La lectura de Piedad Bonnett (Amalfi, 1951) es siempre un bálsamo para el alma, una lección de dignidad humana por su forma de responder con belleza a la tragedia que le ha brindado la vida. Cualquiera de sus efectos se amplifica al conversar con ella. Sus silencios, su introspección, el lenguaje de ese cuerpo que ella describe traicionero… todo incita a sospechar que existen lugares estancos en la mente de esta escritora colombiana que permanecerán insondables. Quizá incluso para sí misma.
Su última novela, 'La mujer incierta', la confirma como autora de cabecera ineludible. En sus páginas despliega esas cicatrices que, como ella dice, son las costuras de la memoria, "un remate imperfecto que nos sana dañándonos". Acaba de recoger el premio Reina Sofia de Poesía, un galardón importante, aunque su éxito no está solo en lo que ha alcanzado, sino en lo que ha superado.
Aprovechamos su paso por Madrid para charlar con ella. El día ha amanecido lluvioso y el cielo desde el interior de la editorial Alfaguara se vuelve plateado. Tal vez su tonalidad se asemeja a aquella luz que observó desde la ventana de la biblioteca de casa recién llegada a Bogotá, aún niña. Era un domingo brumoso por la tarde, mientras leía 'Crimen y castigo', de Dostoievski. Tuvo la sensación de que esa era la idea de la felicidad y ahí decidió que quería ser escritora y proporcionar a la gente esa misma felicidad que estaba sintiendo. Ha caído mucha agua desde entonces y Bonnett inicia nuestra entrevista con una frase de Jean-Paul Sartre incluida en su libro: "Lo importante no es lo que hacemos de nosotros, sino lo que hacemos nosotros mismos con lo que hicieron de nosotros".
'La mujer incierta' no es una autobiografía, pero hace un recorrido vital desde la niñez. ¿Qué descubre al volver a la infancia?
Son años en los que descubro que la lectura te lleva a muchos lugares. Fui una niña muy protegida por mi mamá, con un papá severo que nos daba cariño. Era una infancia con olor a musgo y panes calientes, pero en la que se mataban liberales y conservadores. Entendí el boato de la Iglesia y también supe que los niños podían morir. Me impactó mucho la noticia de la momia Juanita, una criatura sacrificada, y también la historia de Catalina, una niña entregada por su padre al convento para ser desposada con Dios. Durante la pandemia, viendo las escenas de muerte en escenarios como España e Italia, se me disparó la memoria y volví a esa niña incierta, a una adolescente atormentada con su cuerpo, a lajoven recién salida de la Universidad sintiendo la poesía como un mandato, pero sin creer en sí misma. A partir de estas reflexiones escribí 'Qué hacer con estos pedazos', pero sabía que tenía que escribir esta otra novela.
Uno de los elementos más fascinantes es cómo impactan sus episodios vitales en su cuerpo.
El tema del cuerpo siempre me ha interesado desde su misterio y carácter contradictorio. Ese cuerpo que debería ser para el placer y el descubrimiento desde niña me jugó malas pasadas. Es un animal triste. Tras el coito, el cuerpo es un animal entristecido. El mío es muy traicionero. Siempre somaticé y sigo somatizando con síndromes rarísimos. Hace cinco meses una amiga me contagió covid-19 y me ha dejado como secuela un trastorno raro llamado parosmia. Me afecta al gusto y al olfato, de manera que todo lo que pruebo me sabe putrefacto. También lo que huelo desprende un hedor indescriptible. Me provoca náuseas, tristeza. Es un proceso rabioso que me va hundiendo porque pierdo el control. Aunque me han dicho que lo recuperaré, es muy frustrante no poder disfrutar de un olor o de una comida. Escribiré un libro sobre los sentidos.
¿Escribir es su mayor privilegio?
Me siento muy agradecida con la vida. Gracias a mi constitución mental y también al entorno que propició esta capacidad. Mis papás tenían en casa una biblioteca muy completa con todas las colecciones literarias de la época que iban ampliando con las novedades que llegaban del Círculo de Lectores. Fui afortunada al tener tan al alcance a autores como Dostoievski, Tolstói, Camus y otros muchos clásicos que leí desde una temprana edad. Mi mamá, maestra, y mi papá, contable a pesar de su gran talento creativo, pertenecían a esa clase media ilustrada y me incentivaron esa pasión por aprender. El primer cuento que leí, con tres o cuatro años, fue 'El jardín de Liliolá'. Después, recuerdo especialmente 'El tesoro de la juventud', que nos regalaron a los hermanos.
