Toda tu vida es un ver pasar a gente a tu lado. Algunas personas se vuelven caras conocidas durante un tiempo, o se hacen tus amigas, o son simples compañeros de trabajo hasta que cambias de trabajo, de ciudad, quizá de vida. Es gente que se acompasa a tus días, te frecuentan una temporada y luego desaparecen. En los cines Valle-Inclán, hace muchísimo tiempo, te recogía la entrada un señor apuesto, misterioso, que nunca te hablaba. Lo conocí un verano, cuando buscaba piso en Santiago, y me metí en una sala. No tenía aquel señor una edad u otra; las atesoraba todas, menos la de viejo. Su pelo era negro y blanco y vestía una chaqueta que le llegaba hasta la mitad de las manos. Su presencia fue una repetición en mi vida hasta que un día dejé de verlo.
Me maravillaba la delicadeza con la que recogía tu entrada y la rompía en dos, y los trocitos caían en forma de nieve a la papelera. Al acabar la película, a la salida, te lo encontrabas leyendo a Homero, a Eurípides, a Virgilio, como si la existencia fuese un largo acto de seducción. Cada vez que le daba mi entrada, pensaba lo mismo "¿A quién me recuerda este señor?". Nunca me venía el nombre a la cabeza. Estaba siempre a punto de ser alguien muy conocido.
Pasaron los años. El martes, mientras esperaba un tren en la estación de Santiago, reparé en que, al otro lado de la vía, en un banco, había un hombre con el pelo blanco, elegantísimo. Leía un libro con total indiferencia hacia el mundo que lo rodeaba. "Ostras, ¿a quién me recuerda?", me dije. ¡Era el hombre de los cines Valle-Inclán! Tantos años después volvía a verlo. Quizá fuese la primera maravilla del verano. Iré a saludarlo, decidí. Pero mi tren ya se atisbaba a lo lejos. Llegaría en un minuto. No me iba a dar tiempo.
De golpe, lo vi claro. Aquel reencuentro era más importante que cualquier tren, que salir a la hora, que volver a casa, que recoger a mi hija en el colegio. Se trataba de un acto de seducción y belleza. Bajé rápido las escaleras mecánicas, recorrí el túnel y emergí a su andén. Fue como salir a otro año. "Perdona, pero ¿no serás el señor que cogía las entradas en los cines Valle-Inclán hace algunos años?", le pregunté. Levantó la cabeza del libro y me miró impávido. "¿Yo?", dijo con una mueca, señalándose con su propio dedo. A mi espalda escuché cómo se iba mi tren. Supe entonces que todo estaba perdido, pero me dio igual. "No, no soy yo. Pero ya sé de quién me hablas. ¿Qué sería de él? ¿Crees que estará vivo?", dijo.
Hablamos durante 15 minutos, hasta que llegó su tren y desapareció. Cruzármelo otra vez será dificilísimo. Pasa a menudo en verano: conocer a gente que al cabo no verás nunca más. Pero lo que importa, donde está la fascinación, es en ese "durante". Nunca entendí, sino como una impostura, esa escena de 'Charada' en la que Cary Grant pretendía entablar conversación con Audrey Hepburn, y ella alegaba que conocía ya a demasiadas personas, y mientras no muriese alguna le resultaba del todo imposible conocer a ninguna más. El caso es que después de conocer a alguien la vida suele pasar página, como si solo fuésemos anuncios, y nos lanza en direcciones divergentes. De vez en cuando te preguntas dónde estará aquella chica o aquel chico que conociste. Es una curiosidad fugaz, porque enseguida te distraes con gente nueva que acaba de aparecer en tu vida y justo hoy es verano.