“Me operaron de cataratas y esto fue lo que pasó”: la experiencia de un hipocondriaco para tranquilizar a los miedosos

  • Hipocondriaco para más señas, narra con todo detalle (y algo de humor) lo que vivió antes, durante y después de su paso por quirófano.

  • “No puedo precisar cuánto duró la intervención, porque estaba como flotando en un metaverso, pero me parecieron cinco minutos”.

  • El doctor José Antonio Gegúndez explica los síntomas: “El cristalino pierde su transparencia y va tomando un color amarillento que produce visión de niebla”.

Las cataratas son como esas personas que nos ofrecen su amor pero a las que no hacemos caso y terminan yéndose: no somos conscientes de lo que teníamos hasta que lo perdemos. Como su avance es tan gradual, solo tras la cirugía te das cuenta con exactitud de lo que te pasaba (sobre todo si padeces cataratas en ambos ojos y de momento solo te han intervenido de uno, lo cual te permite comparar guiñando los ojos alternativamente, entretenimiento de lo más edificante).

Mi definición quizá no sería aceptada en el Diccionario Médico de Harvard, pero ahí va: ves el mundo como a través de un plato de Duralex amarillo; o, por hacer un símil más actual, como con un filtro vintage de Instagram al que se ha añadido un efecto que difumina la imagen.

Cuando hace seis años, en una revisión rutinaria, una oftalmóloga me advirtió de que tenía “principio de cataratas”, le di la misma importancia que si me hubiera dicho que me había salido una rozadura en un pie. No notaba nada raro más allá de mi inveterada miopía. Pero el año pasado empecé a percibir que veía peor: las letras de los carteles de la carretera se me presentaban de forma algo difusa y, en general, todo se me aparecía más oscuro. Por las noches, me quejaba del alumbrado público: ¡esas nuevas bombillas naranjas de las farolas serán preciosas… pero no alumbran! Pedí cita en el oftalmólogo, y me confirmó que aquel principio de cataratas había llegado a su final y afectaba a los dos ojos; en el derecho tenía un 15% de visión (con cristales correctores). Deslizó la palabra “cirugía” y me eché a temblar.

Para que no todo este reportaje quede limitado a mis viscerales impresiones, he creído conveniente pedir a un especialista que aporte el forzoso rigor. Es el doctor José Antonio Gegúndez, secretario general de la Sociedad Española de Oftalmología. “Las cataratas son la pérdida de la transparencia del cristalino —explica—, que es una lente natural que hay en el interior del ojo y cuya función es enfocar los objetos para verlos nítidos. La causa más frecuente (porque las hay congénitas, por inflamación, por procesos metabólicos) es la edad: a partir de los 60 o 65 años todas las personas tenemos cierto grado de catarata porque el cristalino se va esclerosando, endureciendo y perdiendo transparencia”.

Describe así los síntomas: “Normalmente empezamos por tener dificultades para enfocar los objetos de cerca. La presbicia es el estadio inicial de un cristalino disfuncional. Poco a poco ese proceso va haciendo que esa lente se vaya tornando en un color amarillento que va a producir visión de niebla, vamos a empezar a ver borroso; hay personas que se quejan por la noche de deslumbramiento y visión doble”.

No está este tipo de operación entre las más peligrosas que existen. Justificaré mi miedo cerval alegando que nunca en 57 años de vida me habían operado de nada, por lo que el quirófano y su fría parafernalia me infundían irresistible respeto. Además, hay en mi familia un tristísimo antecedente de resultado fatal tras una intervención relativamente sencilla de rodilla. Por último, conviene aclarar que soy un hipocondríaco radical; ante el mínimo contratiempo de salud, siempre me pongo en lo peor. Y redomado pesimista, pues, en general, las cosas que pueden salir mal, me salen mal.

