Para insultar hay que valer. De entrada, seguramente solo hay que valer para eso. Cuando te acostumbras, ya no quieres hacer otra cosa. Tienes tantos insultos en la cabeza que a lo mejor te levantas temprano para darles salida. Quizás programas el despertador y así ponerte a ello antes que nadie. A veces insultas a voleo, sin mirar. No es raro, porque insultar es un trabajo que nunca está hecho del todo. Insultas e insultas y no dejas de insultar, y aún así no está todo absolutamente insultado. Pasa como en aquella canción de Sr. Chinarro, cuando dice "Hay que hacer el amor porque nunca está hecho". Si no insultasen, ciertas personas se morirían de no insultar. Insultan, en cierto sentido, por salud, y a quien haga falta. No tienen ni por qué saber quién es el insultado. O al contrario, puede ser un viejo conocido.
Irvine Welsh, el autor de 'Trainspotting', cuenta cómo durante el Mundial del 82 Escocia se jugó el pase a la siguiente ronda contra la URRS. El escritor vio el partido en un bar del puerto de Edimburgo. Al final su selección empató y quedó eliminada. "Recuerdo que durante el partido", confesó en una entrevista, "uno de los nuestros, Graeme Souness, no se atrevía a pasar el balón, y un tipo a mi lado, junto a la barra, empezó a gritarle a la televisión: ‘¿Qué haces, pedazo de burro? ¡Serás bastardo, cacho inútil de mierda!’" Welsh preguntó al dueño del local quién era aquel loco. "Y tío, ¿sabes qué me dijo? 'Es Mr. Souness'. ¡El padre del futbolista!"
En el lado opuesto a las protestas y los insultos se encuentran los aplausos, también peligrosos a su manera. Encarnan su propia especialidad. Para ovacionar también hay que estar hecho de una pasta especial. Hay gente que tiene la costumbre de aplaudir desde pequeñita. Les sale natural. A poca cosa que digas, incluso sin decir nada, te cae una ovación cerrada de su parte. Aplauden al detectar movimiento. A veces, si los aplausos van dirigidos a ti, puedes llegar a preguntarte, sonrojado, "pero yo qué he hecho". Esas personas aplauden sin querer, sin despeinarse, sin un porqué; es su naturaleza. Me hacen pensar siempre en una viñeta de Forges en la que uno de sus personajes, ante la llegada de un nuevo jefe, avisaba: "Será todo el consejero delegado que quiera, pero no sabe con quien está apostando el dinero... ¡Pues bueno soy yo! Va a saber lo que es bueno: le voy a hacer una reverencia que se va a quedar tonto". El exceso de buenos modales produce parodias.
Lástima que no exista un término medio entre los insultos y los aplausos. Aunque a lo mejor sí existe y se llama silencio. Mientras el silencio dura puedes hacer guiños y muecas, poner los ojos en blanco, meter las manos en los bolsillos lacónicamente, quizá resoplar, farfullar para dentro, o también sonreír, a la par que asientes. El silencio posee incontables gamas. En el fondo, tiene mucho de idioma. Unos días equivale a una forma sanísima de protesta, y otros a una admiración rendida.
El silencio se presta a todo. A mí me fue de gran utilidad, hace bastantes años, durante un recital poético en el que participó un amigo. Cuando subió al escenario tuvo una actuación modesta, casi lamentable, y al acabar aplaudieron dos personas. Entre los que aplaudieron –es decir, dieron dos o tres palmas y se detuvieron, avergonzados– no estábamos ni la pareja de mi amigo ni yo. Abogamos por el silencio, como gesto de protesta y también de amor.