Mi amigo Xosé Luis Fortes paseaba hace algunos años por las vacías calles de Outeiro de Laxe (Allariz), cuando se topó con una pequeña capilla. Empujó la puerta despacio, sometiéndose al instinto. Gonzalo Suárez dijo hace unos días en El País que cualquier cosa que hace es siempre una búsqueda. Él y todos, supongo. Buscamos continuamente, sin necesidad de saber muchas veces qué. Por eso Fortes abrió la puerta. Al fondo distinguió la figura de un hombre con casulla morada. Misaba en soledad. Fortes se extrañó, pero enseguida también se sintió maravillado, pues al lado del sacerdote descubrió cinco perros tumbados, siguiendo la homilía, como si entendiesen.
Mi amigo llamó a ese huidizo acontecimiento, en un gesto de laconismo y obviedad, «la misa de los perros». Fue una bella excepción al hastío que despiden casi siempre las misas. Su declive es imparable, si bien a veces ocurre algo extraño, o disparatado, que nos devuelve la esperanza en la diversión como forma de dar sentido a la vida.
Esta búsqueda del placer, aunque se trate de religiones, fue lo que llevó al periodista radiofónico Basilio Rogado a hacer uno de los mejores anuncios en la época que conducía un programa musical. Entre disco y disco solía divulgar las actividades más sugestivas del fin de semana. Un sábado le pasaron una nota sobre la entronización en Toledo, al mediodía, del nuevo cardenal primado. Rogado tomó el papel y empezó a decir que, entre las «propuestas divertidas» para ese día, a las doce, en Toledo, «tienen ustedes un espectáculo…» Entonces se dio cuenta de que lo que venía a continuación no era propiamente un espectáculo. Y lo arregló a su manera, aclarando que se trataba de un «espectáculo tirando a religioso para los aficionados a la cristiandad».
Pero tal vez la ceremonia de la eucaristía sí sea un espectáculo. Y qué espectáculo, solo que desgastado por la repetición. Nada escapa al desgaste de la insistencia. Después de un número razonable de misas, estas empiezan a parecerse demasiado. Llega un día que puedes recitarlas casi de memoria. Se vuelven una especie de moviola de la anterior, que a su vez ya era una moviola de otra, y esta de otra... La moviola, por cierto, la inventó Tony Verna, un productor de la CBS que la puso en práctica en 1963, durante un partido de fútbol americano. La repetición de la jugada acabó por convertirse en una metáfora de la nostalgia. En algún sentido, todos buscamos aquel instante que tanta felicidad nos proporcionó, con la esperanza de vivirlo de nuevo.
Curiosamente, un día Tony Verna se aburrió de las retransmisiones deportivas y se hizo productor de la retransmisión de las oraciones multitudinarias de Juan Pablo II. Pero, cómo no, también la repetición desgastó su encanto. Nada como cuando lo inesperado sucede. En mi pueblo tuvimos un cura extremadamente aficionado a las cartas. Sostenía que el tute demostraba la existencia de Dios. Puede. No tenía otra cosa en la cabeza que la baraja. Lo absorbía. Jugaba incluso de pensamiento. Uno domingo, en la época que aún las misas transcurrían en latín y de espaldas a la feligresía, se giró para proclamar el «Dominus vobiscum». Pero ese día, al volverse y elevar y juntar las manos sobre su cabeza, como en clase de pilates, el delirio del tute lo llevó a decir: «¡¡Triunfan bastos!!». Quizá fue la mejor misa de la historia.