Las pruebas previas no contribuyeron precisamente a tranquilizarme. Para asegurarse de que los ojos se hallaban en adecuado estado para ser operados, una doctora me sometió a eso que llaman “fondo de ojo”: me plantó una luz a un centímetro de las pupilas e insertó una plaquita de cristal entre el párpado y el globo ocular para un mejor reconocimiento.

Creo recordar que, incapaz de soportarlo, pegué un brinco y me puse de pie dando alaridos. La luz me hacía llorar como si estuviera viendo en bucle la escena de muerte de la madre de Bambi (al parecer, tengo fotofobia). Si eso era solo una prueba, ¡cómo sería la operación! Aunque la doctora demostró infinita paciencia (“¡Lo está haciendo muy bien! ¡Piense en otra cosa! ¡Ya solo queda medio ojo!”, decía la bendita como si hablara a un niño), me notificó que iba a rubricar el informe con la frase: “Nula cooperación”, y recomendó sedación. Me operarían primero el ojo derecho, que estaba peor.

Por eso cuando después de la intervención mi chica me vio salir de la zona de quirófanos dando tumbos y con la bata desgarrada por el pecho, pensó que mi aciago vaticinio se había cumplido: que incapacitado para aguantar el trance, había saltado de la mesa de operaciones, me había arrancado los cables y había salido corriendo de allí.

En otra escena que yo vislumbraba era el cirujano quien, harto de mi resistencia tras media hora de intentos, abandonaba la sala quitándose bruscamente guantes y mascarilla y exclamando: “¡Lo dejo por imposible!”. Ni una cosa ni otra se dieron; la rotura de la bata la realizaron las enfermeras para pegarme los parches a los que se conecta el aparato que mide la frecuencia cardiaca.

Desde varios meses antes (pues a partir de que me prescribieran la intervención hasta que me dieron cita pasaron cuatro), me lancé una labor detectivesca asediando a preguntas a amigos y conocidos sobre esta modalidad quirúrgica. Todos me decían que habían operado de cataratas a su padre o a su madre, y que era coser y cantar, pero no me valía: anhelaba información de primera mano.

En Internet solo había nociones vagas. Por suerte, un amigo músico, guionista y productor, con quien comparto lamentos futbolísticos en Twitter, y al que habían intervenido poco antes, me llamó y me contó con precisión los pormenores. “Es cosa de diez minutos”, fue con lo que me quedé. “Ahora, cuando voy al estadio, veo hasta los números de las camisetas”.

Los preparativos

La operación de cataratas consiste en agujerearte el ojo con una especie de aspiradora del tamaño de un alfiler que retira la catarata (el cristalino empañado y amarillento por los años) y, con otro artilugio de equivalente grosor, insertar una lente intraocular recién salida de fábrica, transparente como el agua, con lo que desaparece total o casi por completo la miopía.

Esa es la parte buena. La mala, y dado que los miopes solemos ver bien de cerca (hasta ahora, para leer un libro me quitaba las gafas y tan ricamente), la operación te integra en el grupo de aquellos que ven correctamente de lejos pero a partir de cierta edad necesitan gafas de lectura. Un inconveniente menor, ya que después de una vida entera con monturas colgando de nariz y orejas a todas horas, el tener que usarlas solo para leer o mirar pantallas resultaba alentador.

“Muchos de los pacientes —señala el doctor Gegúndez— prefieren quedarse algo miopes, al menos en un ojo, para ver bien de cerca como estaba acostumbrados. Con una lente monofocal, que lo que hace es enfocar los rayos de luz que inciden en el ojo y atraviesan esa lente, va a enfocarse en un solo punto en la retina calculado para que se vea bien de lejos. De cerca, como esa lente no va a enfocar, hay que utilizar gafas de presbicia”.

La lente monofocal es la que por defecto implanta la Seguridad Social. Como andaba preocupado con el tema, simultáneamente pedí cita en una consulta privada, donde coincidieron con el diagnóstico pero me ofrecieron un amplio catálogo de lentes, que incluía bifocales y trifocales.

