Cuenta Víctor Manuel (1947) entre risas una anécdota que ilustra muy bien su lugar en el imaginario colectivo. Un día iba paseando por un parque cerca de su casa en el norte de Madrid, se cruzó con un grupo de veinteañeros y oyó a su espalda: ‘Mira, por ahí va Ana Belén’. Ana Belén y Víctor Manuel, parece que se pronuncia de seguido el tándem, como uno solo. Un único nombre largo. Así ha sido desde que en los 70 se enamoraron como locos haciendo la película 'Morbo', se casaron contra todo por lo civil en Gibraltar (como Elton John y Yoko Ono) y forjaron con un exilio en México y dos bombas en su casa su imagen de pareja militante, puño con micro en alto. En las décadas posteriores no hizo más que afianzarse el dúo, pero más por lo artístico, cantando a cuatro con Ríos y Serrat. Incluso ahora, convertidos en abuelos de Olivia y León, la fórmula resiste.
“Yo siempre explico que el éxito de la relación con Ana, esta larga relación, se basa en que es provisional, si no ya estaríamos cada uno por su lado. Y lo que no es eterno lo cuidas, te esmeras más, te preocupas, estás más atento a todo, a no meter la pata, a no ser egoísta, a no ser un cabroncete con la otra parte… Y bueno, esas cosas que salen bien”, explica el asturiano, a quien aún se le escapa el acento de Mieres, como ahora, sobre todo si habla de temas íntimos, que no suele gustarle. Curiosamente, él nunca añade Belén al referirse a la mujer con la que lleva casado 50 años (y que se llama en realidad María del Pilar).
El asturiano está estos días presentando un libro-disco llamado ‘La vida en canciones’, que su discográfica define como ‘la mayor retrospectiva jamás editada de su obra’. Y lo hace a los 75 años, convertido en ‘el abuelo Vítor’ de Olivia y León, con su hijo David produciéndole todo lo que canta (estudió en Berkeley, la mejor escuela de músicos del mundo), su hija Marina cumpliendo su sueño de ser actriz, y en forma, con ganas de seguir maquinando giras, acordes nuevos y chutes de escenario: “Descubrí de niño que se puede cantar mal y transmitir mucho, y ahí decidí dedicarme a esto”, explica con ironía.
Sumergirse en su biografía es una tarea titánica. Cada década está cargada de activismo político (militó en el partido comunista en los setenta y ochenta), guitarras componiendo a pelo por todo el mundo, películas (se arruinó siendo productor de cine pero, como dice, “sarna con gusto no pica”), cenas con amigos que son iconos mundiales de sus respectivas disciplinas y brindis con Serrat, Sabina, Echanove, Miguel Ríos, Pablito Milanés, Drexler, Manolo Tena o Antonio Flores. Arte, familia, amigos, justicia social. Por ahí andan sus campos semánticos. Le hemos pedido que nos cuente él mismo para Uppers qué destacaría de cada fase vital.
¿Cómo recuerdas tu niñez y adolescencia?
Empecé a querer cantar escuchando Discomanía, me di cuenta que los franceses e italianos no cantaban como nosotros, eran voces rugosas pero que transmitían mucho. Mi primera canción la compuse con 12 años, y era horrible. Pero me dio porque quería cantar, cuando nadie de la familia se dedicaba a ello, con mi abuelo en la mina y mi padre en el tren. Lo dije en casa y fue fundamental que ellos me apoyasen. Me dijeron, ‘tenemos un dinero para que estudies, si lo quieres para la música, adelante’, y no se extrañaron nada, eran un padres maravillosos. Así me vine a Madrid y escribí muchas canciones que no llegué a grabar nunca. A los 20, en el 67, encontré por fin un tema que me gustaba de verdad, ‘El cobarde’.
¿Cómo era esa España?
Muy oscura, gris, triste, con pesadumbre… pero te dabas cuenta al salir. Queremos quitárnosla de encima como si no hubiera existido, pero existió. Mirabas en el bar a los lados por si tenías un policía al lado.
¿Qué le dirías a ese Víctor niño y adolescente desde lo que sabes ahora?
Viví de niño en la ignorancia política por voluntad de mi padre. Él había sufrido muchísimo de guaje, se quedó huérfano con cinco hermanos, su padre fusilado en una fosa común en el cementerio de Oviedo, pero nunca nos contó lo que había pasado. Vivió una vida bastante perra, en el sentido de que se sintió muy acosado. Primero por él, porque le seguían diciendo cosas, y después por mí, porque cuando yo empecé a meterme en líos, le amenazaban a él también. Pero no me pesa que no me lo hubiera contado y que yo tuviese que descubrirlo con los años. Me diría a mi mismo: ‘Mejor así’.
¿Un objeto de esa época?
El casco del minero. Es lo que tenía siempre alrededor: abuelos, primos, tíos, amigos… era todo.
¿Cómo recuerdas los 70?
Fue un época muy dulce al comienzo, tuve un éxito fulgurante, pero a partir de ahí comencé a complicarme la vida políticamente. Conocí a Ana, rodamos una película juntos (‘Morbo’) en el 72, nos casamos ese año por lo civil en Gibraltar, que en España no se podía, y a partir de ahí comenzaron los enfrentamientos durísimos con la censura. Tuvimos que quedarnos los dos en el exilio de México unos meses sin poder regresar por una obra que escribí, y nos empezaron a echar mierda hasta enterrarnos, dijeron que habíamos pisado una bandera de España en el escenario, que no era cierto. Cuando se aclaró todo y pudimos volver, empecé una cuesta arriba tremenda: estuve prohibido en radios y tele hasta el 78. Fueron unos años muy duros. Ana se defendía mejor porque todavía hacía cine y aún estaba empezando a cantar.
