Llevaba dos semanas y media con el mismo billete de cinco euros en el bolsillo. Inaudito. Salgo dos o tres veces al día de casa, en ocasiones cuatro, y ni así lo gasté. Al regresar, y meter las manos en los bolsillos para vaciarlos, siempre estaba ahí, haciéndose el muerto. No me gusta ahorrar, ni siquiera sé cómo se hace, pero era justo en lo que estaba cayendo. En los últimos días había empezado a hablarle. "¿A ti qué te pasa?", le reproché una mañana al regresar de comprar el pan y una napolitana, que pagué con tarjeta.
Me di cuenta entonces de que algo imparable ha empezado a separarnos hace ya un tiempo del dinero en efectivo, algo que seguramente no podrá repararse jamás. No hace mucho aún estábamos dispuestos a creer que las tarjetas no se rebajarían jamás a las pequeñas sumas. Desprendía encanto la soberbia con la que miraban los precios de algunas cosas, ante los que parecían decir "Esto no", dejando que pagasen los billetes, incluso las monedas.
En un empeño caprichoso por desprenderme de los cinco euros de una vez, hice un movimiento táctico y retiré cincuenta más del cajero. Fue una decisión discutible, pero con esa cantidad, más el billete de cinco, entré en una tienda dispuesto a comprarme una camiseta y gastar todo mi dinero en efectivo. Por desgracia, aproveché una oferta y me compré dos, que me costaron 49,90 euros. Es decir, el billete de cinco euros siguió conmigo. Frustrado, o desesperado, al llegar a casa lo metí en la hucha de mi hija.
La tarjeta ganó. Ya lo puede todo. No distingue entre grande y pequeño, caro y barato. Es ciega, arrolladora. Paga cualquier compra y va dejando nuestras huellas para siempre. No se calla nada. Ignora qué es el misterio. Es una herramienta de memoria perfecta, silenciosa. Es extremadamente útil, pero posee el encanto de una suela. Nunca estará a la altura de los billetes, siempre llenos de vida, dueños de un mundo inabarcable, viajando sin parar. No existe una vida más apasionante, turbadora, estrambótica, desolada, dichosa, divertida, sana, rota que la de un simple billete.
Hay tantas cosas que un billete puede llegar a hacer y ver que su relato es inextinguible. Para empezar, un billete no es de nadie, es libre, cambia de manos continuamente. Sería hermoso escuchar la historia de su vida de su propia boca. Quizás nos hablase de los bolsillos en los que estuvo, los bienes que adquirió, las mesas en que se posó, las barras que lo vieron ir y venir, las carteras en que durmió, los países a los que viajó, el mercado negro en el que entró y salió y volvió a entrar, la cocaína que aspiró, las bacterias que transmitió, los disgustos, las alegrías que dio.
Algunos días el billete hacía maravillas, y aparecía de la nada. La tarjeta también hace maravillas, sí, pero de otra forma. En 2018, la amiga de una amiga acudió con catorce quilos de ropa sucia de su hijo a una lavandería. En cuanto la lavadora empezó a girar, vio un billete de 50 euros dando vueltas en círculo. Con la ayuda de un empleado, detuvieron el lavado y rescataron el dinero. No repuesta aún de la sorpresa, apareció un segundo billete de 50 dando vueltas. Pero de dónde salía ese dinero, se preguntó.
Esta vez recuperó el billete ella misma, y después se fue a la terraza de una cafetería próxima a hacer tiempo. Apenas se sentó, vio al empleado de la lavandería agitando los brazos desde la puerta: "¡Otro billete!". La mujer se echó a correr, y al asomarse a la lavadora, había ya cien euros girando, indiferentes al agua y el detergente. "¿Qué hacemos?", preguntó el empleado. La mujer sonrió y dijo: "Mirar, solo mirar. Es un milagro".