Uno de los estrenos literarios del momento llega en el mejor momento posible. En 'Las agujas de la noche' (Planeta), el escritor Fernando Repiso (Sevilla, 1971) nos regala una novela de género negro-criminal que empieza con un joven muerto en una sauna gay y en la que, siguiendo los pasos del inspector Iván de Pablos (un hombre gay, enganchado al sexo y a las drogas, con exmujer e hijo adolescente), nos adentraremos en una Sevilla muy real y a la vez muy desconocida: la Sevilla de las noches sórdidas.
La historia le vino a la mente cuando alguien le contó que existía una sauna gay en su ciudad, de la que su pareja Antonio Muñoz es alcalde, donde un chico había enfermado por un consumo excesivo de drogas. Ya lo tenía: Sevilla, ambiente LGTB y una historia por delante. "Me imaginé a algunos usuarios, en toalla y chanclas, preocupados por el chaval. Pero también me imaginé a otros, muchos, aún más preocupados por llamar a sus mujeres para decirles que esa noche llegarían tarde a casa, que les había surgido un problemilla de última hora en el trabajo", nos cuenta el autor durante su entrevista con Uppers.
Hablamos con Fernando Repiso sobre salir del armario en su generación, porqué no hay apenas representación del colectivo en política y fútbol, y cuáles son las claves para ayudar a las nuevas generaciones a ser quienes quieren ser, libres.
En aquella época no éramos gais. Éramos mariquitas o, según el nivel de amaneramiento y la mala baba, maricas y maricones. Te insultaban y te daban de hostias solo por ello. Bueno, también porque no jugabas al fútbol y preferías quedarte en la biblioteca del colegio leyendo o para evitar a la manada. Ahora se nos llama gais. Ahora a aquello se le llama bullying. En mi caso, además, incidía el factor clase, un factor que ahora dicen que no está de moda (¡JA JA JA!): familia numerosa, barrio obrero, padre albañil, madre ama de casa... Por cierto, en mi novela aparece mi barrio, el Polígono San Pablo de Sevilla.
Salíamos del armario más tarde que ahora. Lo normal en la adolescencia era echarte novia. Era lo que tocaba. ¡Un saludo, María José! (bromea). Prácticamente, no tenías otra opción. Los pocos amigos o conocidos que estaban fuera del armario eran los raros. Y uno no quería ser como ellos, porque no sabía muy bien qué era ser como ellos. Y eso, lo desconocido, daba miedo.
Claro. Todavía hay gente como mi inspector Iván, que, casado y con un hijo, durante un tiempo vivió una doble vida, echando alguna canita al aire, hasta que una noche hubo una redada en una discoteca gay y sus propios compañeros lo pillaron en el cuarto oscuro.
Todavía hay gente que lleva esa doble vida. Aunque, sobre todo, lo que abunda es gente que ya vive su sexualidad con normalidad, que es feliz con su pareja desde entonces, pero no tiene la necesidad o no ha querido decirlo a los cuatro vientos. Por las razones que sean. Por sus razones.
Por muchas razones: porque no nos habían educado en la diversidad; porque de pequeño te habían llamado maricón miles de veces (como un insulto, claro); porque lo que tocaba era ser un machote y todo lo demás estaba proscrito; porque el miedo al SIDA planeaba sobre nuestras cabezas; porque no teníamos referentes y, los pocos que había, venían siempre del mundo del espectáculo, del arte, de la moda, es decir, poco normalizados, en general extravagantes, afeminados... y uno no quería ser eso, uno luchaba por ser "normal": maestro, contable, médico, funcionario, qué se yo...
Es decir, salir del armario a finales de los 80 y principios de los 90 era sacar los pies del plato y enfrentarte a una sociedad que, como poco, te miraba raro. Insisto: como poco.
Por un tópico que, por ello, no es menos real: por la doble discriminación. Ser homosexual y ser mujer. Hasta no hace mucho, las lesbianas eran mucho más invisibles que los gais. Y, atención, que lo mismo que hay —cosa que no entiendo— gais de derechas, también hay gais machistas y misóginos. Ahí está la doble discriminación.
