Judy Garland murió una sola vez, pero vivió varias vidas. Fue la primera gran estrella infantil en la historia de Hollywood e inevitablemente su primer juguete roto. Se casó cinco veces, pero en sus últimos días aseguraba que el único que la había amado de verdad había sido el público. “Pero claro”, lamentaba, “no puedo llevarme al público a casa”.
La historia de Garland pervive en el folclore hollywoodiense como una fábula de cuánto brillan las luces y cuánto duelen las sombras. Pocas estrellas han llegado tan alto como Judy Garland y pocas han caído tan bajo: en cuestión de meses, pasó de protagonizar la considerada “noche más importante en la historia del show business” en el Carnegie Hall de Nueva York a tambalearse en los escenarios de tugurios de Londres por cien dólares la noche. Nunca hubo una historia como la de Judy Garland.
Frances Ethel Gumm firmó un contrato exclusivo con Metro-Goldwyn-Meyer, un estudio del que se decía que tenía más estrellas que el cielo, y la rebautizaron Judy Garland. No era una niña adorable como las que bailaban claqué en los musicales de la época, pero tenía una voz que no se parecía a ninguna otra. Una voz que, según su biógrafa Susan Boyt, “conectaba directamente con el sistema nervioso de todo el que la escuchaba”. Una voz que era cero técnica y pura emoción.
A los 13 años le impusieron una dieta consistente en sopa, lechuga y 80 cigarrillos diarios. Para combatir el cansancio le daban anfetaminas y para que conciliase el sueño le daban barbitúricos. Jamás conseguiría desengancharse de ambas drogas. El jefe del estudio Louis B. Meyer solía subirla en sus rodillas y apodarla “Mi pequeña jorobada”. Los constantes comentarios sobre su aspecto (le obligaban a llevar una nariz postiza en las películas) y su peso (un ejecutivo se refirió a Garland, con ella delante, como “una cerda con coletas”) le generaron un complejo que arrastraría durante toda su vida.
Pero Estados Unidos se enamoró de ella. En sus comedias musicales con Mickey Rooney el humor a menudo consistía en que ella le perseguía loca de amor y él la rechazaba para irse con una chica más sexy, refinada y glamourosa. Muchas estuvieron entre las películas más taquilleras de la década de los 30.
Garland era considerada, como todos los actores de la época, propiedad del estudio. Le prohibía tener citas, acudir a fiestas o ir a ningún sitio sin consultárselo a la MGM. Su primer amor fue el actor Artie Shaw y cuando él se casó con Lana Turner primero y con Ava Gardner después, ambas diosas de la belleza de la Metro-Goldwyn-Meyer, Garland sintió cómo todas sus inseguridades infantiles se hacían realidad en su madurez.
Desde que a los 15 años el productor de 'Melodías de Broadway' le dijo que parecía un monstruo bailando, rodar películas se convirtió en una fuente de estrés y ansiedad para la actriz. Si adelgazaba todo el mundo le decía que estaba fabulosa, pero sus nervios se volvían más inestables. Si comía y adquiría un aspecto saludable se sentía más tranquila, pero entonces los ejecutivos pausaban el rodaje porque no podían consentir que apareciese en pantalla con lo que ellos consideraban sobrepeso.
El éxito de 'El mago de Oz' en 1939 supuso su último papel infantil a los 17 años y afrontó su carrera adulta mientras se casaba con 19 años, sufría un aborto con 20 y se divorciaba con 21. Fue su segundo matrimonio, con el director Vincente Minelli, el que le trajo la felicidad (y una hija, Liza): él la hacía sentir hermosa. La dirigió en 'Cita en San Louis', que es con diferencia la película en la que Garland parece más pletórica.
