El pasado 16 de junio, Miguel se subió a la pequeña tarima del bar Bolero, en Santander, un local que acoge actuaciones musicales, y durante más de una hora, acompañado de su hermano Ricardo a la guitarra, cantó clásicos del blues. Nada diferenció aquel concierto de cualquier otro que a la misma hora y en la misma ciudad, y en otras ciudades de España y del mundo, se estuviera celebrando, excepto el hecho de que Miguel estaba debutando sobre un escenario… a la edad de 58 años.
“Era un manojo de nervios”, reconoce a toro pasado. En los vídeos de la actuación se le ve cantar sentado frente a un atril que sostiene las letras a la luz de un pequeño flexo; de tanto en tanto se vale de sus gafas de lectura a modo de salvavidas. “Me costó mucho porque estaba muy nervioso, muy tenso, y no me salí un ápice de lo que tenía preparado. No fui capaz de despegar la mirada del papel. Y eso que hay letras que me sé”.
Su voz es grave y profunda, al estilo de John Lee Hooker; y certera, pues ciertamente no desafina. Su actitud estática no es precisamente la de una estrella del rock, pero como la atmósfera del local tampoco invita a bailar pogo, la concurrencia —formada en su mayoría por parroquianos de su quinta— escucha con cumplida atención y reverencial respeto (o casi).
La procesión iba por dentro. “Un rato antes me tomé un tranquilizante”, admite. “Me costó mucho. Estuve un mes comiéndome el coco, porque no quería enfrentarme a la situación. Siempre he tenido pánico a hablar en público, lo que incluso me ha frenado en mi profesión como periodista. Me ha perseguido durante mucho tiempo, porque podría haber debutado musicalmente hace veinticinco, treinta años…, pero no era capaz”.
Y llegado el Día D, cuando creía que lo tenía todo controlado y la ansiedad farmacológicamente aplacada, la cercanía de su hermano, haciendo diabluras con la guitarra —es un avezado intérprete de jazz manouche, el que practicaba el insigne Django Reinhardt—, se convirtió en otra fuente de angustia. “Por utilizar un símil automovilístico, él conducía con una mano, con la otra apoyada en la ventanilla y saludando; yo iba aferrado al volante detrás de un camión como si acabase de sacarme el carné”.
Miguel no ha grabado discos; hasta la señalada ocasión jamás había mantenido otra relación con la música que la de fan impenitente. “Mi concierto empezó como una broma”, admite. “Dos buenos amigos, uno, Juan, del restaurante La Pirula, íntimo de mi hermano, y Chus, el dueño del Bolero, un local precioso, comprometido con su tiempo, donde hacen conciertos los fines de semana y los lunes, para uppers, sesiones de bolero, me dijeron: ‘Miguel, tienes que cantar’. Y yo respondí: ‘Que no, que yo solo canto en petit comité…’. Al final poco menos que me engañaron, porque no era mi intención. Y quedé muy contento”.
El cartel de su actuación anunciaba “Blues & Roots”, nombre improvisado del fraternal dúo. “Mi relación con el blues viene de mi más tierna infancia o primera adolescencia”, recuerda Miguel. “Siempre me fascinaron los cánticos negros espirituales, donde está el alma del blues, que es un sentimiento, una tristeza, un lamento. También me gustan muchísimo el góspel y el soul. Mis primeras influencias fueron Robert Johnson, John Lee Hooker, Muddy Waters, Charley Patton, Howlin’ Wolf, Blind Lemon Jefferson, más adelante B. B. King, Lightnin’ Hopkins, Ella Fitzgerald, Nina Simone… Buena parte de mi colección de discos es de músicos negros, que todo lo que han hecho, lo han hecho muy bien. Con quince años me impresionó la serie de televisión Raíces, y me compré la banda sonora, que hizo Quincy Jones”.
Y tras la epifanía del blues, descubrió el rock. “Elvis se hace el amo porque es un chico blanquito. Pero ¿quién pone las bases del rock and roll? El mismo Chuck Berry, o Bo Diddley, con sus riffs mil veces imitados”.
