La columna de Juan Tallón: Haz algo pequeño
El escritor Juan Tallón reflexiona sobre la importancia de hacer cosas sin importancia
El martes todo parecía ir bien, sin incidencias, hasta que una de las ruedas del coche empezó a hacer un ruido raro. Calculé que no se trataba de uno de esos sonidos sospechosos, procedentes a menudo del motor, que yo siempre anulo poniendo la música a todo volumen. Cada maestrillo tiene su librillo. Esta vez no me quedó otro remedio que detener el automóvil y echar un vistazo. Estábamos en algún lugar borroso, desértico, agradablemente desconocido de Fuerteventura. "Pinchamos", anuncié con una mezcla de desolación, furia y entusiasmo. "¿Pinchamos?", preguntó incrédula mi mujer, sacando la cabeza por la ventanilla para cerciorarse. "Pinchamos", corroboré, a la vez que daba una patada al neumático. "¿Pinchamos?", inquirió esta vez mi hija. "Sí, pinchamos", repetí aburrido ya de oír y decir el mismo verbo todo el día.
La belleza de cambiar una rueda
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No me alegré. Pero estábamos casi de vacaciones, y creí bellísimo tener que cambiar una rueda. Mi espíritu antiburgués (ja) me impidió llamar al seguro para que a la vuelta de una hora apareciese un señor y en cinco minutos retirase la rueda pinchada y pusiese la de repuesto. Me pareció una maniobra asequible, que aun siendo yo un inútil espectacular, podía solventar con mis propias manos, sin ayuda. Quizás me dio un ataque de nostalgia. En la historia de las viejas vacaciones en coche, cuando la vida era otro, siempre había un día en que el vehículo empezaba a echar humo y te dejaba tirado, circunstancia que, a la vuelta de una década, cuando todo era recuerdo, hacía de esas tus mejores vacaciones.
Trivial y crucial
En un mundo en el que nos estamos diciendo todo el tiempo – o nos dicen– "Haz algo grande", es agradable pensar que lo que habría que hacer en realidad es algo pequeñito, y no exponerse a la presión y el miedo que ejercen en uno las expectativas y las frustraciones. Nos han hecho creer que solo una acción ambiciosa, audaz, admirable, nos salvará de una vida demasiado normal, insulta, en definitiva, pobre. Cambiar una rueda, decidí, ayudaría a derrocar ese ideal de existencia falsamente sublime que se oculta tras lo grande. "¿Pero tú sabes cambiar una rueda, papi?", preguntó mi hija, devolviéndome a la tierra sin querer. "Papi sabe hacerlo todo", respondí con ínfulas, como si se pudiese pasar a la Historia por arreglar un pinchazo. A veces los actos triviales, me animé, se vuelven cruciales, cambian una vida.
Arrancar para recuperar la normalidad
"Vais a ver", anuncié, y me puse manos a la obra, convencido de que de algo tan insignificante como retirar la rueda pinchada iba a salir algo colosal, quizá una asombrosa historia al final de la cual arrancábamos y llegábamos al hotel y éramos felices y ganábamos el Nobel. En 'Historias de Famas y Cronopios', Julio Cortázar enumera una serie de "maravillosas ocupaciones", a la vez que ínfimas, cuyas consecuencias pueden no ser pequeñas. La ocupación más prodigiosa es una en la que alguien corta una pata a una araña, la pone en un sobre y escribe al ministro de Exteriores, que al recibirla palidece y renuncia al Ministerio, y al día siguiente entran las tropas enemigas y todo se va al carajo. El caso es que tardé casi una hora en poner la ruda de repuesto, y, al acabar, solo pasó que arrancamos y recuperamos la normalidad. Es decir, hicimos algo célebre, importantísimo.