Pero una noche Garland regresó a casa y se encontró a su marido en la cama con otro hombre. El ataque de nervios le llevó a rajarse las muñecas. La trasladaron a un psiquiátrico en un estado histérico, enferma por su adicción a los somníferos, el alcohol y la morfina. Allí la sometieron a tratamientos de electroshock para superar la depresión. Al salir, su comportamiento en los rodajes era tan volátil (sufría ataques de ira, olvidaba sus diálogos o no se presentaba en el set) y sus subidas y bajadas de peso tan abruptas que la despidieron de tres películas.
Finalmente, en 1950, Metro-Goldwyn-Meyer la despidió. Volvió a intentar suicidarse, esta vez rajándose la garganta. Judy Garland tenía 28 años y ya era una vieja gloria. Pero entonces empezó la etapa más fascinante de su carrera.
Para justificar el despido de Garland, la Metro puso su maquinaria a toda potencia. Tal y como solía hacer diseminó por la prensa historias sobre los comportamientos erráticos, ególatras y despóticos de la actriz, pero esta vez la prensa quiso ir más allá. Era principios de los años 50 y, tras medio siglo publicando todo lo que querían los estudios, los periodistas observaron un patrón: si tantas estrellas acababan perdiendo los estribos, quizá era culpa del estudio. En otras palabras, la prensa empezó a interesarse por los tejemanejes del mago detrás de la cortina.
De este modo, Judy Garland se convirtió entonces en un símbolo del abuso, la explotación y la deshumanización del sistema de estudios de Hollywood, con sus contratos esclavistas de siete años, que estaba en vías de extinción. La carrera cinematográfica de Garland resucitó de manera efímera con 'Ha nacido una estrella', pero ella estaba cansada del cine y prefería actuar en vodeviles. Ni siquiera dejó de actuar cuando sufrió una hepatitis y los médicos le aseguraron que iba a quedarse inválida y le quedaban cinco años de vida. “Recibí esta noticia como un gran alivio”, confesó. “Dejé de sentir presión por primera vez en toda mi vida”.
Su show consistía en un repaso a su vida que alternaba monólogos, canciones y bailes. Garland interactuaba con el público, gastaba bromas y pasaba de la carcajada al llanto en cuestión de dos canciones. El 23 de abril de 1961 el espectáculo despertó semejante fervor que los asistentes desenroscaban las bombillas del escenario antes de irse para llevarse un recuerdo. Fue denominada como “La noche más importante en la historia del show business”. El director Stanley Kramer describió la presencia de Garland sobre aquel escenario como “una mujer que parecía decir: 'Aquí está mi corazón. Rompedlo”. La actuación se editó en vinilo, pasó tres meses en el número 1 de los discos más vendidos del país y ganó cinco premios Grammy.
Judy Garland se convirtió así en un tipo de estrella inédita: su sentido trágico, sus miserias personales y su deterioro físico formaban parte intrínseca de su imagen pública. En un ejercicio perverso, todo aquel dolor la había transformado en una artista más apasionante y en una celebridad más emblemática. Tras uno de sus últimos conciertos londinenses, un admirador la visitó en su camerino y descubrió a Garland escuchando la grabación de la actuación que acababa de terminar. Cuando estallaron los aplausos en el gramófono, se puso a llorar repitiéndose delante del espejo: “Eres una estrella, eres una estrella”.
La conexión entre el público masculino homosexual y las divas se ha analizado desde múltiples ángulos a lo largo de los años. Las conclusiones podrían resumirse en que ellas representan exageraciones de una femineidad que los hombres gays deben reprimir y en que existen al margen de la realidad y cualquier cosa que se distinga de la realidad (hostil, gris, opresora) resultará atractivo para un hombre gay. Dicho esto, ninguna diva está tan asociada al colectivo gay como Judy Garland.
En los años 50 y 60 el código para preguntarle a un hombre si era homosexual era “¿Eres amigo de Dorothy?”, en referencia al personaje de Garland en 'El mago de Oz'. En aquella película, Dorothy se juntaba con tres marginados de la sociedad (uno de ellos, el león, llegaba a definirse como “sissy”, mariquita) y los amaba sin prejuicios. A partir de ahí la identificación del colectivo gay con Garland no dejó de crecer.
