Este episodio poco conocido de nuestra historia ocurrió a finales del siglo XVI, cuando los soldados españoles luchaban en todo el mundo para sostener un imperio donde nunca se ponía el sol. En un rincón de las islas Filipinas, un puñado de hombres, comandados por un veterano capitán de 69 años, se enfrentaron a más de 600 piratas samuráis que salieron escaldados. La historia del palentino Juan Pablo Carrión, una vida de fracasos hasta el reconocimiento final, puede disfrutarse también en el cómic 'Espadas del fin del Mundo', de Ángel Miranda y Juan Aguilera.
España era dueña de medio mundo. Felipe II controlaba un imperio donde no se ponía el sol con apenas unos miles de hombres. Las montañas de oro y plata que llegaban de Nueva España sostenían a los Tercios que luchaban por toda Europa, y pagaban a los Papas que santificaban las conquistas en el Nuevo Mundo por el bien de la Cristiandad. La espada y la cruz.
Para explorar, conquistar y evangelizar tantas posesiones y tantos súbditos, eran precisos hombres audaces, mitad soldados mitad aventureros, lo bastante locos como para jugarse la vida y lo bastante listos para saber que el envite merecía la pena. Juan Pablo de Carrión era uno de ellos. Hidalgo castellano, vio en el nuevo continente las aventuras y oportunidades que no le daban sus tierras de labor en Carrión de los Condes, Palencia, de modo que partió a Nueva España y se curtió en las guerras tlaxaltecas. Allí vio mucha sangre, pero de riquezas, nada.
En 1520 Magallanes había abierto la ruta del Pacífico a Oriente en su vuelta al mundo, y se topó con las islas de Poniente donde los locales acabaron con su vida a lanzazos y pedradas. Carrión ve en ese horizonte una nueva oportunidad. En 1543 participa como timonel en la expedición de Ruy López de Villalobos que sale de Bahía Navidad, México, para hacerse con el control de las islas. Llegaron, sí, pero el viaje fue una pesadilla, y de los 370 hombres que partieron de Nueva España, sólo regresaron 140.
Al menos en ese viaje se bautizó el archipiélago, que desde entonces pasó a llamarse de las Filipinas, en honor a Felipe II. Unos años más tarde, en 1565, Miguel López de Legazpi, que contaba por entonces 60 años, llega a las islas con cinco barcos y 400 hombres, y en un alarde de audacia y diplomacia, se hace con su dominio, y con su pedazo de gloria.
La madre del cordero de las Filipinas eran sus posibilidades económicas, la ocasión de abrir una ruta por occidente entre Asia, América y Europa por donde traer las especias, la seda y la cerámica asiáticas y comerciar con los productos europeos y americanos. Se sabía cómo ir desde América, pero no se había encontrado aún una ruta con vientos y corrientes favorables para volver a Nueva España por el Pacífico.
Carrión participó activamente con Legazpi y el militar, explorador y religioso agustino Andrés de Urdaneta en el diseño del Tornaviaje, el trayecto entre Manila y Acapulco que abriría la primera ruta comercial global, conocida como el Galeón de Manila, un corredor entre el Atlántico y el Pacífico por el que durante 250 años fluirían innumerables riquezas entre Asia, América y Europa. Desavenencias con Urdaneta hicieron que finalmente Carrión no fuera en aquella histórica andadura. Tampoco la gloria le tenía reservado un espacio en esa ocasión.
Unos años después la Inquisición llamó a su puerta porque se había casado dos veces, una en España y otra en Nueva España, y lo acusaban de bigamia. Los pleitos se arreglaron, pero consumieron toda su hacienda y su fortuna cuando contaba 60 años, y tuvo que empezar de nuevo desde cero.
El 16 de junio de 1582, en las habitaciones con vistas al monte Abantos de su nuevo palacio de El Escorial, Felipe II recibió del gobernador general de Filipinas, Gonzalo Ronquillo, una carta advirtiendo de una seria amenaza. Una armada de 20 naves y más de 600 mercenarios japoneses, bajo el mando del renombrado corsario Tay Fusa, rondaba por Luzón, al norte del archipiélago: "Los japoneses son la gente más belicosa que hay por aquí. Traen artillería y mucha arcabucería y piquería. Usan armas defensivas de hierro para el cuerpo. Todo lo cual lo tienen por industria de portugueses, que se lo han mostrado para daño de sus ánimas", escribía Ronquillo. Había que hacer algo y, sobre todo, encontrar al hombre apropiado para aquella delicada misión.