Con estas últimas ves de maravilla de lejos, de cerca y a media distancia. Por cualquiera de esas lentes debía abonar una cantidad, lo que me pareció paradójico al estar pagando el seguro privado (el implante de lentes monofocales, las básicas, me salía por 1.400 euros cada ojo). La Seguridad Social te lo hace gratis, aunque solo trabaje con lentes monofocales, por lo que tardé medio segundo en decirirme por esta opción.

Hubo otra razón. El médico privado me apuraba para pedir cita de cara a la intervención. En cambio, el de la Seguridad Social encontró, tras un exhaustivo examen, que tenía unos pequeños desgarros en la retina que convenía soldar con láser antes de la operación, toda vez que en el trascurso de la misma se crea un vacío en el ojo que podía saldarse con desprendimiento. Me pareció lo más prudente. Me sometí a la cura con láser argón, lo que explica el numerito del cristal dentro del ojo y los cuatro meses de dilación.

A la doctora que con tan tanto estoicismo soportó mis quejas en la prueba he de reprocharle, sin embargo, que fuera extremadamente explícita en la descripción de la posterior intervención. “Le pondrán una luz”, dijo, y me miró como preguntándome: “¿Podrá aguantarlo?”. Además, al leerme mis derechos (los riesgos que entrañaba), me dio datos que me dejaron aterrado.

De cada 2.000 operaciones alguna salía mal, debía repetirse y, en caso de infección, el paciente podía incluso perder el ojo. Seguramente está obligada a decirlo, pero existe un concepto que se llama “tacto”. Mis rápidos cálculos mentales estimaron altísima la cifra: ¿cuántas operaciones de cataratas se efectuaban al día en España? ¿2.000? ¿Cada día alguien en nuestro país se quedaba tuerto? Esto, y la amenaza de la luz, me mantuvieron en profundo desasosiego hasta el mismo momento en que entré en quirófano.

Ese lunes, cuando salí de la consulta, todo se precipitó. Al día siguiente (¡verídico!) me llamaron para comunicarme que me operaban el lunes de la semana entrante y antes, el viernes, debía realizar el preoperatorio con el anestesista. De modo que el viernes por la mañana me desplacé por enésima vez al hospital para una analítica y un electrocardiograma.

Esa misma tarde regresé al centro para que me viera el anestesista. De él dependía tanto la anestesia para el ojo como la necesaria sedación. Me indicó que las pruebas matinales habían arrojado resultado satisfactorio (lo que me dio gran consuelo: ¡solo habría faltado que en unos análisis para la operación de cataratas me hubieran sacado que tenía alto el colesterol o los triglicéridos!) y, sometido a feroz interrogatorio por mi parte, respondió caritativamente.

Me explicó paso a paso el proceso. Creí entender que la sedación era lo último que me pondrían, lo que juzgué craso error. A la salida le dije: “¡Ojalá sea usted el que esté en el quirófano!”, y le estreché la mano; y no le besé los pies porque había una mesa de por medio.

Había iniciado el tratamiento preoperatorio, que consistía en echarme en ambos ojos un colirio de antibiótico cada ocho horas y limpiarme bien los párpardos con una toallitas especiales que para poder comprar casi debo pedir un préstamo bancario. El tratamiento se complicaba durante la hora previa a mi cita para la operación: debía aplicarme unas gotas cada media hora y otras cada quince minutos, evitando hacerlas coincidir.

Como el hospital estaba en una localidad de la sierra de Madrid, mi chica, que amablemente me condujo en coche hasta allí, se veía obligada a parar cada pocos minutos en el arcén, pues era la única manera de asegurar que, por culpa de las curvas, las gotas, en vez de en el ojo, cayeran en la nariz o, peor aún, el botecito se me resbalara de la mano y golpeara directamente el globo ocular, provocando un estropicio de imprevisibles consecuencias.

