Alberto Conejero y el fuego de Patroclo: "Nos han llamado 'raros' por miedo a nuestros dones"

Empecemos por el principio: aquí el protagonista es Patroclo. Y no Aquiles. Si elegir es renunciar, la declaración de intenciones está hecha. Alberto Conejero, Premio Nacional y una de las mentes más lúcidas de los escenarios en la actualidad, prefirió en ‘En mitad de tanto fuego’ al que nunca nadie pone en primer plano. Al ‘raro’. Y desde ese punto de vista ha revisitado la historia. El amor entre los dos guerreros, su viaje a Troya persiguiendo la ‘gloria’, el sentido de la violencia, el deseo como motor. Todo, puesto en pie con maestría por el actor Rubén de Eguía.  

“Nunca me sentí protagonista de mi vida en la niñez y adolescencia. Crecí con la sensación de que la vida era una historia en la que yo no podía tener una voz singular, que para sobrevivir debía no ser notado, permanecer callado”, explica Conejero a Uppers, un declarado defensor, también a lo largo de su carrera, de los personajes secundarios que al final logran tener su lugar, como él mismo o como Rafael Rodríguez Rapún ante Lorca en otra de sus obras, ‘La piedra oscura’, o Josefina Manresa ante Miguel Hernández en ‘Los días de la nieve’.

Así que Conejero llevaba años recopilando material (poesía arcaica griega, los fragmentos de la Ilíada que le interesaban, cuadros, ensayos sobre la relación entre los amantes, etc), pero el click definitivo se dio cuando apareció De Eguía: “Nada más verlo pensé ‘qué actor para Patroclo”, afirma. Un físico y un talento actoral, dirigido por Xavier Albertí, perfecto para narrar la historia de este guerrero enamorado, el alter ego de esas personas que han tratado, no siempre con éxito, de escapar de los horrores de la palabra ‘gloria’, ‘inmortalidad’ e incluso ‘patria’. En la primera escena Patroclo afirma: “No estoy aquí para contar la guerra de Troya. Esta es la historia de mi carne: allí donde coincidieron la muerte y el deseo”.

¿Quién es este Patroclo tuyo?

El soldado de Homero y el desertor iluminado capaz de romper la promesa soberana de la patria y de la gloria, y es también el niño marica del último pupitre. Patroclo es el fantasma y es el nigromante, es el rapsoda y lo que canta el rapsoda.

¿Qué fuegos le rodean?

El del deseo y el de la guerra.

¿Por qué crees que hay que celebrar lo ‘raro’ y lo disidente?

Porque todos somos la ‘rareza’ para otra persona, porque hemos venido a este mundo con una sola vida y hay que celebrarla, y porque nadie es del todo libre hasta que puede compartir la verdad más honda de su corazón.

¿Qué superpoder tienen los ‘raros’, si es que lo ‘normal’ existe?

Creo que hemos empleado con crueldad adjetivo “normal”. Hay personas que no son tan corrientes o que no son tantas en número y no significan que no sean normales. A Patroclo y a otros nos han llamado “raros” por miedo de nuestros dones más valiosos, por miedo de aquello que nos hace únicos. A veces nos ha tocado sobrevivir al coro de voces que nos llamaba “raros”, pero otras hemos capaces de transcender, de celebrar nuestra diferencia, liberados por voluntad o no del esfuerzo agotador de encajar en lo común.

“Aquiles, ¿es verdad lo que dicen de ti?”. ¿Qué se dice de la relación de Aquiles y de Patroclo que no es cierto? ¿Y qué que sí lo es?

Se ha perdido para siempre una obra de Esquilo llamada Los mirmidones. En ella Aquiles llora ante el cadáver de Patroclo y se lamenta porque sus muslos nunca más podrán juntarse en el lecho y porque se ha roto para siempre el juramento de sus besos. Es una obra perdida de la que sólo conocemos milagrosamente algunos fragmentos. En El banquete de Platón no hay duda de la naturaleza de su relación. Y creo que la película Troya es el ejemplo más claro de cómo se ha intentado una y otra vez disfrazar su vínculo con eufemismos u omisiones para encajarlo en un pensamiento homófobo.