Y añade: “Con quince años hay otro disco que me fascinó y me sigue fascinando: Made in Japan, de Deep Purple (1972). Sencillamente brutal. Lo compré en cinta, después en vinilo, que perdí; más tarde en compacto. Lo tengo en picture disc, comprado en Londres, que me regaló un amigo.
Siempre han sido un referente para mí, al igual que Led Zeppelin (que recogen la savia del blues y le dan otra vuelta), los Rolling Stones de la primera época (eran blancos con alma negra), los Kinks (el único problema que tuvieron es que coincidieron en el tiempo con los Beatles y los Stones), los propios Beatles, sobre todo el álbum blanco (una explosión de creatividad brutal), el bueno de Bowie, Lou Reed, los Stooges de Iggy Pop, John Mayall, Ten Years After…
También me han marcado mucho Dylan, Miles Davis, vocalistas tan potentes como Van Morrison, Eric Burdon, Neil Young… Y ya más mayor descubrí a Nick Cave y Tom Waits. Sigo escuchando ese tipo de música. En la última década me he adentrado en el jazz, mucho más complicado, porque es improvisación total y absoluta”.
Toda su trayectoria profesional la ha pasado en Madrid, donde trataba de no perderse ningún concierto de las bandas míticas. Desde hace cinco años, por motivos familiares, reside en su Santander natal. “Justo antes de la pandemia —dice— hubo un auge en mi ciudad de la música en directo, con un interés de la gente joven por la música increíble. Por la noche hacían sus pinitos cantando en directo, juntándose con músicos más mayores. Me encantó esa unión entre músicos jóvenes y gente que yo conocía de los ochenta y los noventa. Ha sido edificante”.
Para su debut pactó el repertorio con su hermano. “Encontramos el nexo en el blues”. Aun así, descartaron algunas canciones por considerarlas inapropiadas en los tiempos que corren. “Hicimos autocensura: hay canciones que hoy son políticamente incorrectas. Hey Joe no he querido cantarla, y mi hermano estuvo de acuerdo: ‘Maté a mi chica porque estaba con otro hombre’. Pues no la hemos cantado”.
Empezaron con The Little Red Rooster, de Willie Dixon. Siguieron con Boom boom, de John Lee Hooker; Spoonful, de Willie Dixon (“magníficamente recreada por Cream en una versión de casi diecisiete minutos”); Hoochie Coochie Man, de Muddy Waters; If I Had Possession over Judgement Day, de Robert Johnson (“de quien se dice que vendió su alma al diablo; grabó una veintena de canciones y desapareció”), You Gotta Move, de Mississippi Fred MacDowell…
Para sorprender a la audiencia, intercalaron otras canciones: Saint James Infirmary, un clásico del jazz; Nocturno de princesa, del rockero argentino Moris; Lady Jane, de los Stones; I Need Somebody, de los Stooges; Red House, de Jimi Hendrix; para acabar con Redemption song, de Bob Marley (“otro atentado que perpetramos”, bromea).
Hace cosa de un año, hizo otro pinito musical: se animó a grabar unas maquetas con un amigo de Madrid. “Lo hicimos por un método bastante curioso: yo le enviaba por WhatsApp los audios con mi voz, cantando el tema a capella, y luego él le ponía música: guitarras, batería, teclados…, adaptándose a mi tempo. Es decir, al revés de como se hacen normalmente estas cosas. La voz suele ser lo último que se registra. Grabamos una versión de la primera época de los Bee Gees y otra de Lou Reed”, dice. La maqueta no la han movido. Miguel también escribe letras de canciones, que de momento no han salido de un cajón.
¿Tendrá continuidad esta nueva e ilusionante faceta de intérprete en directo? “Este verano nos salieron más actuaciones, pero por un problema personal no he podido llevarlas a cabo. Pero mis amigos insisten en que repita, así que es bastante probable que este otoño regrese a los escenarios. La prueba de fuego ya la superé, y en lo sucesivo creo que no estaré tan nervioso y disfrutaré aún más de la experiencia”, augura. Y es que ya se sabe: los viejos rockeros…