No ha pasado a los anales del cine por su calidad, pero algo debe de tener Flashdance, que se estrenó en España el 29 de agosto de 1983, hace ahora cuarenta años —unos meses antes, en abril, en Estados Unidos—, para que, por lo menos, una generación la recuerde con indulgente cariño. Aquellos que entonces eran adolescentes o veinteañeros y no pensaban más que en bailar y escuchar música a la moda, que aún no afrontaban los rigores de la edad adulta (dato conocido por los ejecutivos de Hollywood, que evitaban endilgarles películas sesudas; la fiebre de los filmes juveniles con carga social todavía no nos había invadido), encontraron condensadas en esta insulsa cinta sus más preciadas inquietudes.
Porque Flashdance no es más que eso: una celebración del baile y la música a través de la historia, a todas luces accesoria, de una jovencita (Alex Owens) que trabaja de soldadora, que se gana un sobresueldo bailando por las noches y cuyo sueño es, en realidad, bastante modesto, pues no aspira a convertirse en estrella de la danza, sino tan solo a que la admitan en el ¿prestigioso? conservatorio de Pittsburgh, Pensilvania.
El anodino guion, salpicado de diálogos infumables, chistes sin gracia, inverosímiles pinceladas románticas y una trama secundaria —la del cocinero que quiere ser cómico— fútil y metida con calzador, no sirve sino de excusa para dispensar un contundente chute de pop bailable y crepitantes coreografías, asadores donde, sin duda, sus creadores pusieron toda la carne.
Y a fe que se les reconoció. Flashdance ganó un Oscar por la canción 'Flashdance… What a feeling', interpretada por Irene Cara; también fue nominada “Maniac”, de Michael Sembello. El tema de Irene Cara se llevó, además, un Globo de Oro. El disco con la banda sonora mereció un premio Grammy. Hubo unanimidad en admitir que las coreografías eran espectaculares, lo mismo que su fotografía como de vídeo musical. Recaudó 201,5 millones de dólares (fue la tercera cinta más taquillera de ese año, por detrás de El retorno del Jedi y Tootsie), cuando había costado 7 millones. Propulsó la carrera de su director, Adrian Lyne (que obtuvo carta blanca para rodar después 9 semanas y media y Atracción fatal), y de sus productores, Don Simpson y Jerry Bruckheimer (que luego lanzaron Top gun, Superdetective en Hollywood, Mentes peligrosas, Días de trueno o Dos policías rebeldes).
Dicho todo lo cual, estamos ante una de esas pelis desconcertantes, que levantan tantas pasiones como ampollas, y que, ¿cómo decirlo?…, son malas y buenas a la vez. Consignado anteriormente lo malo, ¿qué tenía de bueno, en concreto, para que haya llegado a trascender hasta el punto de que el gran público aún evoque sus canciones, sepa el nombre de su actriz protagonista y conserve intactas en la memoria escenas como la del cubo de agua o la prueba final ante el jurado? Vaya, ¡si hasta la imagen del cartel, con Jennifer Beals y su sudadera gris de cuello desbocado, es icónica! Pasemos revista a sus mejores ingredientes.
Hecho curioso: muchos conocen Flashdance más por su música que por su argumento. No es para menos. En este punto hay que alabar al nunca suficientemente ponderado Giorgio Moroder, responsable de la banda sonora, así como autor de la música y productor de varios temas, como el emblemático “Flashdance… What a feeling”, la preciosa balada “Lady, lady, lady”, interpretada por Joe Esposito, “Seduce me tonight”, de Cycle V, o el instrumental “Love theme from Flashdance”, de la pianista Helen St. John. Como ya se ha dicho, la canción principal ganó un Oscar, que recogieron los autores de la letra, Irene Cara (también su cantante) y Keith Forsey.
Pero no menos fundamental en el envoltorio sonoro de la película fue la participación de Phil Ramone, eximio productor que había trabajado con Paul Simon, Bob Dylan, Billy Joel y otras luminarias del rock. Ramone, que ejerció de supervisor de la banda sonora, compuso la música de “Manhunt”, de Karen Kamon, fue coautor de “Imagination”, de Laura Branigan, canción que también produjo, y fue coproductor de “Maniac”, de Michael Sembello. Por cierto, “Maniac” es otra de las canciones clave del disco, en el cual no faltan destellos rockeros, ni nombres importantes como Donna Summer, Laura Branigan o Kim Carnes, y que contribuyó a forjar el sonido de sintetizadores tan típico de los ochenta (hagamos notar que el álbum de Flashdance salió prácticamente a la vez que el primero de Madonna). A día de hoy, se han vendido seis millones de copias solo en Estados Unidos.
Es, con la música, la otra guinda de este pastel. No hace falta ser discípulo de Nureyev para apreciar que los bailes de Flashdance son dinamita. Aunque…, posiblemente te habrás fijado en que, en la mayoría, Alex aparece a contraluz. La razón: Jennifer Beals no es quien baila; no, ¡se hizo famosa bailando en una peli en la que no baila! La dobló en esas críticas secuencias la bailarina francesa Marine Jahan, quien también es quien sale cada dos por tres pedaleando en bicicleta por la fea Pittsburgh (sí, la protagonista era en 1983 una chica preocupada por el medio ambiente).
