¿La depresión navideña va a la izquierda o la derecha del plato? ¿Y el malhumor? ¿Y las deudas? Desde el primer anuncio de Navidad a la resaca los Reyes Magos, una buena parte de la población mundial no deja de refunfuñar. Y puede que con motivo. Existen trastornos mentales típicamente navideños que a menudo pasan por alto o son confundidos por esas manías y rarezas que se van acentuando con la edad. Son principalmente cuatro -aversión social, estrés y autoexigencia, tristeza repentina y compras compulsivas-, aunque podríamos aunarlos bajo un único paraguas, el de la fobia a la Navidad.
Es el sentimiento negativo con el que alguna gente se anticipa a las reuniones y festejos de la Navidad. Va más allá de la timidez, según el Instituto de Salud Mental de Estados Unidos. "Se trata de un temor intenso y persistente a ser observado, evaluado o analizado". Es miedo a ser juzgados por los demás, inseguridad en uno mismo y ansiedad ante la posibilidad de conocer gente nueva. Puede aparecer incluso varias semanas antes de la Navidad y a veces lleva a rechazar cualquier compromiso social en el que de antemano intuyen que les causará desasosiego o malestar.
Según la psicóloga Lisette Katherine Huertas, tiene mucho que ver con la autoexigencia y la sensación de no haber alcanzado determinados objetivos. Es algo que se acentúa, en su opinión, en torno a la Nochevieja, cuando nos da por revisar nuestros logros profesionales, personales o familiares. Y lo peor es que las conversaciones con familiares o las reuniones con los amigos se prestan a este juego tan arriesgado para las personas que padecen aversión social.
Deberíamos acostumbrarnos a que la Navidad ni impone ni trae nada consigo. Ni tristeza, ni alegría; ni paz ni guerra; ni amor ni desamor. Tres investigadoras de la Universidad de Utah (Estados Unidos) dieron con una curiosa solución que puede resultar eficiente: decorar la casa de Navidad. Encontraron una relación directa entre la decoración y las relaciones con nuestros vecinos. Su estudio, publicado en Journal of Environmental Psychology, concluyó que el gesto de vestir de Navidad el hogar transmite amabilidad y una mayor predisposición a sociabilizar.
Habría que tener el don de desaparecer para conseguir escapar de ese espíritu navideño que se empeña en martillear a ritmo de zambomba, lucecitas, sonido de villancicos, felicitaciones o encuentros. Todo en grado tan superlativo que provoca en algunas personas auténtico aturdimiento. Tan prolongado que podría derivar en síndrome de estrés crónico a causa de la sobrecarga social. Aún no hemos sacado los abrigos y los comercios ya nos empiezan a aturullar con mensajes navideños. Si contamos el tiempo de resaca -proporcional a los años que cumplimos- y los meses que tardaremos en devolver el préstamo para hacer frente a los gastos o quitarnos los kilos ganados, fácilmente llegamos al verano con la Navidad aún a cuestas.
También se conoce como depresión blanca y, aunque suena muy bien, no deja de ser un estado de ánimo negativo. Los aprietos económicos o las circunstancias individuales para responder a las expectativas navideñas generan en muchas personas frustración, a menudo motivada por el sentimiento de soledad. No obstante, Antonio Cano Vindel, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés, aconseja diferenciar el bajón navideño, que genera desánimo o tristeza, de la depresión patológica, cuyos síntomas más comunes son la tristeza constante, la pérdida de interés o la falta de autoestima.
La Navidad coincide con el inicio del invierno y los ritmos circadianos sobre nuestro organismo deben ajustarse a esos cambios de luz. Investigadores del Instituto de Investigación Baker en Melbourne (Australia) encontraron que la baja luminosidad del invierno provoca una bajada de serotonina, un neurotransmisor muy relacionado con el control de las emociones y el estado de ánimo. Cuantas más horas de sol y más luminosidad, menos problemas afectivos. Recibe el nombre de síndrome afectivo estacional y se caracteriza por somnolencia, apetencia de carbohidratos, aumento de peso y aislamiento que expresamos como un deseo imperioso de hibernar.
La Navidad tiene ese extraordinario don de generar necesidades, propias y ajenas, de manera que acaba creando en algunos cerebros un peligroso e indisoluble vínculo entre compra y placer. El compromiso de regalar se convierte en el gancho perfecto para alcanzar ese estado de bienestar que le produce comprar. Todo está perfectamente dispuesto para gastar sumas de dinero que se pueden ir muy fácilmente de la mano: los ritos, la celebración, la importancia del regalo como forma de cohesión social y los decorados en rojo y dorado que el cerebro asocia de inmediato al poder y a la ilusión.
Para hacernos una idea, el 36% de los españoles aplaza con la tarjeta de crédito alguna de sus compras navideñas. Pero una cosa es la compra excesiva y otra la compra compulsiva, una conducta claramente patológica y muy problemática porque implica una pérdida absoluta de control. Se llega a ella cuando se busca la sensación de placer en las compras para compensar sensaciones desagradables. Se calcula que un 7% de la población española padece este trastorno. En Navidad se puede enmascarar, puesto que las compras entran en la normalidad.
La Asociación Estadounidense de Psicología (APA) ha editado una lista de pautas muy sencillas para ayudar a rebajar el estrés de estas fiestas: