“Fui ultra hasta hace más o menos 15 años, cuando dejé el grupo Orgullo Vikingo. Estuve de 2003 a 2010. Era un grupo discreto en número, apolítico y con una relación con la violencia anecdótica”. Son palabras de Borja Bauzá, una voz más que autorizada para analizar el movimiento ultra en el mundo del fútbol y para explicar cómo ha evolucionado en las últimas décadas.
“Ahí dentro hay vida inteligente. Si los ultras fueran 100 bisontes que sólo piensan en darse de hostias, habrían desaparecido hace décadas. Ellos saben lo que se puede hacer y lo que no, dónde se puede hacer y dónde no. El elemento radical se ha diluido por eso, aunque desde siempre, si llevas una camiseta de un grupo ultra en el lugar equivocado, sabes que te la juegas”, apunta.
Borja acaba de publicar ‘La tribu vertical’ (Libros del KO), una obra en la que repasa la historia del fenómeno ultra desde dentro. No era un extraño, tampoco un infiltrado. Era un ultra y ahora nos cuenta todo lo que estos grupos generan a su alrededor. Sólo en España ha contabilizado y registrado en su obra más de 400 grupos.
Cierto es que Borja se separó de este mundillo pero nunca ha perdido el contacto. “Lo dejamos porque había gente dentro de Orgullo Vikingo con la que no coincidíamos y no nos hacía mucha gracia por cómo entendíamos la grada, pero yo he seguido observando el movimiento ultra desde la distancia, manteniendo contactos y relaciones. Es una subcultura apasionante y he tratado de presentársela a la gente”.
Borja perteneció a un grupo que no todos valoraban como ultra. Él mismo lo explica: “Dentro del mundo ultra, Orgullo Vikingo era considerado un grupo menor. Se nos valoraba por los estandartes, pero nos decían que éramos cuatro y sólo nos dedicábamos a animar. Ultras Sur nos miraban con desprecio porque decían que nos faltaba presencia en las calles y, sobre todo, hostias. Los grupos con historial violento nos echaban en cara que fuéramos tibios”.
Pero la realidad es que no es necesario ser un macarra para formar parte de este universo que transcurre paralelo al fútbol. “El mundo ultra es muy polifacético y no todos tienen relación con la violencia. Hay dos tipos de ultras. El núcleo duro es ultra 24/7, está constantemente pensando en el grupo, en viajar, en los tifos, en las quedadas, en las visitas de otros grupos… Para ellos el grupo es lo primero. Esos mismos, al resto, les llaman ‘el relleno’, que son los que se lo toman menos en serio y se limitan al día del partido, a la previa, a algún viaje y a pintar alguna pancarta. Estos no están, ni de lejos, tan involucrados”, nos desgrana Borja.
Sin embargo, y pese a que la violencia no es condición indispensable para ser un ultra, hubo épocas en las que estaba más que presente. Los 80 fueron buen ejemplo de ello. Las cabezas rapadas campaban a sus anchas en los fondos de los estadios.
“El boom skinhead futbolero empieza en Barcelona a finales de los 80 y coincide con un proceso dentro de los grupos en los que se está ganando en estructura y en presencia. Los skins les vinieron como anillo al dedo para dar miedo y mostrarse como la tropa de choque. Durante una década el núcleo duro de los ultras estaba asociado a la estética skinhead”, relata.
Borja puntualiza que en aquellos no tan lejanos años 80 no existía una alarma social relacionada a este tipo de grupos: “Estaban muy politizados, pero no se les perseguía. Cuando se empezó a ver que podían llegar a ser peligrosos, las autoridades entraron tanto a la grada como a los palcos para que se dejara de compadrear con ellos. Muchos presidentes accedieron, pero otros pelearon. Mendoza fue uno de ellos”.
Fue a mediados de los 90 cuando clubes y ultras se ven obligados a mantener una relación de entendimiento: “El trato era algo así como yo no te erradico, pero tú no me la líes, no me saques esvásticas, no cantes determinadas cosas en el estadio… y todo funcionará bien”.
Esto dio paso a relaciones incluso de amistad y beneficiosas para ambas partes. Borja lo explica: “Los presidentes llegaban a ser amigos de los líderes de los grupos ultras y por eso tenían facilidades con el tema de las entradas, los tifos o los viajes. Los presidentes eran un parapeto para los ultras de cara a las autoridades, pero también trataban de domesticarlos e incluso les echaban broncas”.
Sin embargo, no siempre lograban apaciguarlos: “A a finales de los 80, en muchos campos te jugabas un tortazo sólo por ir con la camiseta de tu equipo, mientras que ahora, si vas con la camiseta de tu equipo y te cruzas con 80 tíos de negro sabes que no te van a hacer ni a decir nada. Y si lo hacen van a llevarse una reprimenda desde dentro del propio grupo. A la gente normal se la deja en paz. Si no formas parte del mundo ultra no debes sentirte en peligro. No te debería pasar nada”.
En cualquier caso, si hablamos de ultras y analizamos sus comportamientos violentos, mención aparte merecerían los que se llevaron hasta el extremo, hasta el asesinato. En la memoria están Jimmy o Aitor Zabaleta, pero mucho antes que ellos, en el 91, Frederic Rouquier fue apuñalado hasta la muerte por un grupo de Boixos Nois.
“Ese asesinato fue una venganza por una puñalada que habían dado unas semanas antes a Draculín, un Boixo, miembros de las Brigadas Blanquiazules. Semanas más tarde se organizaron, pillaron a tres, uno consiguió escapar, otro se llevó una paliza y a Rouquier lo mataron. En aquella época esos dos grupos eran muy chungos y se buscaban a diario por Barcelona, en las discotecas y los bares. Había rivalidad deportiva e ideológica llevada al extremo”, nos narra Bauzá.
El propio Bauzá explica los casos de Zabaleta y Jimmy. Ambos distintos. “El caso de Zabaleta fue por pura ideología. Los de Bastión iban a pillar a alguien que fuera vasco y no les hacía falta más. Encontraron por la calle a unos chicos que hablaban en euskera y se cargaron a uno porque sí. Lo de Jimmy, sin embargo, fue una batalla entre ultras en la que había componente deportivo pero también ideológico entre dos grupos completamente opuestos”.
Para concluir, Borja Bauzá nos explica la diferencia entre hooligans y ultras, términos que en muchas ocasiones se utilizan indistintamente, pero que realmente cuentan con diferencias notables entre ellos.
“El hooligan y el ultra son muy diferentes aunque en España no se tenga en cuenta a nivel de la sociedad. La gran diferencia son las prioridades. La prioridad del hooligan es la violencia, lo que busca es pegarse con el rival sí o sí en nombre de su equipo y de su grupo. Ellos juegan un partido paralelo y anteponen el grupo al club. Para ellos la gresca es lo más importante el día del partido. El ultra es mucho más polifacético. Los hay muy violentos, otros que dan una importancia relativa a las peleas, otros que asumen que la violencia es colateral y otros que no entienden la violencia en su grupo. Para ser ultra tienes que estar en una grada de pie animando los 90 minutos. Lo de la violencia se asume pero no es una prioridad, ni mucho menos”.