En 1582 Carrión tiene 69 años y sigue persiguiendo una suerte que no llega, pero la vida le otorga una nueva oportunidad. El gobernador Ronquillo le encomienda la tarea de hacer frente a Tay Fusa, y con una galera artillada, varios barcos menores de apoyo y apenas 100 hombres se dirige a Luzón, al norte de las islas, para acabar con la amenaza japonesa.
Y así volvemos al principio de esta historia. Cerca de la desembocadura del río Cagayán, que los españoles bautizaron como Nuevo Tajo, la flotilla de Carrión se encuentra con un navío de corsarios, a los que aborda, previo cañoneo de la cubierta. Pero los enemigos son más numerosos y contraatacan. Abordan a la galera haciendo retroceder a los españoles.
Carrión y sus hombres están en una situación desesperada, reculando hacia la popa de La Capitana esperando la muerte. Pero la suerte acudió esta vez en su ayuda. La driza de la verga mayor quedó a su alcance, y la cortó de un tajo. Cuerdas, palos y velamen cayeron sobre cubierta creando un parapeto entre españoles y japones, que aprovecharon los mosqueteros y los arcabuceros para causar un buen número de bajas al enemigo. Carrión vio la duda en el rostro de los asaltantes y lanzó a sus hombres al ataque.
Los piqueros y los rodeleros se abalanzaron sobre los piratas, que comenzaron a retroceder ante el arrojo de aquellos demonios surgidos del mar. En ese momento llegó uno de los navíos ligeros que acompañaba a la galera, el San Yusepe, que cañoneó a la nave japonesa obligándoles a batirse en retirada. Muchos ronin, guerreros mercenarios, se lanzaron al agua para intentar huir a nado, pero el peso de las armaduras los envió al fondo del mar. En aquel primer encuentro entre dos mundos, los japoneses aprendieron que pelear con aquellos hombres revestidos de acero, barbudos, narigudos y malolientes, no era buen negocio.
Pero aquí no acaba la historia. El grueso de los hombres de Tay Fusa esperaba más arriba, y Carrión y sus hombres no dudan en remontar el río y atravesar la zona donde están anclados los 20 barcos nipones, cañoneando y disparando por doquier, y dejando a su paso un buen número de enemigos muertos. El capitán elige entonces desembarcar a sus hombres y ordena cavar trincheras y bajar los cañones y los falconetes de los barcos, de modo que los pocos españoles que quedaban, estaban ya fortificados cuando Tay Fusa reorganizó sus tropas para aniquilar a "esos demonios surgidos del mar". Más de 500 mercenarios contra 60 o 70 españoles.
El jefe de los corsarios ofreció a Carrión oro y libertad a cambio de la rendición, pero el capitán lo rechazó. Los japoneses, confiados en la seguridad de su victoria por la superioridad numérica aplastante, asaltaron en masa por tres veces las trincheras, llegando incluso a agarrar las picas de los soldados españoles para arrebatárselas, pero Carrión, perro viejo, había ordenado que fueran untadas con sebo para hacerlas resbaladizas. La disciplina de los métodos de guerra españoles, las mejores armaduras y el acero toledano se impusieron a las catanas y al coraje de los corsarios que emprendieron la retirada.
Tras la victoria, y para asentar la presencia española en la zona, Carrión y los pocos hombres que quedaban en pie fundaron allí la ciudad de Nueva Segovia. Lo último que conocemos del destino de Carrión nos llega gracias una carta de Juan Bautista Román, factor y veedor de la Real Hacienda de Filipinas, al virrey de Nueva España donde cuenta los combates que se produjeron en la zona y donde expone al virrey la necesidad que tienen los hombres de Carrión de recibir socorro. Ahí se pierde la pista de este aventurero, marino, empresario, descubridor y soldado. No sabemos si finalmente alcanzó la fortuna que buscaba en aquel remoto rincón del mundo, pero su hazaña ha sobrevivido al olvido, al menos, para alguno de nosotros.