No hay nada que enfade más a un adolescente que escuchar que sus problemas no son 'reales'. En principio porque esto es una falacia: aunque a veces no entendamos su origen, la ansiedad, la depresión y otras enfermedades mentales aquejan a cerca de la mitad de la población en España, sin ir muy lejos. Pero sobre todo porque los mayores de 50 no dejamos de repetírselo machaconamente: "pon de tu parte", "esfuérzate", "diviértete", "tienes todo el tiempo del mundo"... y el 'favorito' de todos: "yo a tu edad....".
Y nos cuesta verlo, pero ese puede ser un problema mayor que tenemos que enfrentar. Así que el primer paso a seguir para intentar comprenderlos es sencillo: aceptar que el hecho de que no entendamos algo no quiere decir que no exista. Tratándose de nuestros hijos bien vale la pena el esfuerzo por internalizar esta reflexión.
En una columna publicada en El Confidencial, la (joven) periodista Andrea Farnós traza una radiografía del veinteañero español de clase media: "Cobro poco más de 1.000 euros y me gasto gran parte de mi sueldo en invertir en cosas que no me recuerden que mis planes de futuro se difuminan. Boxeo, yoga, terapia (privada), viajes, alcohol y tabaco. Tuve mi primer ataque de ansiedad a los 15, algo con lo que convivo a diario desde entonces. Lejos de eso, soy una tía normal y corriente. Lo curioso es que a las personas de mi entorno les están ocurriendo cosas parecidas. Está todo el mundo regular tirando a mal".
En otro momento de su artículo, la periodista cita a otra veinteañera que dice una frase lapidaria: "lo peor es que no me pasa nada". Y es ese, precisamente, uno de los grandes escollos que afrontamos quienes acompañamos a adolescentes y jóvenes en ese encontrarle un sentido a todo esto: que aparentemente no les pasa nada. Es aquí donde debemos aplicar una segunda reflexión para intentar un mejor acompañamiento: esa nada es algo. Sobre todo porque el llamado vacío existencial no es nuevo. Cada generación se enfrenta a estímulos negativos que la hace perder el sentido de la vida: las guerras, por ejemplo, suelen tener un efecto devastador. Es muy difícil entender los de los otros porque no son nuestras experiencias, por eso para ellos a veces somos el equivalente emocional de tu abuelita con WhatsApp: nunca lo va pillar.
En realidad, el problema es que si antes aceptábamos sin chistar que el trabajo era el medio (universal) para alcanzar un objetivo (común) que era el 'bienestar' (económico y 'por tanto' emocional) hoy los jóvenes no tienen ese objetivo grabado, como nosotros, en su personalidad. Dicho de otra manera, a nosotros se nos dijo que aunque estuviéramos en la mierda había un mundo por conquistar, y lo creímos o quisimos creerlo. Los chicos de la Generación Z ni se lo creen ni se lo quieren creer. Hay muchas, demasiadas pruebas, de que el mundo, al menos el mundo en el que les exigimos ser felices, tiene fecha de caducidad.
El tercer escollo es tal vez el más difícil de superar: cómo hacerles entender que la singularidad de sus experiencias responden a procesos similares que también nosotros hemos vivido y que pueden superarse. Porque no hay nada que enfade más a un adolescente que escuchar que 'todos pasamos por lo mismo'.
No, tal vez no hayamos pasado por lo mismo exactamente, pero hemos atravesado otros desiertos. Toca ser realistas con lo que les dejamos: que es en gran medida caos y desamparo existencial. Porque es solo encajando esa realidad, la suya, que podremos ayudarles a buscar las herramientas para construir otros refugios.