Aparcamos en el hospital y, sin bajar del coche, me fumé un pitillo, cual reo en capilla. Junto con un chico joven que iba solo y un señor de unos 70 años con muletas a quien acompañaba su mujer, nos pasaron a un vestuario donde debíamos ponernos la antiestética bata de paciente, gorrito, fundas para los pies y una prenda interior semejante a un pañal. Disponía de cabinas donde cambiarte, maniobra que me llevó veinte minutos porque, por el tembleque de manos, todo se me caía al suelo. En mi paroxismo, llegué a ponerme el gorrito en un pie y el pañal en la cabeza. Incapaz de realizar el nudo a la bata, recorrí los dos metros hasta donde esperaban los acompañantes pegado a la pared y pedí a mi chica que la atara.

La entrada en quirófano

Según pude observar, en dicho hospital tienen un estricto protocolo para intervenciones que luego no se cumple. Nos dijeron, por ejemplo, que, por la ley de protección de datos, no nos llamarían por el nombre sino por el número que aparecía en la pulsera adhesiva que nos habían endilgado al llegar.

Sea como fuere, estábamos los tres cautivos esperando en el vestuario cuando se abrió una puerta, se asomó una auxiliar y dijo: “¡Miguel Ángel!”. Entonces el chico respondió: “¡Yo!”, y más ancho que largo desapareció tras la puerta con la chica. ¿Podía ser que de un reducido plantel de tres personas dos nos llamásemos igual? ¿Y si… y si fruto de esa terrible coincidencia al chico le operaban de cataratas y a mí… me sometían, yo qué sé, a una vasectomía?

Llamaron luego al caballero de las muletas y, por último, la puerta se abrió y un auxiliar dijo: “¡Miguel Ángel!”. Me despedí emocionado de mi pareja (le pregunté: “¿Estás nerviosa?”, y aunque presumiblemente lo estaba, esbozó un “no” que trataba de sonar convincente), y me dispuse a seguir al muchacho que me esperaba, mientras yo repetía neurótico: “¡Cataratas, cataratas!”, por si aún había tiempo de subsanar la confusión. El chico me mostró un papel donde ponía mi nombre completo y debajo: “Oftalmología”. “¿Este es usted?”, me preguntó. “¡Sí! Pero es una operación de cataratas, ¿verdad?”, inquirí una vez más.

Me condujo a una habitación, me lanzó contra un sillón incomodísimo, me pinzó un dedo con un cable para medir mi frecuencia cardiaca y desapareció. Al cabo de un rato se materializó una chica con una especie de perchero plateado con ruedas y una bolsa con líquido, dispuesta a meterme un aguja de por lo menos medio metro en el dorso de la mano. “¡Qué me va a hacer!”, pregunté. “¿Nunca le han puesto una vía?”. “Pues no”. “¿Nunca le han operado, nunca le han hecho una prueba…?”, insistió sorprendida. “No”. El caso es que me pinchó y se fue tan campante.

Decir que la espera se me hizo eterna sería quedarme muy corto. En esos instantes ya solo pensaba en la sedación: ¿cuándo diantres me la pondrían? Me di cuenta de que si el dedo pinzado lo movía para arriba o para abajo, el pitido del electro, sin variar de ritmo, pasaba de “do” a “re”, por lo que me entretuve tratando de sacar la melodía de “Moonriver”, pero no lo conseguí. Por lo demás, cada vez me sentía más extrañamente tranquilo.

Cuarenta y cinco minutos después de que me depositaran en esa inhóspita habitación, un fornido auxiliar me sacó de allí y me hizo una tournée por las instalaciones de camino a la sala de operaciones. “¡Qué frío tenéis aquí!”, le hice notar, sensación que confirmó con un gruñido.

Llegamos a la puerta del quirófano, donde me pareció ver al anestesista del viernes (¡qué bien, era el mismo!) y a un hombre joven con gafas de pasta que se presentó como el cirujano. El sillón que me portaba se reclinó: resulta que era la mesa de operaciones. Al anestesista nunca más lo ví; el cirujano me fijó la cabeza con unas tiras creo que adhesivas y me cubrió el ojo que no iba a operarme con una tela de gasa o algo así.

