Si de una boda sale otra, de los funerales sale narrativa interminable e hilarante, de esa que no se olvida. Los últimos actos fúnebres en las familias reales son todo un ejemplo de cuánto puede dar de sí este último adiós a un ser querido: encuentros, desencuentros, ausencias, presencias inesperadas, recuerdos y otros mil detalles a los que algún agorero añade color con un poco de superstición. Con más o menos ostentación, la muerte nos iguala en el guion. Y ocurre que cuantos más años sumamos, más abultado es nuestro anecdotario. Basta con mencionar la palabra funeral para que se abra un hilo interminable de historias vividas en un tanatorio.
Las crónicas que recoge Juan Carlos León en su libro '¿Quién cantará en tu entierro?', referidas a músicos, se quedan flojas frente a otras más anónimas que han vivido los uppers que comparten con nosotros su experiencia funeraria. Casos como el del músico de jazz estadounidense Chet Baker, cuyo féretro enfrentó a su hija Melissa y a la amante, Diane Vavra, se repiten de forma más cotidiana de lo que podemos imaginar. Incluso excentricidades al estilo de la cantante de rock e icono hippie Janis Joplin, que dejó pagada una fiesta en Lion’s Share de St. Anselmo, California, con el deseo de que bebieran sin freno.
La viuda del músico Sam Cooke, Barbara Campbell, llegó al entierro de su marido de la mano de Bobby Womack, vestido con ropa del difunto y conduciendo su coche. Contrajeron matrimonio poco después. Sin llegar a este descaro, tenemos una anécdota similar. Unos lo cuentan con humor y otros dándole profundidad psicológica. En todos se descubre el peculiar modo que tenemos de mirar la muerte.
Ocurre a menudo y en cualquier contexto, pero en un funeral la situación resulta más incómoda. A Yolanda, una asturiana de 53 años que trabaja en la administración de Correos madrileña, su incorregible incontinencia con la risa le ha llevado a restringir su asistencia a lo estrictamente necesario. "Me ocurrió por primera vez tras la muerte de mi abuelo, hace 21 años, en mi tierra. Falleció en casa después de varios días de agonía que nos dejaron agotados. Por los nervios, la falta de sueño o el propio desenlace, no pude reprimir la risa cuando empezó el desfile de mujeres de negro ante la caja y, en lugar de recibir el pésame, fui yo quien lo di. Fue muy incómodo y provocó mucho enfado. Y lo peor es que más de uno se contagió. El espectáculo no pudo ser más embarazoso", nos cuenta.
Desde entonces, cada vez que oye la palabra tanatorio le viene la imagen a la cabeza y se promete a sí misma que no volverá a ocurrir. "Cuanto más lo intento, más difícil. Es una risa nerviosa y la ansiedad por evitarla resulta aún más contraproducente". Por lo que ha visto y le han contado, asegura que en los municipios pequeños la muerte se vive con especial vehemencia, dando lugar a leyendas que se cuentan con un punto esotérico irresistible. "En el pueblo siempre se ha hablado de un panadero al que oyeron gritar desde el féretro y hubo que volverlo a abrir para cotejar que estaba muerto y muy muerto. Desde entonces no faltan historias sobre si le han visto vagar por las calles o si se escucha un lamento lejano a determinada hora".
Jardiel Poncela contaba la anécdota de un hombre que, cada vez que veía el libro de condolencias en el portal de un edificio, subía hasta el piso y, después de las oportunas condolencias, se acercaba al ataúd y gritaba: ¡Se ha movido! También la actriz Silvia Abril, con su característico humor, relató en televisión la vez que tuvo que acompañar a su madre a un velatorio por un muerto que resultó no ser el que ella había imaginado. La sorpresa cuando le vio aparecer por el pasillo fue mayúscula.
Las damas de compañía de Isabel I, hija de Enrique VIII, escucharon cómo el cuerpo explotó dentro del ataúd, durante las exequias fúnebres. La explicación que se dio entonces fue que la falta de acuerdo sobre el lugar donde se oficiaría la ceremonia retrasó el entierro un mes y el cadáver se encontraba en avanzado estado de descomposición.