En su madurez la actriz era ridiculizada, marginada e ignorada por el sistema. Pero ella hizo de su sufrimiento y de su resistencia una performance artística. En cierto modo, sublimó su dolor para convertirlo en arte. Por eso muchos hombres gays de la época encontraban sus actuaciones catárticas y las vivían casi con un fervor religioso: ella hacía que su dolor sonase hermoso.
Judy Garland murió por una sobredosis de barbitúricos el 27 de junio de 1969. Aquella noche los bares gays de Nueva York estaban en duelo. El Stonewall era un local privado propiedad de la mafia, de manera que los clientes debían registrarse al entrar. Aquella noche muchos se inscribieron bajo el nombre “Judy Garland”. En un momento dado, la policía desalojó el local para acometer una de sus habituales redadas. Pero en esta ocasión los clientes del Stonewall dijeron: “Esta noche no”.
Se negaron a agachar la cabeza, a ponerse contra la pared o a taparse la cara para que no les reconocieran. Se negaron a subirse al camión policial para ser arrestados por escándalo público. Se negaron a someterse a un examen púbico para que los agentes determinaran si las travestis eran hombres o mujeres. Y cuando la policía empleó la fuerza respondieron con fuerza. Los clientes arrojaron piedras, quemaron contenedores y se atrincheraron dentro de Stonewall. Hicieron pintadas con grafiti que decían “Drag Power”. Y algunos imploraban, temerosos de las represalias, “Santa Judy, cuida de nosotros”.
Al día siguiente, cientos de personas se congregaron en Stonewall para seguir reivindicando su dignidad. Y aquel enfrentamiento tuvo tanta repercusión alrededor del país que un año después miles de personas acudieron al bar para conmemorar las revueltas. De este modo, el 28 de junio quedó instaurado como el Día del Orgullo Gay, desencadenando el movimiento moderno por los derechos LGTBIQ+.
Dos días después el funeral de Judy Garland fue un evento multitudinario. Acudieron Cary Grant, Frank Sinatra o Lauren Bacall. Pero también amas de casa, adolescentes, hippies, mendigos, soldados y monjas. La mayoría de asistentes, eso sí, eran hombres gays que mostraron sus respetos a su diva a plena luz del día, sin avergonzarse y expresando sus emociones sin pudor. Cientos de homosexuales se mezclaron con la “ciudadanía respetable” con la certeza de que nadie tenía más derecho a estar ahí: ellos jamás abandonaron a Judy Garland. La propia Garland bromeó que imaginaba su funeral como “un gran desfile de maricas cantando 'Over The Rainbow'”.
“Ahora sé que me hicieron luz de gas”, dijo la actriz en sus últimos días. “Y aquellos responsables son criminales”. Una reflexión muy parecida a la de Britney Spears en su testimonio ante la jueza hace un año (“Los que se han aprovechado de mí deberían estar en la cárcel”), porque el relato de Judy Garland ha sido reproducido en distintas formas una y otra vez.
Pero solo hubo una Judy Garland. La estrella murió sin entender del todo por qué Hollywood la había abandonado. Por qué algunos se reían de ella. Y murió sin ser consciente de su dimensión cultural. “Si soy una leyenda”, decía, “¿por qué estoy tan sola?”. Garland pervive como una figura trágica y contradictoria: magia y cinismo, fragilidad y fortaleza, esperanza y desencanto. “Odio el sol”, confesó poco antes de morir.
“Durante 36 años me asomé a la ventana cada mañana y ahí estaba, siempre igual. Y tampoco me gustan las piscinas. Pero me quedé en Hollywood y no sé por qué, quizá porque creí que aquel era mi hogar. Quería creer, e hice todo lo que pude por creer en ese arcoíris que soñaba con recorrer. Pero no pude. Qué se le va a hacer. Mucha gente tampoco lo consigue”.