Llenar el depósito de gasolina es la acción más fea de la semana. Cómo no sentirte hundido, derrotado, destruido, cada vez que te detienes en una estación de servicio, apagas la música y el motor, te bajas, repostas, rechazas hacerte otra tarjeta de fidelización, pagas y continúas tu camino. Ese continuar tu camino, sea cual sea, añade más imperfección al momento. Quién sabe si repostar no adquiriría otra prestancia si a la hora de arrancar pudieses hacerlo en una dirección no prevista, renunciando a llegar al lugar en el que te esperan.
No es extraño, y además es bueno, que de vez en cuando te entren unas ganas enfermizas de estar en otro sitio. Cualquier sitio. De hecho, cualquier sitio te parecerá a menudo mejor que permanecer donde estás, inevitablemente. La lejanía se vuelve un original placer. Es alentadora la sola idea de pisar el acelerador justo en el desvío a tu destino, y en su lugar seguir todo recto durante, pongamos, quinientos kilómetros, hasta que se acabe el combustible o empieces a decirte "¿Pero qué he hecho, dónde estoy?".
Ese "Lleno, por favor" de algunos días representa la segunda gran derrota de la jornada, después de madrugar. Habrá quien defienda que en absoluto, que es la primera. Tal vez revistiese cierta utilidad la elaboración de un ranking de las acciones más feas a las que nos rendimos diariamente, porque es imposible sortear esa obediencia.
La vida es del todo imposible sobre el presupuesto de hacer solo aquellas cosas que te agradan y te sumen en un estado de bienestar. Semejante pretensión, asociada a la juventud, se desgasta a medida que te vas adentrando en la vida adulta. Los gustos, las caprichosos personales, experimentan un mal día el asalto lento de la decadencia, de tal forma que, sin darte demasiada cuenta, o sí, llega la hora en que te pones a hacer cosas que te amargan, que otrora te sacarían de quicio, que abandonarías por la mitad. Ahora ni siquiera lamentas tu suerte.
Llenar el depósito es un acto de rendición, pero está bien, porque hay que rendirse o no llegarás a ninguna parte. No al menos en coche. Porque si llenar el depósito te hace llorar, y sale carísimo, no llenarlo también, a su manera. Es fácil pensar que sin combustibles fósiles la vida no te lleva a ninguna parte. Y todos deseamos continuamente ir a algún sitio; por no repetir que casi siempre nos apetece estar en un lugar distinto al nuestro. Lo interesante tiende a estar allá a lo lejos. Y de ahí que el desplazamiento, revestido por la velocidad, sea un negocio infinitamente boyante desde hace siglos.
Cuando en 1899, en The New York Times, se vio escrita por primera vez la palabra "automóvil", todo empezó a transformarse rapidísimamente. Nos creamos la necesidad de cambiar de sitio cada poco. Se hizo imposible no vivir entre el aquí y el allí. El coche se entrometió en nuestras existencias, y ahí sigue, significando al mismo tiempo libertad y esclavitud. Mientras decides qué es qué en cada momento, llenas el depósito y constatas que es imposible estar vivo sin hacer cosas horribles.