Carlos, consultor de 52 años, se burla de sí mismo por su equivocación cuando asistió hace año y medio al tanatorio madrileño de la M-30 para despedir a un compañero que había fallecido en accidente de coche. "Pregunté a un colega en qué sala estaba, pero no se me ocurrió pedir información del tanatorio. Cuando llegué, me dirigí a la sala indicada y ofrecí mis condolencias a la familia. Me quedé un buen rato a la espera de ver alguna cara conocida y charlé animadamente con algunos familiares. Me sorprendió que la pérdida tan trágica de una persona relativamente joven no provocase una tristeza mayor en sus allegados. El ambiente era más bien relajado, como si el muerto fuese un pariente lejano o poco querido".
Al día siguiente, se dio cuenta del error al preguntar a sus compañeros por qué no había ido ninguno al funeral. "Todos estuvieron presentes, pero en el tanatorio correcto, el de San Isidro", concluye. Todavía se sonroja cuando lo recuerda y no ha dejado de preguntarse a quién veló exactamente.
A Ricardo, también consultor y compañero de Carlos, algo mayor que él, le pidieron recientemente que vistiese de blanco para acompañar a la familia de una vecina que acababa de morir de un cáncer. "La mujer había planificado de forma muy detallada su propio funeral y dejó instrucciones muy precisas. Quería una música determinada, la lectura de un poema y algo de creatividad. Sinceramente, preferí desistir y di el pésame unos días después de una manera más personal".
La funeraria zaragozana El Paraíso ha recopilado algunas de las historias que han ocurrido allí y entre ellas destaca el caso de un anciano viudo que pidió que la corona de flores llevase la inscripción "Un marido que no te quiere ni miaja". A pesar de la extrañeza que causó en los empleados, resultó ser un guiño de amor a su mujer.
"La gente se anima cuando hay un funeral -dice Begoña, empleada de hogar de 48 años. Es la ocasión de reencontrarse, ponerse al día y recordar. No caemos en ello hasta que nos toca de una manera directa. En el funeral de mi madre solo faltaron palmas. La gente sacaba sus móviles y enseñaba lo creciditos que estaban sus hijos o recordaban con carcajadas si uno fue novio de tal o de cual".
Recuerda que su madre, una mujer de pueblo, era asidua a los funerales. "Para cada muerto encontraba una razón para acompañar a sus allegados. Si no era por el difunto, lo hacía por los hijos y, si no, por los sobrinos. Siempre volvía a casa con algún chisme". Lo más bochornoso que ha vivido Begoña fue durante el funeral del tío soltero de su marido. "Ocho sobrinos con sus respectivas parejas se pusieron a discutir a gritos cuestiones monetarias, escrituras de propiedades y las veces que había ido cada uno a visitar al pobre hombre. Ese día deseé con fuerza que el tío levantase la cabeza sobre el ataúd". Evidentemente, no sucedió y la familia sigue en litigio.
Juan Carlos, economista de 57 años, confiesa con pudor algo que sufrió en primera persona al morir su hermano. Casado y con tres hijos, nunca dio un motivo para pensar que algo pudiese ir mal en su matrimonio, pero su trabajo como piloto le facilitó ocultar una doble vida que, a medida que avanzó el velatorio, se descubrió que estaba tan asentada como su vida oficial. "Mi cuñada tuvo que compartir su espacio de viuda con otra mujer que recibía igualmente el pésame. Sus propios compañeros se mostraron confusos. No sabían quién era quién. Ese día, mi madre aparcó por un momento la pena y encontró los arrestos suficientes para echar a todos y cerrar la sala hasta que la tormenta escampó".
Para rumores, los que estuvo a punto de provocar el funeral por Vicente Blasco Ibáñez si no se hubiese deshecho el entuerto a tiempo. La asociación que lleva su nombre recuerda en su página de Facebook el alboroto que provocó la esquela del escritor valenciano, fallecido en 1933, cuando en la imprenta confundieron la senyera (bandera), donada por el alcalde valenciano Ricardo Muñoz Carbonero, por señora. El resultado fue el titular "…enterraron a Blasco Ibáñez con la señora de Muñoz Carbonero". Con estas cosas, nadie que haya pisado un tanatorio o asistido a un entierro podrá decir que es un momento frío y deshumanizado.