Además de poeta y escritor, Carlos Marzal (1961) es uno de esos padres multitarea del fútbol que cada fin de semana ejerce de chófer, asesor motivacional, entrenador y utillero de su hijo. Aún así, asegura que todavía no ha averiguado qué significa ser padre -nadie lo sabe ni lo sabrá enteramente, defiende-. Lo intentó descubrir en 'Nunca fuimos más felices' (Tusquets Editores, 2021), un compendio de historias de corte autobiográfico en el que, a través del fútbol, reflexiona sobre la vida, el amor, la filosofía, la literatura y la paternidad. Pero no hubo manera.
Aunque no ha logrado entender qué significa ser padre -por ahí se dice que es como tener algo al fuego en todo momento-, Marzal sí puede celebrar dos golazos a raíz de su libro: uno, demostrar que hay luz en esa algarabía de patadas, pitidos, gritos y caos que es la realidad de los campos de fútbol base. Por otro, demostrar que el fútbol es, en realidad, una metáfora de la vida misma. Desde su casa de Valencia, el escritor nos atiende para charlar sobre el fútbol, la vida, las noches interminables en casa de Joaquín Sabina y la ardua tarea del padre todoterreno.
En esa narración desnuda sobre el amor innegociable que Marzal profesa a su hijo y al fútbol, el autor asegura que nadie ha encontrado el manual que desenmarañe la enredadera que supone ser un buen padre. "Pero tengo la certidumbre de que si uno hace lo que hace con amor y con cariño, por lo menos no se equivoca nunca en eso", afirma contundente. La cordialidad, en el sentido etimológico de la palabra -cordis, corazón en latín- es la que mueve las páginas del libro. Quizá por ello tenga una visión tan romántica del amor y sostenga que "si uno ha tenido una infancia más o menos feliz, es prácticamente indestructible".
La suya fue una infancia feliz, atravesada por la pasión que marcó su existencia desde los primeros pasos: el fútbol. En su cabeza anidan recuerdos de aquellos campos de barro, de las patadas, del vigor propio de quien se siente impunemente feliz y joven; del paroxismo de la dicha, que emana directamente del corazón del niño que se percibe a sí mismo como eterno, de aquel que piensa que tiene toda la vida por delante para dar patadas a un balón y olvidarse de las responsabilidades y los cronómetros de la vida cotidiana adulta.
Aquel amor intrínseco de la juventud se transfirió, con el paso de los años, a su hijo. "Un padre tiene que ser una especie de facilitador de la vocación de su hijo. Ha de ser quien ponga a su disposición las posibilidades máximas que pueda encontrar para que sea feliz y desarrolle sus gustos, sus habilidades y sus capacidades", destaca. "Como plan de paternidad, eso es suficiente", zanja al respecto.
Su pequeño heredó su predilección por el fútbol. Aquello se tradujo en horas y horas de coche, entrenamientos, partidos, victorias y derrotas que le empujaron a deambular por los campos de fútbol base de Valencia. Ese amplio conocimiento del entorno del fútbol regional fue el punto de partida de su novela autobiográfica, desde la que define tanto los aspectos más globales del deporte hasta lo más local, concreto y desapercibido.
"Creo que, a diario, se concentra una energía espiritual enorme en los campos de fútbol. Los abuelos, padres, madres, novias, novios, conocidos y vecinos que se congregan en un campo de fútbol base para ver jugar a los niños desatan un campo gravitatorio y energético que me parece muy interesante para un escritor, para tratar de traducirlo y llevarlo a las páginas de un libro", apunta.
En esa maraña de delegados de campo, espinilleras, banquillos y gradas, Marzal extrae un concepto directamente relacionado con el público. Vendría a ser algo así como el aficionado pacífico, aquel que huye de la trifulca y acude por el mero disfrute del juego. Es el "aficionado ilustrado", el hincha que "conoce el juego, lo ha jugado, pero además se preocupa de la tradición, de conocer la leyenda de su deporte". Asegura que, aunque no predomina -el fútbol es un deporte de masas, por lo que es difícil hallar la excelencia, aduce-, lo ha encontrado en muchas ocasiones. También resta hostilidad al denostado mundo del fútbol base, a menudo estereotipado como violento por los padres o aficionados que se exceden y profieren improperios a árbitros, jugadores y técnicos.
De su habla, pausada y reflexiva, se intuye una gran melancolía por la vida pasada, por esa felicidad impune de la que hablábamos antes. "Nunca fuimos más felices que cuando jugábamos al fútbol, éramos niños y la vida y el universo se limitaba a un campo de fútbol", señala con ojos nostálgicos. "Cualquier niño que juega al fútbol con una lata de cocacola Por eso el gol es un valor absoluto, lo marque Maradona, Messi o un niño en el pasillo de su casa jugando con su hermano", reflexiona.
Para él, "partidario de la felicidad", la felicidad más intensa se da en la niñez. De la madurez, a la que cataloga como "una mentira que no existe", no tiene tan buenas palabras. "No estoy muy convencido de que con la edad se ganen cosas. Yo, por ejemplo, he ganado el amor de mis hijos, de mi mujer, de mis amigos… Todo eso se va acumulando con el tiempo y disfrutando con la edad. Por supuesto, el conocimiento, los libros, la literatura y los viajes también", subraya. "Yo procuro buscar, ejercer y perseguir la felicidad, pero tampoco me hago ilusiones con respecto a la intensidad con la que se viven las cosas. No es lo mismo el primer beso que el beso que damos a los 60. No creo que la persona deje de ser feliz, pero sí se pierde intensidad".
En medio del sentimentalismo y la reflexión del libro, hay una anécdota que pasa de puntillas, pero que explica el carácter de uno de los personajes más admirados de la cultura popular española: su amigo, el cantautor Joaquín Sabina. Con él ha pasado noches eternas, veladas que terminan tan tarde que se hace temprano, tomando whisky y conversando sobre fútbol, toros y cualquier tema que se preste a ser debatido.
Cuenta Marzal que "Joaquín", uno de los tipos "más divertidos, cariñosos y entrañables" que ha conocido, no permite deserciones cuando se acude a su hogar, una casa que "abduce". "El peligro es que cuando entras en su casa no sabes cuándo vas a salir, porque no te deja. A él lo que le gusta es la celebración de la amistad, de la vida, estar tomando copas, contando historias, cantando o poniendo música", cuenta. "Yo he entrado algunas veces por la noche y he salido 48 horas después, aprovechando que él se quedaba dormido o engañándolo gracias a Jimena, su mujer".
Pero, ¿hasta qué punto es intransigente con las huidas prematuras? ¿Le ha amenazado alguna vez con un cuchillo? Le preguntamos medio en broma medio en serio. "Con un cuchillo no, pero con una botella de Johnnie Walker en la mano sí, amenazándome con darme un botellazo en la cabeza si desertaba", responde.