Difícil. Traumática. Incluso dolorosa. Empecé a ir con chicos a los 23 años, recién terminada una relación con una chica, y lo hacía de tapadillo. Clandestinamente. Recuerdo el temor en los locales de ambiente gay a que alguien me reconociera. Cuando, al cabo de un tiempo, me eché pareja, la cosa cambió. Cada vez me daba más igual lo que pensaran o dijeran de mí. Comprendí que lo importante era mi felicidad. Y, sobre todo, que no estaba solo, que había muchos más como yo.
He de reconocer que, hoy por hoy, más de un cuarto de siglo después, y en según qué ambientes, aún se me coge cierto pellizco en el estómago cuando digo que soy gay. Me sale con una voz tenue, apagada. Y eso si estoy en España o en algún país de la UE más occidental. Soy muy consciente de que existe hasta pena de muerte para los homosexuales en muchos otros países del mundo.
En general, te diría que sí. Pero creo para nadie está asfaltado el camino con baldosas amarillas. Hay que tener en cuenta que el reconocimiento de tu sexualidad se produce, normalmente, en esa época "maravillosamente hiperhormonada" que es la adolescencia. En esos años todo significa un trauma, desde el grano en la cara que te sale indefectiblemente cada viernes por la noche, hasta por qué ese amigo te ha hecho un ghosting, qué le habré hecho yo, dios mío...
Todo es un trauma, sí, aunque, por otra parte, qué buena edad ¿cierto? Pero ya te digo, sí, en general creo que ahora es más fácil, aunque no tanto como llegar una mañana a clase y soltarle a tus amigos: ¡Ey, chicos, qué pasa, quiero que sepáis que soy hetero y que quiero que me sigáis tratando como hasta ahora, que me respetéis!
Evidentemente, las cosas han cambiado mucho y para bien. El matrimonio igualitario va camino de cumplir la mayoría de edad, tiene ya 17 años. Ahora el colectivo está muy presente en el día a día. Desde su parte más frívola, como los fenómenos audiovisuales de 'La Veneno', 'Drag Race' o 'Heartstoppers', hasta la más seria, como la recién aprobada Ley Trans y todos los debates que ha suscitado durante los meses de tramitación.
Pero cuidado, también está presente en el incremento de las agresiones homófobas. Se da la paradoja de que vivimos en uno de los países más avanzados en cuanto a derechos y protección del colectivo, pero también donde los delitos de odio están subiendo como la espuma.
Por otra parte, están las aplicaciones para ligar. Antes, o ligabas en un bar, en una discoteca, haciendo cruising, o con un cruce de miradas en mitad de la calle, o no te comías un rosco. Ahora, con Grindr es todo mucho más fácil. Y, tal y como ocurre en 'Las agujas de la noche', también puede ser más peligroso...
Educación, educación y educación. Tenemos leyes. Tenemos cada vez más visibilidad y más referentes, aunque aún hay muchos ámbitos, como el deporte, ¡el fútbol!, en el que son meramente testimoniales. Tenemos estudios, ensayos, documentales, novelas, musicales, discos, poemarios, obras de teatro, películas que hablan de nosotros, muchos producidos por gente que no pertenece al colectivo. Por heteros, vaya. Pero si tu entorno más inmediato, en la familia y en el colegio o en el instituto no te educa en la diversidad, en la igualdad y en la libertad, mal vamos.
A mí no me ha horrorizado tanto el hecho de que haya habido personas que se hayan manifestado contra Buzz Lightyear por mostrar durante un nanosegundo a dos madres dándose un beso en los labios, convencidas esas personas de que si su hija ve la película corre el riesgo de salirle lesbiana.
Total, si hay gente así de simple, qué le vamos a hacer. A mí lo que más me horroriza es que esas personas sigan pensando que ser lesbiana (o gay o bisexual o intersexual o transexual o pansexual... ) es algo negativo. Eso sí que me preocupa. Y eso solo se cura con educación, educación y más educación.
Sí. Sobre todo, como digo, en determinados ámbitos y contextos masculinizados. En ellos, el macho alfa sigue queriendo imponerse a la manada. El problema es que la inmensa mayoría de la sociedad, afortunadamente, hace tiempo que dejó de ser manada.
Y luego están los otros estigmas, que son, a priori, y en mi opinión, más difíciles de erradicar como, por ejemplo, la plumofobia o la serofobia, pues son estigmas, en muchas ocasiones, lanzados desde dentro del propio colectivo.