Costó un poco que me sujetaran los párpados con un pequeño fórceps como los de La naranja mecánica, pero a la tercera quedó fijado. A continuación, una enfermera me rasgó la bata para pegarme los electrodos en el pecho y derramó sobre el ojo un líquido no identificado. “¿Es la anestesia?”, pregunté. “Sí”, dijo. “¡Pues vacíe el bote!”. Y juro que tras mi patética petición aún me echó un chorreón más.

En este punto he de reconocer que la marcada perturbación que los procesos médicos insuflan en mi ánimo me lleva a proferir ante facultativos y personal sanitario este tipo de bromas sin gracia con las que intento romper el hielo conmigo mismo.

La suerte estaba echada, o como decían los antiguos romanos: “Ave, César, morituri te salutant” (bueno, la frase es otra, pero sirve igual). En algún rincón de mi cabeza seguía preguntándome por la maldita sedación, pero para entonces estaba sumido en una rara relajación por la que todo me daba igual. “Mire la luz”, me pidió el cirujano, y fue fácil hacerlo, porque no veía otra cosa que una luz. Y tras efectuarme una minúscula incisión que no noté, hizo su trabajo. No puedo precisar cuánto duró la intervención, porque estaba como flotando en un metaverso, pero me parecieron cinco minutos.

“Es la cirugía que más se realiza en el mundo”, apunta el doctor Gegúndez. “Como está relacionada con la edad, es muy frecuente. Hoy en día el cristalino se extrae mediante una técnica conocida como facoemulsificación: se introduce un terminal muy fino a través del ojo mediante una incisión de unos dos milímetros. Por ultrasonidos, disuelve y aspira la catarata. En su lugar se coloca una lente intraocular, un cristalino artificial”.

En mi caso, y según leo en una tarjeta que me dieron, la lente implantada está fabricada por Alcon Laboratories en Forth Worth, Texas (Estados Unidos), y es de +12.0 D. El doctor consultado aclara qué representa esa cifra. “Son las diotrías que tiene la lente. Una lente suele tener alrededor de 20 dioptrías.

Una lente de +12.00 dioptrías suele ponerse en personas que tenían cinco o seis dioptrías. Aprovechando que hay que extraer ese cristalino opaco, se corrigen las dioptrías de miopía para ver bien de lejos y tener en la gafa cero dioptrías de lejos. La graduación se elige en función de las medidas biométricas del ojo”.

Me devolvieron a la sala donde había estado esperando, y allí permanecí ¿diez minutos?, hasta que una auxiliar me pidió que me levantara, me acompañó a la salida (“Meee mareeeo… un… poooco”, logré articular) y fue cuando reaparecí tambaleándome y con la pechera rasgada.

El posoperatorio

Una hora después (o menos: lo que tardamos en coger el coche y volver a Madrid capital) estaba entrando con paso decidido en una farmacia para comprar las gotas del posoperatorio. Más decidido aún, y como estaba en ayunas, me senté en una terraza con mi chica a dar buena cuenta de dos cervezas por cabeza y una ración de bravas. Había leído que entre las recomendaciones tras la intervención estaba el no beber alcohol, pero ese soy yo: un miedica con los trajines médicos pero, a la vez, un alegre insensato (así que no hagan lo mismo y eviten la ingesta de alcohol después de la operación).

Y aunque sentía alguna molestia en el ojo operado, como si tuviera arenilla, veía muy bien. La lente intraocular había erradicado la miopía. Aun así, su inesperada transparencia hacía que lo distinguiera todo con inusitada nitidez; todo era más blanco y brillante, y además seguía con la pupila dilatada, por lo que el uso de gafas de sol se hizo imprescindible durante un par de días (tampoco más). Recuerdo que me preparé un par de huevos fritos y, fascinado con su colorido, me dio hasta pena comérmelos.

