¿Es este el año más largo de nuestras vidas? Por Juan Tallón
El escritor Juan Tallón reflexiona sobre la ralentización de los días en el contexto pandémico
"No cabe un solo reproche: ver tu propia cara reflejada en una pantalla o un espejo es la mejor prueba de que sigues vivo"
"Dicen también que en estos meses el envejecimiento se embaló, como si en realidad 'estos meses' fuesen 'estos años' disfrazados"
Los espejos nos crearon la obsesión por observar nuestro propio rostro, o el cuerpo entero, sin cansarnos de hacerlo con los años. Ejercen un gran poder de atracción, pues nos revelan cómo estamos en cada momento, nos dicen lo que queremos, y también lo que no. Casi nos obligan a asomarnos a ellos un poco cada día para constatar nuestro estado. Difícil vivir ajeno a su presencia en baños, pasillos, salones, dormitorios, bolsos.
Dicen que ahora nos miramos mucho más a ellos, ofuscados como nunca antes por las noticias que tengan que darnos sobre nuestro físico. Tendrá que ver con el sentimiento, generalizado, de estar desperdiciando el tiempo, y la necesidad de espiar nuestro rostro para calibrar cómo nos afecta la vida socavada que llevamos. Es lógico pensar que nos estamos perdiendo algunos de los mejores días de nuestra vida, varados en una especie de nada, y al mirarnos en el espejo, tal vez se note. Temerosos de que los sucesivos encierros, las limitaciones de movimientos, la ausencia de vida social, los ertes, los recortes, etc., nos pasen factura, acudimos al espejo a hacer preguntas. Fruto de esa relación más intensa con nuestra imagen, quizá cansados de lo que vemos, tomamos a veces decisiones imprevistas; muchísimas personas, por ejemplo, se han dejado crecer las canas.
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Es natural que quieras saber, cuando encaras tu rostro, qué hay de cierto en que durante la pandemia te cayó encima un piano, al estilo de los dibujos animados, haciendo del año transcurrido algo mucho más largo. Dicen también que en estos meses el envejecimiento se embaló, como si en realidad "estos meses" fuesen "estos años" disfrazados; el tiempo hizo brrrrrrr, como las motos al acelerar de golpe en punto muerto. La experiencia con su paso, en épocas duras, produce extraños efectos. Hay un pasaje en Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, en el que se evoca con una hermosa imagen esa ralentización de los días, las semanas, los meses, cuando en muy poco parece caber demasiado. "Alguien", sugiere en un momento dado el narrador, "debía de estar manipulando los relojes, y no solo los eléctricos, sino también los de cuerda, pues la segundera de mi reloj de pulsera hacía un tic, dejaba transcurrir un año, y finalmente hacía otro tic".
El espejo ejerce siempre de testigo mudo mientras pasamos por todas las etapas: cuando nos enamoramos de nuestra propia imagen, por ejemplo, y también cuando desarrollamos un terror enfermizo a contemplarla, temerosos a los estragos del tiempo. Solo durante un breve período nos permitimos la arrogancia de no mirarnos porque nos parece que no lo necesitamos, para qué. Nos sentimos incólumes y somos tan jóvenes que lo sabemos todo, incluida quizá la evidencia de nuestra propia belleza. Se trata de la mejor arrogancia de nuestra vida, aunque no dura demasiado; para cuando acaba, volvemos a situarnos ante el espejo.
No lo podemos evitar: tenemos patrones e ideales elevados, queremos saber si hay pliegues nuevos en la piel, o manchas, cabellos más blancos, tal vez entradas que ayer mismo no estaban, bolsas, palidez, ojos exazules… Por si no tuviéramos bastante con el espejo, ahora nos vemos obligados a asomarnos las pantallas a través de las que mantenemos reuniones de trabajo o de familia, durante las que, lejos de mirar al resto de participantes, para ver qué tal están, seguimos prestando una atención obsesiva a nuestro aspecto, y mantener a raya los gestos, el peinado o acaso recolocar el cuello de la camisa, un poco torcido. No cabe un solo reproche: ver tu propia cara reflejada en una pantalla o un espejo es la mejor prueba de que sigues vivo. ¿Hay algo más bonito?