No soy un experto ni un estudioso. Lo mismo me equivoco, pero sí, atendiendo a las estadísticas, un calculo conservador arroja en torno a un 10% de personas con una orientación sexual no exclusivamente hetero, los números públicos no me salen. ¿Cuántos diputados hay en el Congreso? 349. ¿Y futbolistas en primera división? 514. Es decir, aproximadamente 35 Señorías y 51 cracks del balón pertenecerían al colectivo LGTBI+.
Sin embargo ¿a cuántos conocemos? Creo que con los dedos de las dos manos podríamos contar a los diputados. A los futbolistas, solo con una. Son ámbitos, sobre todo el segundo, donde aún hay mucho miedo al rechazo. Uno, por los votos, y el otro por el vestuario y por los insultos desde las gradas.
Porque te quita el miedo a ser el diferente, el raro, el apestado. Porque ves que hay otras personas a las que su orientación sexual o su identidad de género no les ha impedido llegar a ser buenas, incluso las mejores en lo suyo. Porque te normaliza ante los demás y ante ti mismo. Porque te enseña que tu identidad sexual o tu identidad de género puede definirte, pero en ningún caso limitarte. Y porque, si Ronaldo va a la entrega del balón de oro con su mujer o su novia ¿por qué coño no va a poder ir Fulanito con su novio? ¿Ves? No se me ocurre ningún futbolista gay de renombre...
Sí, estoy de acuerdo. Cada uno que haga con su armario (su sexualidad, su afectividad, su privacidad) lo que le dé la real gana, siempre y cuando respete al que tenga por delante. El outing, es decir, hacer pública la orientación sexual o identidad de género de una persona sin su consentimiento, me parece una falta de respeto. ¿Quién soy yo para hacerlo, sin conocer las razones personales, profesionales, sociales, sentimentales, religiosas, etc. que esa persona tiene para no darle el hachazo a la cadena y a la cerradura de su armario?
Puede que me entristezca su decisión o que no comparta sus razones, pero insisto: ¿quién soy yo, si es su vida, no la mía? Para mí esto es tan básico como que, si pido respeto, debo empezar por respetar a los demás. Por cierto, un principio muy cristiano, este de amar al prójimo como a ti mismo.
Sí, como se suele decir, la cosa va por barrios. No es lo mismo, por ejemplo, si eres un chico gay que vive en Chueca en Madrid, el Eixample en Barcelona o la Alameda de Hércules en Sevilla, que si eres una lesbiana o una chica trans en algún entorno rural de la llamada España Vacía. Ale, el joven gay que aparece muerto en la sauna en mi novela, es un ejemplo de esto que digo. Su familia es muy de campo, muy chapada a la antigua, pero él, desde que se fue a vivir a Sevilla, ya es otra persona. Sus ambientes son muy distintos.
Está claro que Internet y las redes sociales han globalizado y han acercado el mundo al resto del mundo, pero también que aún hay lugares en los que sigue siendo difícil ser y mostrarte tal y como eres porque, simplemente, no se dan las circunstancias ni los contextos adecuados. En Chueca hay mil bares de ambiente. En muchas capitales de provincia, ni uno solo.
Recientemente hemos escuchado al Vicepresidente de Castilla y León decir que los territorios como el suyo se están despoblando por la hipersexualización de la sociedad, porque se ha dejado de considerar que la función principal del sexo es la procreación. Y se ha quedado tan pancho.
Uno puede pensar dos cosas, que la ignorancia es muy temeraria o que, de ignorante, nada de nada, que lo ha dicho con toda la intención y toda la carga ideológica del mundo. Pero, en cualquier caso, imagínate que eres una chica adolescente de un pueblo pequeño de Zamora, perteneciente a una familia conservadora (por no decir religiosa) que escucha estas declaraciones. ¿Crees que va a salir fácilmente cogida de la mano de su novia a la plaza del pueblo?
Sin ánimo de parecer borde: no le des tantas vueltas, hombre, que esta partida son dos días, tú ya has gastado uno, y nadie tiene la certeza de la bola extra.
Te voy a dar la respuesta que te daría Miss Rubia: mi deseo es la paz en el mundo. Y no me refiero solo a Ucrania, que también, sino en general: no puede haber paz sin respeto al otro. Y, para que haya respeto al otro, tenemos que conocer. Y eso solo lo conseguiremos con educación. En este tema (no en muchos otros), sí está todo inventado.