Todos los veranos, cuando se encuentra a mitad de vacaciones, tumbado sin hacer nada, diciéndose "esto es vida", a mi amigo Isaac siempre le pasa de refilón la tentación de deshacerse de casi todo lo que tiene, de aligerar, de vivir solamente con unas pocas pertenencias: quizá un pantalón y una camisa, el carné de la biblioteca, una libreta, el fox terrier, una navaja, el sol, y casi para de contar. No se quedaría, en ese momento, ni con la cuenta de Instagram; "no conviene tener demasiadas noticias del mundo. Ni ofrecerlas", argumenta. Durante unos días, cree que solo unas cuantas cosas se igualan al placer de tirarlo casi todo, mientras justifica su atrevido proyecto proclamando que, al final, "vamos a morir de cualquier manera".
Pero al poco las vacaciones de Isaac se acaban, y con ellas también su tentación de llevar una existencia ligera. "Tampoco es que se esté tan mal así, rodeado de todo lo necesario e innecesario, ¿no te parece?". La vida "casi sin cosas" se disuelve, en ese instante, junto al millón de ideas que a menudo se nos pasan por la cabeza fugazmente, y a las que decimos adiós con la mano, como si las mirásemos desde la ventanilla del coche mientras la velocidad nos peina y nos despeina. En tanto idea veraniega que nunca se plasmará en la realidad, sin embargo, me parece de las mejores. Hay otras buenísimas, claro, como contar lo que harías o comprarías si te tocasen diez millones en la lotería (por ejemplo, un barco), o elegir el lugar en el que te gustaría vivir, o las personas, las que sean, con las que desearías disfrutar durante una noche. No pasa nada por tener algunas cosas pensadas, aunque nunca vayan a ocurrir. Se llama hacer un rato el tonto, y es agradable.
Hay mucha temeridad en deshacerse de las acumulaciones y rendirse al placer de tirar cosas, y entonces descubrir las estanterías, las cajas, los armarios, los cajones vacíos, ligerísimos. Quizá así vivas a lo mejor de modo más natural, incluso inteligente, humanizado, pero, ¿cómo no temer a los huecos, a la añoranza, a los arrepentimientos? Por otra parte, llevo tantos años imaginando que meto en bolsas de basura toda la ropa que no uso, que conservo "por si acaso un día la pongo", y los objetos personales que ya no mueven la realidad, solo la exrealidad, que a veces casi siento yo también de refilón la tentación de la ligereza.
Y después de vaciar los armarios, ¿qué? Creo que me desharía del coche y del seguro, de los juguetes abandonados de mi hija, de los relojes sin pila, de las acreditaciones de prensa, de las gafas de sol pasadas de moda, de la plancha. Tiraría las fotos, los productos cosméticos, las carpetas, el albornoz sin estrenar, el calzado casi nuevo, las toallas, los medicamentos que ya no sé para qué sirven; quemaría los papeles sueltos; vendería la cámara réflex; tiraría las cartas, los objetos de decoración, las memorias usb, la vajilla nueva, los tuppers, los disfraces, el secador de pelo, los bolígrafos; borraría quince mil mails.
Elaboraría una lista de las personas a la que regalar los lotes libros con los escritores más presentes en mis estanterías. El resto de cientos de autores los iría cediendo aquí y allá a amigos y familiares, a capricho, y lo mismo esculturas y cuadros. La pérdida de mi biblioteca sería un lento proceso de demolición, hasta quedarme solo, pongamos, con treinta libros. Me produciría un gran dolor cada baja, obviamente, pero hacer esa lista de treinta títulos, sin embargo, se convertiría quizá en el gran proyecto de mi vida.
Me desharía de plantas, muebles, alfombras; tiraría bebidas alcohólicas, agenda de contactos, libretas de notas, caja de herramientas, taladro, jarrones, impresora, cojines… Definitivamente, tirar cosas es apasionante; incluso ya solo enumerarlas. Pero quizá no se acerque ni un poco a tenerlas durante toda tu vida, aunque muchas no sirvan de nada, solo para sostener tu historia, así que no me desharé de ninguna, por muy ligero que también a mí me guste vivir el verano.