Olga Merino, ex corresponsal en la antigua URSS: "Nadie pensó que los excesos de Putin llevasen a este punto"
Periodista y escritora, fue enviada a Moscú de 1993 a 1998. En su última novela, 'Cinco inviernos' , cuenta las cosas que quedaron fuera de sus crónicas
Sigue amando a Rusia, a pesar de Putin, y observa el conflicto con Ucrania con intenso dolor
A falta de bares o discotecas, los corresponsales se reunían en sus apartamentos y compartían información, alcohol y confidencias
Olga Merino (Barcelona, 1965), escritora y ex corresponsal de guerra, recupera estos días su memoria más triste. Lo que debería haber sido una apasionante mirada al pasado a través de su libro 'Cinco inviernos' se ha convertido en la constatación más cruda de que aquella tierra se ha vuelto a teñir de sangre. Una unión de casualidades ha querido que su última novela, la que rescata sus vivencias en Moscú entre 1993 y 1998, coincida con el ataque a Ucrania por parte de Moscú. Nunca imaginó ni deseó tal promoción, lo cierto es que hoy resulta difícil conseguir un hueco en su agenda. Por fin lo conseguimos.
Miro con gran asombro a aquella joven idealista, a veces ingenua, pero muy valiente
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Luce una melena larga, suelta y sin tintes que cubran esas canas que dan veteranía, carácter y un modo de expresarse por sí mismas. Ha perdido el idealismo de aquella joven que caminaba sobre los cascotes soñando con escribir, pero no la capacidad de conmoverse al observar de nuevo vidas que en un abrir y cerrar de ojos se han hecho añicos.
En 1999 se estrenó como novelista con 'Cenizas rojas' y ha publicado desde entonces varias obras. Le costó creerse escritora y fue su penúltimo libro 'La forastera', un relato sobre la libertad y la capacidad de resistencia del ser humano publicado en 2020, el que le permitió soltar cualquier pudor.
En 'Cinco inviernos' nos traslada al derrumbe de un imperio, el de la antigua Unión Soviética, a la guerra en Chechenia, a su primera visita a Chernóbil, a la vida de los corresponsales en un apartamento compartiendo confidencias, alcohol y precariedad, a esas calles en las que los ancianos rebuscan fruta podrida… a un tiempo que, de repente, lo tenemos otra vez presente.
Con 27 años, El Periódico te propone como corresponsal a Moscú, justo cuando el imperio soviético se desintegra. ¿Qué te empuja a viajar hasta allí?
No fue nada planeado ni imaginado, pero era joven y sabía que me embarcaba en un viaje que me daría vivencias. Realmente no era consciente de que sería testigo de unos episodios tan decisivos en la historia del siglo XX después de la caída del imperio ruso. Aquel país que se venía abajo me permitiría dar rienda suelta a mi desaforada vocación literaria.
Un día en la guerra es una explosión de imágenes, acontecimientos y dramas humanos que vives casi piel con piel. ¿Cómo se condensa todo en un papel en blanco?
Lo principal es la inmediatez, enviar a tiempo el texto. Pero una parte es el parte político de la guerra y otra la crónica humana, el desastre a pie de calle, la tragedia de una madre que se arrodilla en la nieve y nos suplica que la llevemos con nosotros a la trinchera para rescatar a su hijo que está combatiendo. El ritmo es trepidante y no hay tiempo ni espacio para narrar con el detalle que exige la realidad.
Y entonces te resarces anotando en libretas lo que dejabas sin contar en tus crónicas.
Realmente es una costumbre que tengo desde los 18 años. Siempre me gustó anotar mis reflexiones y pensamientos de grandes autores. En Rusia fue especialmente importante, un modo de resistencia en aquellos largos y fascinantes inviernos. Las libretas rusas son algo muy íntimo, nunca pensé que sacaría su contenido.
¿Sientes añoranza?
La palabra no es añoranza. Miro con gran asombro a aquella joven idealista, a veces ingenua, pero muy valiente, decidida y muy capaz de cumplir con creces la tarea que se me encomendó. Hubo un momento que ahora recuerdo con cierta ternura, casi con ojos de madre. Fue en Chechenia. Los rebeldes retuvieron a cientos de personas en un hospital y propusieron intercambiar a los rehenes civiles por los periodistas que estaban allí. No me pareció tan mal, ya que en mi ingenuidad creía que siendo occidentales no correríamos peligro. Hoy el periodismo ha cambiado, también yo estoy en otra etapa. No volvería. Si lo hiciese, volvería a implicarme en el drama humano, más que político.
La cobertura de una guerra implica un desgaste. ¿Cuál fue tu coste en lo personal, en lo familiar, en lo profesional?
La vuelta exige una transición en todos los ámbitos. Sin duda, la juventud te ampara. Tienes una vida por delante y en mi caso me animó a seguir escribiendo y relatando historias. En general, mi vida ha transcurrido normal. Tuve pareja y me divorcié. No he tenido hijos, pero por una decisión muy personal, no como un coste. He antepuesto la escritura a la maternidad.
¿En qué condiciones vivías? ¿Cómo era la relación entre corresponsales?
Empecé alojándome en un bloque de pisos en el que yo era la única extranjera. El contrato se hizo de palabra y con una hiperinflación del 2.500% llegó un momento en que resultó imposible costearlo. Entonces solicité un cuartito en un edificio de la agencia cubana de noticias que alojaba a la mayoría de los periodistas. Era un edificio enrejado y controlado absolutamente por la KGB. En ese ambiente tan hostil se crea una complicidad muy gratificante entre gente que está haciendo el mismo trabajo. La relación con los colegas españoles era muy intensa. No había internet y la información a veces no era fiable. Fue muy importante poder contrastarla entre nosotros. Y a falta de bares u otras zonas de ocio, solíamos reunirnos en alguno de estos apartamentos.
¿Conociste a Putin?
No llegué a conocerle. Putin se ganó la confianza de la población rusa porque representaba el orden y el mando frente al caos de los últimos años de Boris Yeltsin, cuyas crónicas resaltaban más por sus desparrames con el alcohol que por sus decisiones o actos políticos. En ese delirio de los años 90, Rusia era como el Chicago de los años treinta. Había muertos por las calles, pero al menos había libertad de prensa, ahora no. Nadie pensó que los excesos de Putin, su soberbia o su sentimiento de humillación llevasen a este punto. Es dictador, megalómano, paranoico. Todo esto merece una seria reflexión porque, históricamente, perdimos la oportunidad de hacer de Europa un lugar libre de esta amenaza.
¿Mantienes contacto con Rusia?
Mi gran amigo y traductor Yuri sigue allí. A sus 65 años observa incrédulo esta situación porque creía haberlo vivido todo. Rusos y ucranianos desean una vida en paz, tranquila, como cualquier otro pueblo. Prosperar y vivir feliz. No esperaban que finalmente se consumara la invasión. Sigo amando a Rusia, a pesar de Putin.
¿Qué sientes ahora al observar la misma debacle, sirenas, refugios, huida, llantos y tiranía?
Moscú me dio un doctorado de vida exprés, me enseñó, sobre todo, que en la adversidad aflora lo más sublime del ser humano, pero también lo más abyecto. Me duele porque el que pierde es siempre el pueblo.