pedir recambios para arreglarlo, solicitó la dirección de Sancheski en la Cámara de Comercio, escribió a la empresa vasca contando su problema y al cabo de una semana recibió en su domicilio una caja con las piezas que precisaba. Reparó el monopatín y se fue a Estados Unidos.
Con la excusa de que quería aprender inglés, José Antonio convenció a sus padres de que le enviasen dos meses a la Universidad de Berkeley, cerca de San Francisco. En Madrid había empezado la carrera de Derecho (luego estudiaría Arquitectura de Interior, siguiendo así los pasos de su padre y su madre). Corría 1973; en la Costa Oeste aún resonaban los ecos del verano del amor, el hippismo, el rock underground y las drogas alucinógenas. “Yo ya estaba en esa tendencia moderna de llevar el pelo largo, me compraba pantalones anchos de la marina en el Rastro… Atravesaba esa etapa no anárquina, pero sí de querer ser distinto a los demás”, explica. En Berkeley no aprendió inglés (“porque tengo un oído fatal”), pero si se graduó en otras materias.
Aterrizó en la universidad californiana con el alojamiento y los desayunos incluidos en el precio del curso y fondos de su padre para las comidas. En su primer día en la ciudad, un skater lo adelantó por la calle a toda velocidad y sin hacer apenas ruido. Fascinado, fue tras él, y aprovechando que paró en un semáforo, le preguntó con su inglés chapurreado dónde había conseguido el prodigio rodante. Corrió a la tienda indicada y gastó todo el presupuesto para comidas en dos monopatines. “Allí las tablas eran como un Rolls Royce, como un Ferrari”, dice. “Me quedo sin pasta. Pero los americanos son muy de picnics por las tardes, donde servían hamburguesas gratis, y con eso y con lo que arramplaba en los desayunos, iba tirando”.
Asistía a conciertos de bandas cuyos nombres no recuerda, pero sí que eran “de esas radicales que degollaban un cordero y te tiraban la sangre”. En los recintos de música, y en todas partes, se fumaba “sin exceso”. Jura José Antonio que él nunca ha probado los porros. “La gente no se lo cree. Mis hijos me dicen: ‘No podemos creer que no te hayas fumado en la vida un porro’. Pues no: no bebo ni fumo. En la universidad me dio un tiempo por fumar en pipa, por hacerme el especial. Y no me tragaba el humo. Pero conozco todas las drogas, porque he convivido con personas que las consumían y porque en el colegio los curas nos daban una información brutal sobre drogas y sexo”, comenta.
Presentando como garantía una tarjeta Diners Club que le había dado su padre alquilaba Monarchs de asiento corrido de tres plazas a bordo de los cuales él y sus amigos recorrían la Costa Oeste desde Canadá hasta Tijuana. Entre los camaradas que hizo en Berkeley estaba Antonio Molina, fotógrafo que también estaba aprendiendo inglés. “Él empezó consumiendo un porrito… luego dos… y cuando nos fuimos, apagaba uno y se encendía otro. En Madrid, fui una vez a verle y me dijeron que había fallecido de una sobredosis”, dice. Otro colega de correrías en California era un chico que iba sobrado de pasta. “Me llevaba al club privado de Newport Beach a jugar al golf, se compraba zapatos de 400 dólares… Luego se pegó un tiro”. Y aclara: “Pero tengo muchos amigos a los que no les ha pasado nada”.
“Disfruté como un enano”, admite. Regresó bien impregnado del estilo de vida californiano y con una idea en mente: empezar a vender aquí monopatines americanos. Los compraba por correo y los despachaba en el maletero de su Seat 133. Al saber que el padre de un amigo trasladaba su tienda de esquí, golf y tenis de la calle Arenal al exclusivo barrio de Salamanca, en la esquina de Claudio Coello con Columela (muy cerca de El Retiro y la Puerta de Alcalá), preguntó al chico si conocía algún local donde poder vender los monopatines. Su amigo le recomendó que hablase con su padre. “El tío, visionario, me hace lo que hace El Corte Inglés ahora, o sea, me alquila un córner”, evoca José Antonio. Como seguía estudiando y se personaba solo algunas tardes, José Antonio persuadió a su novia (la que hoy es su esposa) para que se turnaran tras el mostrador. Pero como las más de las veces permanecía vacío, el día que aparecían se formaban colas de impacientes compradores.
