En pleno Rastro madrileño, a dos pasos de la plaza de Cascorro, rodeado de anticuarios que comparten su gusto por lo añejo, se encuentra uno de los últimos videoclubes de España. Se llama Ficciones de Cine, y poner un pie en su interior implica no solo empaparse de cultura cinematográfica —estanterías repletas de películas y pósteres de clásicos atestan el bien ordenado local—, sino trasladarse a un tiempo pretérito en que este tipo de establecimientos abundaban por doquier y nos permitían, por módico precio y en formato de alquiler, disfrutar en casa del encanto de lo que unánimemente se ha aceptado como “séptimo arte”.
Paradójicamente, mientras el hábito de ver cine en casa no se ha perdido —antes al contrario: el entretenimiento doméstico ha dejado las salas semivacías—, los videoclubes, que podrían beneficiarse de la tendencia, viven días de franca decadencia. Sucesivos golpes fueron mermando su exitoso estatus de los ochenta: la llegada de las televisiones privadas, primero; la piratería, después; por último, y más recientemente, el auge de las plataformas digitales, que se basan en el mismo concepto pero ahorran el trámite de tener que salir a la calle a alquilar. Sin embargo, lo que las plataformas ganan en calidad (en términos de comodidad), lo pierden en cantidad: ninguna despacha decenas de miles de filmes como hacen los entrañables videoclubes.
“El ‘viene el lobo’ de los videoclubes data de mucho tiempo atrás”, nos cuenta Marcia Seburo, propietaria de Ficciones de Cine. “También se dice que se muere la radio, y no se va a morir, por mucho podcast que haya. La radio se va adaptando, como hacemos nosotros. Dime tú en qué plataforma, ni siquiera entre todas, puedes disponer de 46.000 películas, como tenemos nosotros o Vídeo Instan, el otro gran videoclub que queda en España, en Barcelona. Si una película está en DVD, seguro al 99% que está aquí”.
Ficciones de Cine lo fundó un amigo de Marcia, Andrés, en 2003. Al principio estaba especializado en cine de autor: francés, italiano, estadounidense, africano, asiático… Ha sido en los últimos cinco o seis años cuando incorporó a su catálogo blockbusters. En 2010, Andrés se casó con la sobrina de Marcia y se fueron a vivir a Bolivia; por entonces, tenía tres sucursales. Ofreció a Marcia, quien entonces era secretaria en un bufete de abogados, trabajar allí los fines de semana. Progresivamente Andrés fue cerrando locales, hasta que, cuando le ofrecieron una plaza de profesor universitario a tiempo completo, se planteó clausurar el último. Los clientes no le dejaron. A través de un crowdfunding reflotó el negocio, que, en 2015, traspasó a Marcia.
Son sobre todos cinéfilos quienes acuden a este castizo videoclub a alquilar películas; la mayoría paga una cuota mensual, una especie de tarifa plana como las de las plataformas, la cual, por siete euros, les da derecho a un descuento del 15% en sus extracciones. “Eso me salvó de cerrar en la pandemia, porque aunque generaba poco, ayudaba”, dice Marcia. Y como “ganancias no hay”, asegura, se ha visto en la obligación de diversificar el negocio como punto de entrega y recogida de paquetes, actividad con la que paga “la factura de la luz o la alarma”. También vende películas, incluso por Amazon. El alquiler supone entre el 60% y el 70% de sus ingresos.
“Hay gente que viene y empieza por un director”, explica. “Me dice: ‘Voy a empezar con Otto Preminger’. Y cuando termina con Preminger, se pone con Fellini. Hay directores como Alain Tanner, cuyas películas son desconocidas para el gran público, que un gran cinéfilo viene a buscar. Y se quedan flipando de poderlas encontrar”. Y ha sido gracias a esos eruditos clientes como la propia Marcia se ha hecho exigente cinéfila. “He ido alimentándome de los clientes”, admite. “La relación con ellos es muy gratificante. Entran y te dicen: ‘¡Esta película es muy buena!, ¿la has visto?’. Y esa noche me la llevo y la veo en casa. Yo no sabía de cine más que lo que ponen en la tele. Empecé con los directores. Vi una película, me gustó y pensé: ¿qué otras películas habrá hecho este hombre? Y vas discriminando: este me gusta, este no”.
Si pudiéramos dar la vuelta al dicho de “los últimos serán los primeros”, estaríamos haciendo referencia a Vídeo Instan, en Barcelona, el primer vídeoclub de España —abrió en 1980— y uno de los últimos que se mantienen en activo. Lo dirige actualmente Aurora Depares, quien, como hija de los fundadores, Jenaro y Aurora, tiene muchos de los recuerdos más bonitos de su infancia asociados a los estantes y las películas del comercio familiar.
A los 16 ya echaba una mano a sus padres (ahora tiene 47). Estudió Derecho, carrera que no le gustaba, y cuando Jenaro le preguntó si quería hacerse cargo del local, ella aceptó. Ubicado ahora en la calle Viladomat, ha resistido las diferentes crisis a base de reinventarse. Ahora acoge también cafetería y una coqueta sala de cine. “Me he adaptado a las necesidades del momento. No puedo competir con Netflix en comodidad; si en catálogo”, señala Aurora.
“Durante los ochenta y noventa fue un negocio; ahora no lo es”, prosigue. Lo cierto es que la última renovación aún no la ha amortizado. En el videoclub, que abre de lunes a domingo, trabajan seis personas. “A día de hoy todavía no es un negocio y espero que lo vuelva a ser y me permita tener un sueldo para vivir, como todo el mundo. Nadie en su sano juicio, menos yo, estaría donde estoy ahora mismo. Pero aun así, hace que me levante todas las mañanas contenta”.
Esta redomada cinéfila (“Veo una peli cada noche. Y por suerte, mi hijo de diez años también es cinéfilo. Pero casi mejor que se dedique a otra cosa”, dice), brinda la oportunidad a sus clientes de alquilar hasta diez películas al día (“¡consideramos que es suficiente!”) pagando una tarifa plana de 8.95 euros al mes.
Describe el perfil de sus clientes como “muy diverso. Hay mucho público de 60 para arriba que o no ha pasado aún a las plataformas o ha pasado pero no con la vorágine de los jóvenes. Es un cliente que no nos ha abandonado en treinta años. Gracias al nuevo espacio tenemos además muchas familias que acuden a ciclos de cine infantil. Y luego cinéfilos: gente que todo lo que no encuentra en las plataformas, viene a buscarlo al videoclub; al fin y al cabo tenemos 48.000 películas, que se dice pronto, pero no se acaban nunca”.
Estima esa relación con el cliente como lo más bonito de su profesión. “Es la magia: pasearse por el videoclub y elegir película leyendo la sinopsis”, explica. “Y luego estamos nosotras para decir: ‘Esta no te la lleves, que es un churro, no pierdas el tiempo’ o ‘Es una muy buena película’. Hay clientes que te dicen: ‘Hoy me apetece ver una comedia, que he tenido una semana dura’, y les recomiendas una comedia. Es la parte de trabajo que más nos gusta y algo que creo que la gente debe poner en valor”.