Quedamos a eso de las ocho de la tarde. Cualquier otro año hubiésemos llegado impuntuales, creyéndonos superiores a esa hora del día y a los relojes en general. Pero, cosa maravillosa, aparecimos a las ocho en punto, como maniáticos. Había tres grados de temperatura y nos sentamos en la terraza, al raso. Pese a ser 1 de enero, la vida seguía careciendo de encanto, pero nos dio igual. En condiciones normales, nunca hubiésemos quedado el primer día del año, pero no existen ya las condiciones normales, así que quedamos.
Yo casi digo «una caña» cuando el camarero se acercó a preguntar qué queríamos, como si estuviese en 2016. «Serán unos gin-tonics, ¿no?», dijo Óscar, mirándonos y extendiendo los brazos. Espié la hora y asentí, mientras me decía «haz como si fuesen las dos de la mañana». En el fondo, lo eran. Por esa razón, acabamos bebiendo tres rondas en setenta minutos, para después despedirnos y marcharnos a casa, a esperar a que fuese el día siguiente.
En un giro no previsto del destino, las tardes se hicieron con el poder. Es imposible ignorarlas. En otro tiempo, no pintaban demasiado, pero ahora son casi todo lo que hay. Mañanas y tardes, nada más. Y las primeras se pasan volando. En el pasado podías desperdiciar una tarde en una siesta, con un libro, ante la tele, incluso en el trabajo. Mirabas el reloj ochenta veces, esperando a que esas horas desangeladas fuesen sustituidas de una vez por la noche. Todo eso ahora son recuerdos. No puedes desperdiciar ni un minuto. Tienes que fingir que a partir de las seis comienza a ser tardísimo y te ves forzado a acelerar y hacer, de manera más condensada, todo aquello que antes se desencadenaba a las doce, a la una, a las cinco de la madrugada. Hubo un tiempo en que te parecía que la noche no se acababa nunca. Te acababas tú primero. Ahora simplemente no empieza. La noche, la exnoche ya, se refugió o diluyó en la tarde –incluso en la parte de claridad que la contempla–, con la que desde hace unos meses se pone fin a los días. Se estrechó penosamente la línea del horizonte.
Aprovechando que las noches auténticas, las noches de siempre, misteriosas, sugestivas, tremendas, divertidísimas, no pocas veces decepcionantes, quedaron suspendidas, las tardes levantaron rápidamente un imperio. Por supuesto, su repentino prestigio es artificial. Pero, ¿qué puedes hacer, si no someterte a él y vivir rápido, antes de refugiarte en tu casa? No olvidemos, sin embargo, que algunas cosas mueren, pero su muerte no es definitiva. No es, digamos, la muerte lo último que les pasa. En esas está la noche, en morir momentáneamente y dejar por un tiempo su herencia a las tardes. Todo lo que hacíamos al adentrarnos en la madrugada, se adelantó. No dejó de hacerse sin más. Hubo, por así decir, mudanza. Todo cobra un nuevo y repentino sentido con los cambios que empujó la pandemia, como en esa viñeta de Harry Bliss que publicó The New Yorker en el primer número de este año, donde aparecen seis personas en torno a salón, en cuya mesa hay un pastel y varias tazas de té. Todos los presentes sostienen un libro en la mano, mientras uno de ellos dice: «La primera norma del club de lectura es que no le decimos a nadie que vendemos cocaína».
De pronto, y sin gracia, la tarde nochea. Es normal sentirse un poco raro haciendo a las siete, casi con luz, las cosas de las siete y a la vez las de la madrugada. Lo bueno es que, con estos cambios, un lunes puede pasar perfectamente por sábado, o que después del martes venga el viernes.