Con el tiempo, la tienda que albergaba su espacio cerró, pero con ayuda de su padre, José Antonio logró quedarse con una sección por 75.000 pesetas. Era aquella que tenía la entrada por la calle Columela y donde empezó a labrarse la leyenda de Caribbean. Adoptó el arcoiris californiano como logo (“aún no se relacionaba con el colectivo gay”), pintó el escaparate con palmeras (“nunca he inventado nada, he visto cosas y las he aplicado”), lo reformó con ayuda de unos operarios que trabajaban para su madre y, usando el télex de ella para contactar con los fabricantes en Estados Unidos, se dedicó a importar monopatines, artículos de surf, prendas de moda californiana, cometas, frisbees, bicis…
Comenzó a visitar ferias internacionales. A las de Norteamérica concurría con un par de semanas de antelación para empaparse de lo que estaba de moda en las calles: se pateaba desde los barrios de clase alta y universidades de élite como Princeton a las zonas menos pudientes. Cuando se inauguraba la feria, ya sabía lo que estaba en boga. Pero en ocasiones las tendencias llegaban a España más tarde que las prendas que introducía. “He traído cosas que me ha costado dos años vender hasta que se han puesto de moda. Fui el primero que trajo la camiseta estampada, con bolsillo, los forros polares (que me los comí durante dos años), las mochilas para ir al colegio (antes se llevaba una cartera de cuero), los billeteros de nailon, los bañadores de neopreno (me tiré tres años sin venderlos), los bikinis brasileños…”. Hizo de la estética californiana su uniforme cotidiano. “Yo iba con chancletas todo el día. Quedaba con amigos en una cafetería y aparecía con mis vaqueros, camisas de flores, con chancletas, incluso en invierno… Me decían: ‘¡Pero cómo llevas unas flores en la camiseta!’. Aquí solo existían las camisetas interiores”, explica.
Y mientras, su pasión por el skate crecía tanto como su pericia patinando. Aprendía nuevas piruetas analizando fotos, y los conocimientos que adquiría los trasladaba a los más jovenes, “y a las dos semanas la gente joven me tenía que enseñar a mí”, señala humilde. Obtuvo el segundo puesto en el primer campeonato que se organizó en Madrid, en el parque de El Retiro, en la modalidad de salto de altura. “Salté 1,50 metros, pero un amigo mío, Luis Matesanz, saltó 1,55 y me ganó. Ahí tengo la medalla guardada todavía” (todo lo conserva: los patines que le compraban sus padres, las llaves y la documentación del Seat 133, las tablas que compró en California…).
A día de hoy sigue participando en competiciones oficiales, donde es el veterano entre los veteranos. “El que me sigue tiene 56 años. He pasado de quedar en las primeras posiciones a quedar en las primeras pero por la cola, o sea el último, pero a mí lo que me gusta es patinar”. En mayo espera intervenir en un torneo en Francia. Sin duda, una vida alejada de excesos le ha ayudado a conservar fuerza y agilidad. “Siempre he hecho mucho deporte”, dice. “Estuve en el equipo de balonmano del colegio Maravillas, a punto de entrar en el equipo del Atlético de Madrid; gané varios premios de gimnasia deportiva; como mi padre era campeón de esgrima, también la practiqué; jugué baloncesto, hockey… Todo se me ha dado muy bien, pero al final en lo que más he conseguido ha sido con el skate”.
“Llega un momento —prosigue—, que es lo peor, cuando empiezas a tener miedo, ¿vale? Cuando eres joven el miedo te da igual, no piensas en la muerte ni piensas en nada. Ahora tienes un quiebro y la siguiente vez vas más lento por si acaso”. Contabiliza tres caídas importantes en su carrera: una le produjo rotura de escafoides, de otra, en Ámsterdam, “se me puso la pierna como un globo y no supieron decirme por qué” y en un campeonato de Europa en Madrid se rompió dos costillas. “Caí de frente, y en vez de hacer la croqueta, el propio codo se me clavó en el costado”, describe. Si llevas años patinando, debes procurar no dejarlo, porque si lo dejas, es duro cuando decides volver”.
Disfruta iniciando a neófitos. “A todos mis clientes les pregunto su nivel. Si responden que no han montado nunca, les digo: ‘Espérate que sales montando de la tienda’. Y aquí les doy unas clases”. Padre de dos hijos que han heredado su afición —uno regenta la escuela de skate en Palma de Mallorca— y abuelo de dos nietos, uno de los cuales apunta maneras (“la niña es más tranquila, pero el niño es un loco”), lamenta la división entre los patinadores puristas y aquellos que aprecian cualquier variedad: “Para mí el skate es una tablita, cuatro ruedas y dos ejes. En los cincuenta era una opción de los surferos para emular la sensación fuera del agua. Pero para algunos, solo hay skate a partir de los noventa”. Y esgrimiendo modestia, rechaza su papel de referente. “He enseñado a chavales de diez años que hoy siguen patinando y también son precursores. O los crearon el skate park de Puerta de Hierro. Somos muchos”.