"Lo viril no es solo lo masculino, es mucho más". Así aborda el libro de ensayos 'Historia de la virilidad' un asunto, la masculinidad, que atraviesa toda la historia del ser humano. El estudio considera esencial distinguir entre virilidad y masculinidad: "La virilidad es un ideal de poder y virtud, de autoconfianza y madurez, certidumbre y dominación, coraje y grandeza acompañados de fortaleza y vigor". Analizando el libro en New Yorker, el historiador John Rothman utilizaba el ejemplo práctico de la película 'Gladiator' para ejemplificar la diferencia entre virilidad y masculinidad. ¿Cómo?
"Al ver la película, enseguida reconocemos que el Máximo de Russell Crowe (tranquilo, templado, mortal) representa el ideal de la virilidad; mientras que el emperador Cómodo de Joaquin Phoenix es fuerte, sexy, inteligente e indudablemente masculino, pero sus pasiones lo controlan y le llevan en direcciones poco deseables. Es una figura familiar: un hombre que representa los peligros de la masculinidad despojada de virilidad", analiza Rothman.
Bajo esta premisa, la virilidad es una cualidad estática, sobria y conservadora que por definición evoluciona más lentamente que la femineidad. Mientras que la masculinidad se adapta a los tiempos, a la corrupción y a los placeres y por tanto es mucho más líquida y adaptable. Hemos elegido estos seis iconos masculinos del siglo XX para intentar 'jugar' a esta doble combinación.
70% masculinidad – 30% virilidad
Valentino resultaba exótico tanto en Estados Unidos, por ser italiano, como en Europa, por interpretar personajes árabes. El fenómeno que supuso la película romántica de aventuras 'El caíd' (1921) convirtió a Valentino en la estrella más taquillera de su época y le asignó el sobrenombre de "El mejor amante del mundo". Aunque los mayores lo ridiculizaban por considerarlo demasiado afeminado, los hombres jóvenes imitaban su estilo porque era lo que las chicas querían: pelo engominado hacia atrás (se les llamaba los "Vaselinos"), bisutería y fulares.
En los años 20, cuando un hombre ligaba mucho se le apodaba "caíd". Las estrellas americanas de la época como Clark Gable, Douglas Fairbanks Jr o Errol Flynn adoptarían a Valentino como referente. Y el hombre de a pie empezó a bailar, a emperifollarse (Valentino puso de moda el reloj de muñeca, hasta entonces se llevaba con una cadena en el bolsillo) y a echarse perfume o incluso toques de maquillaje en una revolución de la coquetería masculina. Pero la influencia de Valentino no fue solo estética.
Sus personajes tenían una misión: seducir a cualquiera que se cruzase en su camino. Este nuevo prototipo de hombre disfrutaba tanto del cortejo como del sexo en sí y se esforzaba en persuadir a las mujeres y en hacerlas sentir especiales, en vez de darlas por hecho o tratarlas como objetos. Al no ser un hombre poderoso, violento o atlético, Valentino validaba su virilidad mediante su sex appeal. No en vano todavía se usa la palabra "conquistas", como si se tratase de un explorador precolombino. Su romanticismo vanidoso y su alegría de vivir rompió tabúes y el erotismo empezó poco a poco a reemplazar al sexo en la cultura popular.
Valentino simbolizó además el inicio de un mundo más globalizado, en el que un inmigrante italiano podía influir en el estilo de vida de los norteamericanos y, a partir de ahí, en el de los europeos. Cuando el actor murió a los 31 años, miles de fans visitaron su féretro durante tres días consecutivos y hasta hubo suicidios. Aquella ola de fervor se considera la primera manifestación de la cultura de la celebridad que hoy obsesiona a la población. Pero aunque muriese el hombre, nunca moriría el mito porque el Don Juan y el Casanova ni se crean ni se destruyen, solo se transforman: Julio Iglesias, Warren Beatty, el Jacques de 'Los Simpson' (el tipo que intentaba ligarse a Marge jugando a los bolos) o el Lumière de 'La bella y la bestia' no son más que dispares reformulaciones de la figura de Rodolfo Valentino.
100% virilidad
Tantas alhajas y tanto rímel generaron un efecto adverso: la Segunda Guerra Mundial trajo de vuelta la figura del hombre austero, con principios inquebrantables y sin sentido alguno de la diversión. En Estados Unidos, la Gran Depresión durante los años 30 creó la necesidad de refugiarse en los mitos fundacionales de la nación y Hollywood produjo cientos de westerns en los que los héroes se dejaban de tonterías y se dedicaban a las empresas esenciales.
Proteger a la población. Mantener la justicia. Defender la decencia. Gary Cooper y John Wayne caminaban como si siempre llevasen el peso del mundo sobre sus hombros, pero no por ello dejaban en ningún momento de caminar. El vaquero en realidad es un arquetipo masculino que siempre ha estado ahí, porque apela al deseo de todo hombre de que le dejen en paz. Se trata de una masculinidad atemporal, perenne e impasible ante los ajetreos del mundo moderno.
