No se juega con pistolas de mentira

Solo unos días antes de que el actor Alec Baldwin disparase y matase accidentalmente a una compañera en un set de rodaje, en Santa Fe, mi hija salió de detrás de un árbol, en Ourense, y me apuntó con una pistola de plástico. «Cuando te mate, cáete, por favor», me dijo sonriente. Se encuentra en ese momento de su vida –seis años y medio– en el que empieza a pedir las cosas con muchísima educación. Ahora mismo sería perfectamente capaz de decirle a cualquiera «Chúpame los zapatos, si eres tan amable». Es hermoso verla confiada en que, con buenos modales, se llega lejísimos en la vida.

«¿Pero de dónde has sacado eso?», pregunté atónito, descartando de plano caerme muerto al suelo, demasiado húmedo esa tarde. «¿Esto?», respondió mirando la pistola y haciéndose la tonta. «Es de mi primo. Te voy a disparar, ¿vale?», dijo de repente con algo de prisa, y volviendo al tema principal. Le arrebaté el arma con un movimiento brusco, por sorpresa. Luego la sopesé, calculé su realismo, y cuánto tenía de juguete y cuánto de crimen, y volví a asombrarme de lo lejos que es a veces capaz de llegar el plástico. «No se juega con pistolas», afirmé como un sabio, y me la quedé, convencido de que no hay ningún arma en el mundo, incluidas las de plástico, que en algún momento no haya matado a alguien.

Ya con la pistola en un bolsillo del pantalón, me acordé de mi último encontronazo con un arma de fuego. Sucedió en 2009. Era verano y sábado, muy temprano. Estaba recién levantado cuando oí en la calle, a través del balcón, una voz gritando «Te voy a matar». Me asomé sigilosamente, dando pasitos pequeños, para no recibir el típico tiro por meterte el primero donde no te llaman. Tuve tiempo de ver caer a un hombre de un Seat Ibiza en marcha, y a una compinche acercándose para atenderlo. «Vámonos de aquí», le sugirió ella, mientras lo ayudaba a ponerse en pie. «¿Dónde está la pistola?», preguntó el hombre, pero la mujer le pidió que se olvidase de la pistola, y se alejaron a todo meter. Entonces, justo debajo de mi balcón, la vi. Vi la pistola. Estaba quietísima, en mitad de la calle, ni respiraba.

Por esa época yo me encargaba de la sección de sucesos en un pequeño periódico, y me sabía de memoria el teléfono de la policía local. Marqué el número sin abandonar el balcón. Un agente me pidió que no perdiese la calma y que tampoco le perdiese el ojo a la pistola, mientras llegaban los refuerzos. «Si puede, baje y aparte el arma del medio de la vía», me recomendó. «¿Con la mano?», pregunté, asustado. «¡No! Mejor con un pie», me aconsejó.

Bajé en pantalón corto y zapatillas de casa. No había un alma. Me acerqué al arma con sigilo. No existen muchos objetos con el poder de hacerte temblar de miedo, y pese a todo desear aproximarte a ellos y tocarlos. Moví la pistola con el empeine, suavemente, y en ese momento me di cuenta de que… ¡era de plástico! Me sentí tan estafado que le propiné una patada impresionante y la hice volar diez metros, como si fuese un balón, pero al mismo tiempo me sentí tan aliviado que me di la vuelta y regresé a casa para zamparme el desayuno del siglo. Cuando empezaron a llegar coches patrulla en busca de la pistola ni siquiera me asomé. Las armas se matan con indiferencia.