Los jefazos de PolyGram Pictures y Paramount, muy cucos ellos, obviaron el nombre de Jahan en los créditos, y cuando se les preguntó por qué, alegaron que habían quedado demasiado largos y hubo que meter tijera. Porque, como todos sabemos, la extensión de los créditos es algo que preocupa sobremanera al espectador y puede ser crucial en el éxito de un filme…
Le va mejor que cualquier otra, desde luego; de hecho, más que una película, Flashdance es un vídeo musical que dura 90 minutos. Ese acierto hay que acreditárselo a Adrian Lyne, quien aceptó el encargo después de que otros dos directores, David Cronenberg y Brian de Palma, experimentasen náuseas, mareos y movimiento descontrolado de cejas tras leer el guion. Lyne venía del mundo de la publicidad y había firmado un discreto largometraje (Foxes, con Jodie Foster, en 1980), pero necesitaba un éxito comercial para que le dejaran rodar 9 semanas y media. La cadena MTV había iniciado sus emisiones un par de años antes, en agosto de 1981, y de pronto todos los cantantes y grupos se habían puesto a grabar vibrantes vídeos musicales, acuñando una novedosa estética, lo que, unido al pasado publicitario de Lyne, seguramente definió la fotografía de la película.
Una de las razones por las que Flashdance se deja ver, a pesar de su paupérrimo guion, es por el adrenalínico ritmo al que se suceden las escenas. Las secuencias son breves, y antes de que bosteces, ya ha terminado una y empezado la siguiente. En eso está más cerca de las películas actuales, que no dan lugar al aburrimiento, que de las coetáneas. Pero es que, además, el inicio es arrollador. Lyne debió de pensar: “¿Qué es lo mejor que tenemos? ¿La canción principal y la escena del cubo de agua? Pongámoslo al principio”. Y así pasa, que los diez primeros minutos no hay quien aparte la vista de la pantalla. (La escena del cubo de agua es aquella en la que Alex, el personaje que interpreta Jennifer Beals, culmina un baile en un garito tirando de una cadena como de WC, la cual acciona un cubo de agua que cae sobre ella (el agua, no el cubo), logrando un efecto muy sensual.) Y, para dejar buen sabor de boca, la canción de Irene Cara vuelve a sonar al final.
Dígame usted, amigo lector, cuántas películas comerciales, de las concebidas para arrasar en taquilla, estaban protagonizadas por mujeres a principios de los ochenta, cuando personajes como Indiana Jones, Superman, Han Solo, Rocky Balboa, Zack Mayo (uhhh… ese Richard Gere de Oficial y caballero) y otros despampanantes maromos funcionaban como útil reclamo para atraer a las masas. Pero centrándonos en el personaje de Alex Owens, ahí tenemos a una mujer empoderada de 1983: una chavala de 18 años independiente, que trabaja de soldadora en una siderúrgica (uno de esos oficios estereotipados como “masculinos”) y que se deja la piel para hacer realidad sus objetivos.
Que el tipo con el que se enrolla sea su jefe (Michael Nouri), y que este, a su vez, le enchufe en el conservatorio…, no cuenta, porque ella al principio no lo sabe. Le gusta porque es, literalmente, el único hombre atractivo que sale en la película. Por último, en un par de secuencias ella lleva la iniciativa en el juego de seducción; como aquella en la que, mientras cenan marisco en un restaurante, y ella lo chupa de forma erótica con verdadero frenesí, se produce este hilarante diálogo: “¿Cómo está la langosta?”, pregunta él; “Horrible”, responde ella, irónica; “¿Quieres la mía?”, propone el muy tunante; “No tengo hambre, gracias”, replica ella sorbiendo la suya como si no hubiera un mañana; “Pues francamente, no lo parece”, apunta él, observador; a lo que ella replica: “¿Qué te pone cachondo a ti?”, para, acto seguido, empezar a toquetearle con el pie por debajo de la mesa…
Si algún día una nave de Ganímedes o Raticulín se posa sobre la superficie terrestre y sus ocupantes no tienen nada mejor que hacer que tratar de descubrir cómo fueron los ochenta, que vean esta película. A lo largo de su metraje desfilan calentadores, walkman, mallas rosas de gimnasio, varios Cadillacs, Dodges y Corvettes de los que miden quince metros de largo… y más objetos cuya sola visión nos transporta directamente a esa colorista década (y que nadie ha usado después).
De acuerdo, no es Meryl Streep, pero hay que ver con qué aplomo la joven actriz, que tenía entonces 19 años, aguanta sobre sus hombros todo el peso de la película; realmente hay muy pocas secuencias en las que no aparezca. Si bien en 1980 había tenido un pequeño papel en la comedia Mi guardaespaldas, de Tony Bill, Flashdance supuso su debut como actriz principal en la pantalla. Afirmar que nadie lo habría hecho mejor que ella quizá resulte hiperbólico, pero su aire medio amateur, lo mismo que su mirada de cervatillo a punto de ser atropellado y su ensortijada melena le dan carácter a la cinta. Y si no brilla más es porque el guion no termina de pulir el personaje de Alex, mojigata en ocasiones (¡dos veces acude a una iglesia a confesarse!), picarona en otras.
A pesar de ello, del mismo modo que hay grupos musicales de un solo éxito, Beals es también una one hit wonder en el campo del cine, pues nunca más volvió a descollar al mismo nivel. En parte porque antepuso sus estudios de Literatura en Yale a su carrera cinematográfica. En su filmografía posterior solo hay tres películas de cierta sustancia: La novia (1985), junto a Sting y basada en el libro La novia de Frankenstein; El chico de los guantes (1988), un drama sobre boxeo, con Gene Hackman; y El beso del vampiro (1988), con Nicolas Cage. Los espectadores de Dinivity la habrán visto recientemente en la serie L (The L-word en inglés), en la que encarna a la estricta Belle Porter y que aborda las vivencias de unas amigas lesbianas en Los Ángeles.