Comer bien, y en casa: qué placer, qué belleza. Y qué trabajo titánico, descomunal; no está hecho para cualquiera. Es fácil rendirse ante él, y pagar el precio, de forma que debas conformarte con comer media, casi aburridamente. Si te hastía cocinar, y, pese a todo, cocinas cada día para mantenerte con vida, es inevitable, por ejemplo, acabar comiendo casi siempre lo mismo. Porque el problema no es tanto cocinar –que también lo es, desde luego– como pensar y decidir qué preparas exactamente, y así un día, y otro, y todos, descontando los que comes fuera. Tu pensamiento se rinde a la comodidad; la prefiere a la innovación, que exige unas cavilaciones, audacia, esfuerzos, que, tal vez, prefieres destinar a otras empresas. Si diseñar el menú constituye un dolor de cabeza, el pensamiento tenderá al confort, optando por preparar los platos que domina, que cocina automáticamente, sin concentrarse ni meditar apenas; algo que además le gusta, aunque ya no le encanta.
El momento de impacientarte por qué vas a hacer de comida hoy, cuando mires el reloj y adviertas que son, pongamos, las doce y treinta y ocho minutos, es un momento crítico, delicadísimo, en el que la mañana se tambalea. Por un lado, tienes trabajo; por otro, tienes hambre y, lo quieras o no, has de alimentarte para recuperar energías y seguir trabajando. Pero ¿comer qué, maldita sea? En realidad, deseas menos comer que acabar de comer. Que haya quedado atrás el trance, y no tengas que pensar hasta mañana en ese tema, es un profundo alivio. Claro, claro: es facilísimo dejarse llevar por la idea de la ensalada o el sándwich, milagros culinarios que lleva solo un par de minutos levantar, y que además no ensucian la cocina. Pero eso ya lo hiciste ayer, y dos veces la semana pasada, y también la anterior...
Comer regular, rapidito, repitiendo platos porque te da pereza librar tus propias aventuras gastronómicas, es un precio que no pocas personas pagan, en especial cuando son jóvenes. Curiosamente, la cocina moderna, en constante búsqueda, parece tener un solo miedo: que aparezca un día un comensal sobrio por el restaurante y de pronto grite: "Esto ya lo comí". Terrible. Yo estuve cinco años almorzando pasta más o menos tres días a la semana: el tiempo que tardé en sacarme una carrera. No me asustaba morir de repetición. La repetición me quitaba el hambre. Cuando me dieron el título de licenciado en Filosofía le hice una fotocopia y, donde ponía Filosofía, escribí con un rotulador rojo "Filosofía y Espaguetis". Por entonces la vida era un complot constante para tender a la sencillez. Por entonces… y ahora.
En la vida de una persona corriente y lamentable como yo, aunque hay más gente así, en un día común, a eso de las dos y pico llega la hora del almuerzo y es facilísimo que en la mesa haya algo que comiste la semana pasada. La comida también es una mezcla de estadística, sabores y fastidio. Los típicos platos se metieron en nuestras cabezas y se volvieron una costumbre necesaria, una inercia, un coñazo admisible. Hay mediodías que gritas "A comer", y cuando los comensales se sientan, alguien preguntará "¿Pero otra vez carne guisada con patatas amarillas?" Muchas veces ese alguien eres tú mismo, que te encargaste de cocinarla.
Hay platos que tienen algo de hipnóticos, o quizás de autoritarios. Estamos cansados de comerlos, y al día o la semana siguiente los comemos de nuevo. Son miles de cosas distintas, dicen, las que se pueden cocinar, pero cuando te pones a pensar en la cuestión más relevante de la humanidad –"¿Qué hay de comida hoy?"– se te vienen dos o tres ideas a la cabeza, que inevitablemente te dan ganas de suicidarte, pero al final serán entre las que elijas, como haces siempre.