En 'La mujer incierta', su papá tiene un lugar destacado. Hábleme de él.
Un hombre con inquietudes intelectuales y gran aprecio por la lengua, pero obligado al más horrible de los oficios, contabilidad. Muy excéntrico. Vestía tirantes y corbatín.
Volviendo a ese dolor de alma que llega al cuerpo, ¿se manifestó también con la pérdida de Daniel?
Ese es un dolor que quema, profundo, como una espátula que raspa los huesos. Pero volver al dolor es importante. Cuando murió, aunque yo ya era una persona con un fondo frágil, no utilicé terapia. Necesitaba pasar por ese dolor y, aunque el tiempo lo atenúa, vuelve constantemente. Su recuerdo está en los colores del otoño, en una camiseta que llevaría Daniel, una comida que a él le gustaría… Son raptos de dolor y muchas preguntas que caen al fin vencidas.
Menciona a Millás, que dice que "la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas". ¿Escribir 'Lo que no tiene nombre' alivió su dolor?
Me ayudó a comprender que la vida, siempre caprichosa, es una realidad física que se la lleva la muerte. Su suicidio fue un final que él escogió, tal vez porque ningún amor le resultó útil o tal vez porque ese amor le pesaba demasiado. Como digo en ese libro, hay días en que hago venir la imagen de mi hijo hasta donde yo estoy, para abrazarlo, darle un beso en la frente, acariciar su cabeza como hice cuantas veces pude, y decirle al oído que su opción fue legítima, que es mejor la muerte a una vida indigna atravesada por el terror de saber que el yo, que es todo lo que somos, está habitado por otro.
¿Su vida está marcada por el desasosiego existencial?
Desde niña he sufrido crisis vitales y de desconfianza en mí misma que me han generado episodios de ansiedad. Ahora mismo me provoca inquietud algo tan cotidiano como hablar con el empleado de un banco porque es un asunto que ni me gusta ni entiendo. Rosa Montero dice, con mucha razón, que pertenecemos a la estirpe de los nerviosos. Pero desde esa condición ansiosa hacemos grandes cosas.
¿En 'La mujer incierta' guarda fidelidad a su memoria?
La novela es una inmersión en mis recuerdos. Sin ser un libro de memorias, es todo verdad. No hay en él nada de ficción. Lo que pasa es que la memoria es profundamente selectiva y escribí desde un ejercicio de honestidad e indagación en lo que yo viví. Ahí aparecen violaciones, depravaciones, minimaltratos difíciles de reconocer y denunciar.
¿Sigue siendo una mujer rebelde?
La rebeldía es algo extraordinario para cambiar el mundo, pero puede ser autodestructiva si se gestiona desde la rabia o el resentimiento.
¿Está conformé con algunos derroteros que ha tomado la lucha feminista?
Me preocupa que se desvíe de lo importante por invertir esfuerzos en temas que están resultando negativas. La cultura woke, que propone la cancelación y la apropiación cultural, es muy perniciosa. También lo es el maltrato del lenguaje. No soporto su modificación. Es innecesario, un desperdicio de palabras y un peligroso menoscabo a nuestra lengua. Me reconozco muy ortodoxa en este aspecto.
Su cabeza no deja de idear nuevos proyectos. ¿Con qué nos sorprenderá?
Mi hijo tenía un gran talento para el dibujo, herencia quizás de mi bisabuelo, que pintaba extraordinariamente bien. Yo también dibujo bien y me gusta. Por eso, he dibujado, pieza por pieza, la habitación de mi hijo Daniel. Un jersey, unas zapatillas, un libro… Todo aquello que formaba parte de su mundo. Quiero editar con ello un libro en el que cada dibujo irá acompañado de un poema breve.
Desde sus 73 años, ¿diría que la felicidad es posible?
Me siento agradecida y tengo momentos muy dichosos. Me parece lindo superar un destino y convertirlo, con pasión y voluntad, en una fuente de felicidad.