Cuando 'Solo ante el peligro' (1952) deconstruyó el mito al proponer a un sheriff, interpretado por Cooper, que sentía miedo ante la muerte y pedía ayuda a su comunidad, John Ford y John Wayne se rieron de él públicamente. Porque el cowboy tiene pocos rasgos de personalidad, pero los que tiene nunca deben corromperse o cuestionarse.
No es casualidad que tras la Segunda Guerra Mundial el pantalón vaquero se estableciese como la prenda canónica de los hombres. Originalmente los usaban los mineros porque la tela era resistente y uno se podía limpiar las manos en ella, pero los chavales empezaron a llevarlos porque al ponérselos automáticamente caminaban como un hombre que lleva el peso del mundo sobre sus hombros.
Es una especie de uniforme estructural. Y casi un siglo después sigue siendo el tipo de pantalón más popular, del mismo modo que el cowboy sigue protagonizando los relatos de masculinidad: el John McLane de La jungla de cristal, Bruce Springsteen, Rocky Balboa, cualquier papel de Kevin Costner, el Walter White de 'Breaking Bad', Santiago Abascal, Dennis Hopper en 'Easy Rider', el Máximo Décimo Meridio de 'Gladiator', casi todos los papeles de Luis Tosar o Han Solo buscan evocar la prestancia sin aspavientos del vaquero solitario.
Hasta Pablo en 'La isla de las tentaciones', cuando decidió no tener ninguna cita final y pasar su última noche en la villa a solas, parecía un sheriff a punto de jubilarse mientras se calentaba la cena en el microondas. Por eso una de las campañas publicitarias más icónicas de los 80 y los 90 fue la del hombre Marlboro: el cowboy no solo es una personalidad y un estilo de vida, es un sentimiento que todo hombre experimenta en algún momento de su vida.
90% masculinidad – 10% virilidad
Una vez el mundo volvió a la normalidad, la mejor forma de promover la recuperación económica era fomentar el consumo. De casas, de coches y de electrodomésticos. El espía 007 se erigió como un referente de esta fiebre consumista: trajes bonitos, licores caros y mujeres hermosas.
Todo eran objetos de consumo para Bond, en cuya transacción él ofrecía a cambio frases ingeniosas. Para que cualquier hombre se proyectase en él, James Bond debía carecer de toda personalidad y caminar por el mundo como un hedonista insaciable que solo pensaba en los placeres de la belleza. Todo el progreso económico, feminista y político estaba a su servicio y en su forma de ver el mundo se percibía cierto nihilismo: Bond era un tipo frívolo y superficial para el que nada tenía significado alguno. Era un hombre obsesionado con los significantes.
El estreno de 'James Bond contra el doctor No' (1962) causó tal sensación en la sociedad que el concepto de masculinidad sigue midiéndose en base a 007 hoy. Porque al tratarse de un personaje impostado y vacío de contenido, cualquiera podía sentirse como James Bond. Y sentirse como él ya era ser él, porque nadie podía realmente acceder a ser James Bond. Ni siquiera James Bond. Él no fue el pionero de este dandismo moderno (Cary Grant o John Fitzgerald Kennedy, el primer político sin sombrero, ya habían demostrado lo lejos que se puede llegar con una buena mandíbula), pero sí fue el que coleccionó artilugios y los convirtió en fetiches para que cualquier hombre pudiera emularlo: unas gafas de sol, un cigarrillo o un gesto de abrocharse la americana son suficiente para sublimar la virilidad de quien lo posee.
Hoy Bond sigue estando en todas partes: en las sesiones de fotos de cualquier actor de Hollywood, en los paseos de los futbolistas por los aeropuertos o en la cabeza de Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Casado. Porque si los Rodolfo Valentino solo querían disfrutar del presente y los Gary Cooper solo pensaban en el pasado, los James Bond siempre tenían su mente puesta en el futuro. En la constante promesa de algo nuevo, mejor y más hermoso. Y no hay nada más excitante que eso.
100% masculinidad
La androginia de los rockeros de los 70 (y, en España, de los poperos de la Movida en los 80) no se debía tanto a una reivindicación de la femineidad en el hombre como de una protesta antisistema.
Porque lo más contracultural que podía hacer un hombre en aquella época era afeminarse. La estética del pelo largo, las camisetas ajustadas y la joyería iba acompañada de una euforia nerviosa (motivada en parte, también, por el consumo de drogas) que se rebelaba contra la virilidad estática, sobria e imperturbable de la generación anterior. Junto a Jagger, estrellas como David Bowie, Jim Morrison, Brian Jones, Prince o Jimi Hendrix (y en España sus discípulos Miguel Bosé, Ramoncín o Tino Casal) proponían una masculinidad más laxa y más permeable a los híbridos visuales.
