A lo largo de nuestra vida, leemos cantidad de estudios sobre qué alimentos son óptimos para nuestro organismo y cuáles son más perjudiciales o acerca de la cantidad de nutrientes que debemos ingerir para obtener beneficios. Sin embargo, además de hacer hincapié en lo que comemos, es importante que también lo hagamos en cómo lo comemos.
El ritmo vertiginoso y los horarios laborales son los culpables de que muchas veces, a la hora de almorzar, lo hagamos de forma rápida y totalmente automática. Somos conscientes del alimento que estamos ingiriendo pero no de la velocidad a lo que lo hacemos, un factor sin duda muy importante a la hora del proceso y en la posterior digestión ya que dependiendo de ese ritmo al comer, se verán más o menos afectadas las propiedades de lo consumido y de la reacción de nuestro cuerpo.
Según Sarah Berry, experta en nutrición en el área de salud cardiometabólica en el Kings College de Londres, “no solo cambia la velocidad en la que la comida entra a tu estómago sino que también a la que entra en tu tracto gastrointestinal. Esto tiene un efecto dominó en la liberación de las hormonas que te anuncian si estás lleno o si sigues con hambre”, lo que conlleva una percepción errónea de la sensación de saciedad.
Al comer más rápido que la media de las personas, es más fácil presentar sobrepeso, grasa y altos niveles de colesterol LDL, conocido como “el malo”, debido a que el organismo no cuenta con el tiempo suficiente para procesar los alimentos de forma adecuada, un proceso que puede tardar entre 5 y 20 minutos. De esta manera, estaremos ingiriendo más alimentos de los que necesitaríamos realmente para funcionar, un total de entre 100 y 200 calorías más que los que comen a una velocidad más pausada.
Del mismo modo, al consumir de forma acelerada carbohidratos liberaremos menos insulina, lo que provoca que aumenten los niveles de glucosa en sangre que, a largo plazo, pueden causar diabetes tipo 2 o enfermedades vasculares si se acumulan en las arterias.
Sin embargo, comer muy lento también presenta diversas desventajas. La liberación de nutrientes se retrasa y se produce una supresión más prolongada de las hormonas del hambre, lo que nos lleva a sentirnos llenos de manera rápida e ingerir menos nutrientes de los establecidos.
En conclusión, y según señalan los expertos, las comidas deben durar alrededor de los 20 minutos, que es el tiempo que tarda en llegar la sensación de saciedad a nuestro cerebro.
Cambiar un hábito tan arraigado como este no es sencillo, sin embargo, puedes probar en apoyar los cubiertos en el plato y beber agua entre bocado y bocado. También debes evitar distracciones y probar a ser consciente de la masticación y triturar más los alimentos o reducir los ultraprocesados, cuya textura es más blanda que la del resto y aumentan nuestra velocidad entre un 30% y 50%.