A la mañana siguiente tenía cita con el cirujano. Al entrar en la consulta, quedé impresionado. ¡Qué tipo más guapo! Si hubiera hecho un casting para Anatomía de Gray le habrían dado un papel protagonista. La víspera solo me habían llamado la atención sus gafas de pasta. ¿Acaso ahora que había recobrado mi agudeza visual iba a ver a todo el mundo más guapo? El joven galeno exploró el ojo y decretó: “Está perfecto”, en un tono que daba a entender que más que congratularse por el paciente, estaba encantado de su gran trabajo y, en general, de haberse conocido.

Me ventiló con unas breves instrucciones (evitar dormir sobre ese lado, realizar esfuerzos y levantar peso), pero yo llevaba preparada una ristra de preguntas en el móvil. ¿Cuándo podría reincorporarme al gimnasio? “En dos semanas”. ¿Podría bañarme en una piscina? “Mejor que no, porque su agua tiene muchos gérmenes”. ¿Que hago con las gafas, ahora que veo bien de un ojo? “Quite el cristal”. ¿Y si en vez de una gota me echo dos? “No pasa nada, lo importante es asegurarse de que cae en el ojo”.

Y, ejem, dado que el ejercicio vigoroso está contraindicado, ¿puedo mantener relaciones sexuales? Dejó de teclear algo en el ordenador, me escrutó por encima de sus gafas y repuso: “Depende de la intensidad”. Por su expresión, supe que pensaba: “A su edad, no creo que sea mucha”.

Le devolví una mirada desafiante que significaba: “Eh, no estés tan seguro”. Ya me había levantado para tomar la salida (“Iba a decirle que ha sido un placer, pero no creo que sea la expresión adecuada”, le solté) cuando recordé que aún tenía algo que dilucidar. “¿Cuándo me pusieron la sedación?”, pregunté. “Iba en la bolsita del gotero”, aclaró. ¡Acabáramos! ¡Por eso antes de entrar en quirófano ya estaba como en una nube!

Puntualmente seguí el tratamiento posoperatorio, consistente en echarme en el ojo unas gotas antiinflamatorias cinco veces al día la primera semana; cuatro la segunda; y así, en progresivo descenso, hasta cinco semanas; y otras gotas, del mismo antibiótico que había tomado antes de la intervención, cuatro veces al día solo la primera semana. Peor llevé el apañarme con las gafas.

Como llevarlas sin cristal me parecía un cante, opté por ir a una óptica y pedir que me pusieran un cristal neutro, el más barato que tuvieran, pues supuestamente cuando me operasen el otro ojo ya no las iba a necesitar. Quince euros me costó, lo que me pareció bastante razonable. Cambié también el cristal de las gafas de sol, que me salió por 9.

“La cirugía tiene un posoperatorio fácil —afirma el doctor Gegúndez— porque la pequeña incisión va a cicatrizar muy rápido, de cuatro a siete días. Pero lógicamente debe consolidar, por lo que hacer esfuerzos físicos violentos o agachar la cabeza, lo que induce a un aumento de la presión en la zona a nivel torácico craneal, puede hacer que en algunas condiciones esa incisión se reabra. Por eso no se recomienda hacer ejercicio durante un mes. Pero por lo demás se puede llevar una vida completamente normal”.

Pero los primeros días veía mejor sin gafas que con las gafas adaptadas a mi nueva realidad. Con ellas me mareaba. Aunque a fuerza de insistir, terminé por acostumbrarme. La sensación de que algo se me había metido en el ojo desapareció al quinto día.

Cuando haya pasado un mes desde la intervención, me convocarán para (espero) darme el alta —en el momento de redactar este escrito han volado tres semanas— y, de paso, citarme para arreglar el ojo izquierdo. Si he de ser sincero, estoy muy contento de haberme operado, pues pese a mis infundados temores, de la intervención casi ni me enteré y ahora veo como un lince. Eso sí, tengo pendiente el otro ojo y, por si las moscas, defenderé con uñas y dientes que me pongan la indefectible sedación.