De repente, había tantas masculinidades como hombres. Y ese aumento exponencial de las posibilidades de la virilidad liberó a los hombres de la presión por encajar en un molde homogéneo para no llamar la atención. Las crónicas de la voracidad sexual de aquellos nuevos ídolos existían para aclarar que, en el sentido estricto y tradicional del término, no eran menos hombres que los demás.
Pero una libertad tan anárquica, claro, estaba condenada a devorarse a sí misma: el arquetipo masculino de los 70 que más ha calado en la cultura popular es, en realidad, Steve McQueen. Un equilibrio perfecto entre el cowboy y James Bond. Pero los rockeros afeminados derribaron puertas que nadie ha conseguido cerrar desde entonces.
50% masculinidad – 50% virilidad
Como el sexo, drogas y rock n roll de los 70 era muy excitante pero bastante poco productivo, la economía se replegó de nuevo en el consumismo: los 80 propusieron que el estatus de las personas dependían de sus posesiones. Y que las marcas de lujo determinaban su valía dentro de la sociedad. Por eso no se decía "el reloj" sino el Rolex. El Armani, en vez de "el traje".
Y al coche se le llamaba "el BMW". El hombre de los 80 era un hombre obsesionado con trepar en la cadena alimenticia y cada objeto que compraba era un galón en su hazaña. Tom Cruise personificó esta arrogancia mediante personajes encantados de remar a favor del sistema, sin ningún interés (y de hecho, bastante desprecio) por la contracultura, porque al fin y al cabo ese sistema estaba amañado a su favor.
Se trataba de hombres que canalizaban sus instintos violentos viendo películas de Stallone, las cuales satisfacían su testosterona hiperbólica. Que se comportaban de forma educada, aunque con una confianza en sí mismos algo irritante, porque las buenas maneras eran el armazón del progreso. Y que no tenían miedo a expresar sus sentimientos, ya que si ellos los sentían eran automáticamente válidos. Patrick Swayze, Rick Astley o Jorge Sanz eran los referentes, sin perder de vista al Sonny Crocket de 'Corrupción en Miami'.
Los trajes de alta costura, la barba de tres días y las gafas de sol (con dos únicas opciones: aviador o Way-Farer) eran un uniforme que garantizaba el triunfo. Porque según la mentalidad de los 80 (esa que llevó a la cima a Trump, al Patrick Bateman de 'American Psycho' o a John John Kennedy) para ser un triunfador había que empezar por vestirse, comportarse y comprarse emblemas de lujo como un triunfador.
80% masculinidad – 20% virilidad
Las industrias de cosmética y moda construyeron la figura del metrosexual para animar a todos los hombres del mundo a abrazar la vanidad sin prejuicios. Y David Beckham fue su santo patrón. Un chaval de barrio convertido en ídolo de masas gracias al vigor de su cuerpo en el campo de fútbol.
Una belleza apolínea sexualizada mediante una cantidad de tatuajes que hasta entonces era solo cosa de presidiarios. Un hombre obsesionado con su propio físico, que cultivaba en el gimnasio y con el que disfrutaba experimentando: para David Beckham, él era su propia Barbie con la que jugar a ser diferentes personajes.
Beckham cambió la forma con la que los hombres de clase media veían su propio aspecto. Provocaba a la vez deseo de ser él y envidia por no serlo, pero su relato sugería que llegar hasta donde había llegado Beckham era una hazaña al alcance de cualquiera: se convirtió en un mito aspiracional para millones de hombres.
Pero como no todo el mundo puede triunfar en el deporte, ligarse a una Spice Girl y amasar una fortuna incalculable, lo más cerca que uno podía estar de ser Beckham era disfrazarse de él. Se trata del mismo proceso de equivalencia superficial que ocurrió con James Bond (emularlo mediante la imitación de su estética) porque, al fin y al cabo, David Beckham es un 007 mejorado: es más atlético, más sensible y más sexual que Bond.
Beckham ofrecía su erotismo para quien quisiera deleitarse con él mediante campañas de ropa interior, con las que animaba a los hombres a perder el pudor y a ofrecerse sexualmente al mundo. Hoy, Instagram vive de los herederos de David Beckham: cuerpos musculosos, tatuados y depilados que posan con posturas y actitudes que hasta hace un par de décadas eran dignas de actores porno. Beckham era un príncipe (de hecho Victoria y él se casaron en dos tronos de oro), pero sus súbditos lo idolatran como algo mucho más importante en estos tiempos: una celebridad.
Por eso todo el mundo quiere vivir como si fuera famoso, exhibiendo su vida privada en redes sociales para sentirse especial. Y el mayor triunfo de la industria cosmética, de la moda y de la publicidad es que todos esos aspirantes a famosos creen que ha sido idea suya. Pero siempre hay un hombre que marca el camino y Beckham, con su experimentación estética, consiguió que la masculinidad dejase de ser una cárcel para convertirse en un parque de atracciones.