¿Necesitamos estar enamorados?

No sé si es una necesidad, pero sí tengo la certeza de que es una de las pocas experiencias transcendentes que nos quedan. Decía —y dirá siempre— Joan Margarit que “amar es un lugar”. La vida tendría mucha más intemperie sin el amor.

Defiendes lo ‘cursi’ en el lenguaje. ¿Podrías desarrollar la idea?

Pretendo el desborde de un lenguaje enjaulado y empobrecido en la costumbre hacia territorios más anchos. No es que sea “cursi” sino que es llamado así por los que temen un lenguaje indócil que nos recuerde nuestra condición noble y sagrada.

“Intento llenar de eternidad lo que es efímero”: ¿El amor hace eso?

Esta es una idea luminosa de Luis Cernuda que he incorporado al monólogo. Cernuda sabe de lo transitorio de todas las pasiones y obras humanas y, sin embargo, reclama el intento de transcendencia en cada una de ellas. Creo que nunca se está más cerca de la inmortalidad y a la vez de la pérdida que cuando se ama.

¿Conoces si en la tradición griega hay una historia de amor parecida pero entre mujeres?

Las mujeres han sido siempre las más olvidadas de los olvidados. Todas las exclusiones, violencias y censura se multiplicaron contra las mujeres. De ahí que apenas tengamos algunos indicios, huellas, del amor entre mujeres en la Antigüedad. ¿Qué sabemos de las tríbadas? Las entrevemos por ejemplo en el Diálogo de las Heteras de Luciano de Samosata o en algunas referencias fugaces en El banquete de Platón. ¿Quién fue Gonguila, una de las más amadas por Safo? Es apenas un nombre en un verso mutilado. Su nombre señala muchas ausencias.

Se trata el tema de la violencia también. ¿Desde qué perspectiva?

Simone Weil escribió su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza en vísperas de la ocupación nazi de Francia. En él afirma que la violencia es la forma más miserable de la fuerza que nos mantiene en pie y que ejercemos unos contra otros en cada gesto, en cada palabra de manera “domesticada” o “civilizada”. La guerra es la exasperación de esa violencia, la pérdida de la bondad que nos sujeta. En la guerra el alma sufre violencia cada segundo porque el pensamiento sólo puede pensar en la muerte. Lo que más me ha interesado es precisamente el único personaje en la Ilíada que intenta escapar de la violencia: Patroclo. Y ahí las palabras que Weil le dedica fueron decisivas.

¿Qué elegirías tú, la gloria o la felicidad?

Las dos me parecen palabras señuelo, palabras trampa. Yo no deseo la gloria, al menos lo que entendemos habitualmente por ‘gloria’, me parece la ambición más peligrosa. Pero me gusta la expresión ‘estar en la gloria’, un ratito, por ejemplo, cuando sé que los míos están bien, o escucho la risa de mi pareja, ahí, sí, ‘estoy en la gloria’. Y la felicidad… sólo espero reconocer y celebrar los instantes de felicidad que la vida me regale.

¿Qué ha aportado Rubén de Eguía, el protagonista?

Rubén es el mejor Patroclo que he podido encontrar. Durante los ensayos me hizo preguntas que yo creí ingenuas, y el ingenuo era yo, porque cada uno de sus requerimientos le llevaba a una comprensión honda e íntima del personaje. Las últimas versiones del texto están afinadas al calor de sus apuntes. Enorme, espléndido actor. Ha trabajado ya en varias ocasiones con Albertí, uno de los mejores directores de nuestro país, y eso se percibe en la escena.

¿Qué ha cambiado en tu vida desde el Premio Nacional?

Me permitió escribir con más tranquilidad. Formas parte de una nómina de mujeres y de hombres a los que admiras, y ves tú nombre allí y es imposible no emocionarse. Pero sigo teniendo las mismas dificultades para estrenar. Hace tres años que no tengo una producción que nazca en mi ciudad, Madrid. Las obras que se han visto, y doy las gracias, son producciones de otras regiones.

La gran obra que te gustaría hacer antes de morir

Como no sé cuándo voy a morir, intento que cada obra que escribo sea esa obra.