El hotel te da acceso a una vida extra, momentánea, y al marcharte te devuelve a la principal. Es un espacio que abre paréntesis. Pasa en verano muy especialmente. Quizá no en el último verano, pero sí, por fin, otra vez, en el que está a punto de llegar. En el instante que empujas la puerta de la habitación, con la maleta, la vida en curso se interrumpe, o continúa como acotación. No es raro que el visitante experimente una mayor sensación de libertad. Muchas veces un hotel no implica nada más que refugio: techo, paredes, luz lateral, cama, una intimidad hueca, ajena. Llegas, permaneces lo imprescindible, y lo abandonas. Otras pocas, justo ocurre todo dentro, lo indefectible y lo innecesario.
Puede ser principio, medio, fin. Hace años, una amiga abandonó con su novio el hotel a la conclusión de sus vacaciones. Cada uno preparó su maleta, y en admisión el recepcionista los censuró con la mirada. «Hemos advertido que en su habitación falta la bolsa de tela bordada de la lavandería», les dijo. Ella se sintió insultada: «¿Insinúa que la hemos robado? Qué vergüenza». El recepcionista propuso que abriesen sus maletas. «Por encima de mi cadáver», dijo mi amiga, a gritos, ante los que el recepcionista optó por enterrar el asunto. Camino del aeropuerto, el novio no resistió la culpa y confesó que, a decir verdad, la bolsa de la lavandería estaba en su maleta. «Era tan bonita». Unos días después rompieron.
El hotel es un espacio en blanco, desprovisto, vacío. Aunque hace algunos años, en agosto, en un modesto hotel de Nápoles, encontré una dentadura postiza debajo de la cama, y desde entonces, en todos los hoteles a los que voy registro cajones en busca de restos de anteriores huéspedes. Cuando hay minibar, también me gusta espiarlo, con la esperanza de encontrar aquel maravilloso surtido que Umberto Eco descubrió una vez en un hotel londinense: cincuenta botellas de whisky, ginebra, Drambuie, Courvoisier, ocho Perriers grandes, dos Vitelloises y dos Evians, tres medias botellas de champán, varias latas de Guinness, Pale Ale, cerveza holandesa y alemana, botellas de vino blanco tanto francés como italiano, y además cacahuetes, galletas de cóctel, almendras, chocolates y Alka-Seltzer.
Es difícil imaginar los veranos sin hoteles: las habitaciones transitorias, los pasillos solitarios, el clima anónimo, el repentino y efímero bullicio. Obviamente, también hay hoteles para los días laborales. Justo ahora, mientras escribo esta columna, estoy en la habitación 526 del Olid de Valladolid. Algunos hoteles poseen la fórmula secreta que genera en su interior una extraña acción. En unas pocas ocasiones nosotros mismos estamos por el medio. Quién no tiene algo alucinante que contar de algún hotel en el que pernoctó. Mi momento preferido, sin embargo, se lo oí relatar a Perico Vidal en Big Time, de Marcos Ordóñez. Vidal, asistente de directores como Orson Welles, Joseph Mankiewicz o David Lean, se hizo amigo de Frank Sinatra durante el rodaje de Orgullo y pasión, en 1956.
El cantante y actor se alojaba en el Felipe II, en San Lorenzo de El Escorial. Una de aquellas noches, en el bar del hotel, Sinatra se puso a tocar el piano y tatarear una canción. Pidió que le acercaran el teléfono para una conferencia con Madrid. «Sinatra solo dijo 'Hey, honey', y todos los que estábamos allí nos dimos cuenta de que había llamado a Ava Gardner. Comenzó a cantar en voz muy baja, mucho, mucho rato, como si estuvieran los dos solos en el mundo, y cuando digo mucho rato quiero decir al menos dos horas, cantando y bebiendo vaso tras vaso», evoca Vidal. Y entonces pasó lo imaginable: apareció Ava en un abrigo de visón blanco. Sinatra ni se dio cuenta: seguía cantando con al cabeza baja, pegada al teléfono. «Ella se acercó a él, le abrazó la espalda, colgó el teléfono, le tomó de la mano y se lo llevó sin decir palabra, y desaparecieron escalera arriba». Pasan cosas maravillosas en los hoteles. También este verano pasarán.