Soledad y distanciamiento: cómo afecta a cuerpo y mente estar encerrados
Tras el encierro, la sociedad necesita tiempo para sanar
Los psicólogos son claros: hay que aceptar los sentimientos negativos para empezar a reconstruirse
Casi dos meses de pandemia han arrasado con nuestro equilibrio social. El encierro ha debilitado los cuerpos y las psiques hasta extremos que son difíciles de calibrar ahora mismo, especialmente en la población vulnerable: familias encerradas en pisos de pocos metros cuadrados, ancianos aislados, tanta gente que ha perdido el trabajo y no dispone de colchón alguno. Una piedra de amolar gigantesca que nos deja, por ahora, un espacio de parálisis común, y por tanto, la necesidad de ser rigurosos con las palabras.
Realidad vs Capitalismo cuqui
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Algunos se han dado prisa en dulcificar con términos de dudosa utilidad (‘síndrome de la cabaña’) lo que no es más que una consecuencia de la alienación de estas semanas, y quizá también un asunto de clase social y medios materiales: quien ahora se acoge por elección al placer ese supuesto síndrome de aires thoureianos y valora su intimidad, tener tiempo para lo que antes devoraban sus horas de trabajo, es, seguramente, el que dispone de algunos ahorros para afrontar la crisis por venir. Otros lo ven con peores ojos: definir la necesidad de parar y repensarnos como el ‘síndrome de la cabaña’ solo es otra de las estrategias que tiene el Capitalismo de acusar a los improductivos y vulnerables, estas ovejas descarriadas que no quieren participar en la vuelta a la velocidad.
Las caídas casi siempre son a plomo, y las subidas, en una escalera lenta, de caracol. Así en la bolsa como en nuestra intimidad y nuestro cuerpo. Si tardaremos mucho o poco en sanar, nadie lo sabe. De momento quedan los efectos negativos visibles de este laberinto del Minotauro sin hilo de seda (nadie ha tenido la verdadera respuesta a cómo afrontarlo),: soledad, depresión, ansiedad, desgana, atrofia muscular. Melancolía por lo perdido, en términos más poéticos.
El cuerpo
La mayoría hemos pasado por una extraña relación con nuestro cuerpo durante el confinamiento. La conciencia de los músculos, de la posición que ocupábamos en la casa, de nuestros límites en el movimiento. El bucle y la atrofia. Han sido días de sentirlo extraño, ajeno a nuestra conciencia. Incluso si hemos hecho deporte cada tarde o nos hemos vuelto yonkis de los miles de directos de Instagram, nuestro cuerpo se ha enlentecido y ha desvelado su latencia. Una hibernación sin excesiva alegría. Costaba asumirlo.
La mayoría de grupos de psicólogos y expertos en la actividad física y el deporte coinciden en señalar los efectos de una parálisis como esta en nuestra herramienta para la vida. La atrofia muscular merma la capacidad funcional, más grave en los adultos, que en tiempo de inactividad perdemos más fuerza y masa muscular que otros grupos de población (los niños). Más peligroso es el efecto del sedentarismo en pacientes con enfermedades crónicas como la obesidad, la hipertensión, la diabetes o algunas cardiopatías. Todos hemos sido vulnerables estas semanas, pero unos mucho más que otros.
Es tiempo, por tanto, de desoxidarnos. Hay muchas maneras de afrontar la vuelta a la movilidad. Entre las que los expertos recomiendan están aquellas que pasan por no limitar el movimiento a la sesión de deporte diaria y los 30 minutos recomendados. También hay que levantarse y caminar cada 90 minutos, si hemos estado ese tiempo sentados, realizar ejercicios de movilidad que afecten a estructuras corporales básicas (la columna, rodillas, caderas, tobillos, hombros, cabeza). En definitiva, todo pasa por volver a poner nuestro cuerpo a punto. Incluso si evitas el deporte como la verdura, te conviene restaurar y encender otra vez el motor.
‘No estoy bien’
Si nuestro cuerpo es la cárcel inmóvil de esta crisis, desde luego solo es la carcasa que esconde otros efectos profundos del encierro durante estos días. La pregunta es obvia: ¿Qué nos ha pasado realmente en la cabeza? A esa, seguro, la ha seguido nuestra sed de poner límites, lo que los psicólogos refieren como la voluntad del ser humano por ‘saber lo que va a pasar’. Otra vez, la incapacidad de poner fechas y definir el horizonte de la posibilidad de un encierro estricto que, por suerte, ya está acabando.
Podemos fijarnos en las cifras de la compulsión que deja la pandemia: un aumento del consumo de drogas y psicofármacos, el repunte del consumo de alcohol diario, el límite de la ansiedad rebasado varias veces, incluso la soledad y la apatía, moneda de cambio común en nuestras charlas de Zoom. Nos hemos sentido solos y desamparados, y los psicólogos lo ponen con variadas palabras, que de nuevo coinciden. ‘Pueden aparecer pensamientos de tipo catastrofistas y anticipatorios, poniéndonos en los peores y más improbables escenarios, pero que nos generarán un gran malestar’.
Y a pesar del catastrofismo, las conclusiones quedan claras y tienen que asentarse: la soledad, el desamparo, la ansiedad son absolutamente normales. No hay que apresurar las soluciones ni los diagnósticos, aunque algunos piensen que nuestra memoria a corto plazo nos hará regresar a la vida de antes como buenas gentes con el cerebro lavado.
Los expertos de nuevo suscriben la necesidad de buscar un modo de reconstruirnos que vaya más allá del parche puntual. Pequeños cambios, pasos de hormiga que le concedan a la intimidad una estructura en la que podamos sostenernos. Mantener la casa ordenada y limpia, reservar algo de tiempo para cocinar, vestirse para el teletrabajo, reservar una parcela de tiempo para la risa con los amigos, aunque sea con el muro de la pantalla del ordenador. Todo suma en la recostrucción del tejido emocional que hemos perdido.
Nos salvaremos nosotros, con paciencia, pero también lo harán los demás. Nuestros vínculos. Y en eso también tenemos suerte, porque más pronto que tarde podremos reunirnos con los que queremos.