¿Es cierto que os pusieron una bomba en casa?
Dos. Yo militaba políticamente en el partido comunista, que era un estigma importante. Ahora cuando lo pienso me doy cuenta de que solo podíamos vivir ahí con la inconsciencia más absoluta, porque era joven y me pensaba inmortal, porque nuestra casa en Torrelodones era una especie de cul-de-sac en que si querían te mataban y se enteraba la gente a los 15 días.
¿Qué supuso convertirte en padre?
Era una época muy azarosa, de mucho peligro, pero también disfruté mucho. No cambiaría esos años por nada. Y en el 76 nació mi hijo David, sí. De alguna manera él me fue desenganchando de la política activa, de la militancia, llegó un momento en que prefería quedarme jugando con él que ir a una reunión con el hijo de Santiago Carrillo. Me divertía mucho más estar con mi hijo.
¿Cómo renaciste?
Me fui a otra compañía de discos. El director de la nueva dijo, si este tío ha escrito 'El Abuelo Vítor' y 'Canción para Pilar', no se le ha podido olvidar cantar. Volví a la música como un hijo pródigo y me dieron un premio a artista revelación en el 79 que ya me habían dado en el 69 pero se les había olvidado (risas).
¿Qué le dirías a ese Víctor veinteañero rebelde desde lo que sabes ahora?
Que en qué momento maravilloso se me ocurrió escribir ‘Solo pienso en ti’, que rompió aguas con todo. Algunas canciones vienen como llovidas, pues pasó y fue maravilloso.
¿Un objeto de esa época?
La guitarra, con la que cantaba solo muchas veces.
¿Mejor en los ochenta?
Fue una época de más de normalidad, un hijo que crece, otra que nace en el 83. En medio, éxitos tremendos como la ‘Puerta de Alcalá’ en el 85. Y al final empiezo a producir y fue tan venenoso, en el mejor sentido de la palabra, que seguí con Azcona y otros más. Inventarte una película de cero me encantaba, luego venían los bancos y era más aburrido. Hice 11 películas en 4 años, entre el 87 y el 90, incluidas dos con Pantoja. Hasta que perdí todo el dinero que tenía, incluso el que no tenía, y ya lo dejé. Tardé en pagar las deudas un montón de años. También compuse ‘Madre’, pero me quemaba tanto ese dinero en las manos, de una madre que compra una dosis pura de heroína para matar a su hijo, al sur de Italia, que lo di a la asociación contra la droga del general Gutiérrez Mellado.
¿Qué te dirías?
Sarna con gusto no pica.
¿Un objeto?
Una cámara de cine.
¿Volviste a cantar en los noventa?
Empezamos con Ana en el 94 ‘Mucho más que dos’, y se me ocurrió hacer cosas con amigos, así que empecé a llamar a gente. Todo el mundo decía que sí: Juan Echanobe, Manolo Tena, Antonio Flores… Luego ‘En Blanco y Negro’, con Pablo Milanés. Le mandé un fax a Pablito a la Habana a ver si le apetecía y a los 5 minutos me contestó con un ‘si tú me dices ven, lo dejo todo’. También empezamos a reunirnos Serrat, Sabina, Miguel Ríos y yo, cuatro machotes en un escenario, para cantar juntos. Pero Joaquín, con su pesadez habitual, nos daba largas. Decía ese tipo de cosas que dice él: ‘es que no sé si le conviene a mi carrera (risas)’. Y acabamos hasta las narices, así que Joan Manuel le dijo a Ana en una de esas cenas que hacíamos, ¿tú quieres cantar con nosotros? Y ella dijo que sí y empezamos (risas). Joaquín no tenía ninguna intención, nos estuvo toreando, al final es muy cagueta: plantarse en una gira larga y extenuante de dos años, y tener que estar bien de voz… se acojonó un poquito (risas).
¿Qué te dirías?
Fueron unos años bastante gloriosos, mereció la pena.
¿Un objeto?
La primera actuación que hicimos de ‘El gusto es nuestro’ fue en Murcia, y Juanito Serrat, que es muy fubolero, se compró un televisor muy chiquitito en blanco y negro que luego me quedé yo, y entre canción y canción se metía a ver cómo iba el Barça.
¿Cómo empezó el siglo?
Hice el disco ‘El hijo del ferroviario’, que fue importante porque había hablado mucho de mi madre y muy poco de mi padre. Hubo un momento en que a los hijos nos pasa eso, tienes recuerdos sentimentales con ellos. Y él tuvo una vida perra pero supo ser muy feliz, se entretenía con una bolsa de pipas, era un tío en ese sentido maravilloso y optimista. Mi madre todo lo contrario: era muy negativa. Cuando te subías tú mucho la autoestima, ella te la bajaba rapidito al suelo. En el disco conté su vida, o mi vida en relación a él, con el ferroviario. También trabajamos en esa década Ana y yo juntos mucho, con el tema de Drexler ‘Una canción me trajo aquí’.
¿Empiezas a trabajar con tu hijo David?
Ya giró como pianista con Ana y conmigo, pero luego ya pasa a producirme los discos. Muy bonito, es fantástico, muy buen músico, porque tiene un oído que no se les pasa una nota, como a su madre. Y por otro lado es muy educado, así que jode todo el tiempo y me corrige, pero con muy buenos modos, pero no te deja pasar ni una. Empecé a cantar mejor por su culpa, porque te da vergüenza desafinar delante de un hijo.
¿Qué le dirías a ese Víctor?
Quién me lo iba a decir a mí que trabajaría con mi hijo. Y que él sería el jefe de toda la pandilla de amigos que nos subimos al escenario.
¿Un objeto?
La guitarra de nuevo, pero más elaborada, más sofisticada que la del Abuelo Vítor.
¿Cómo van los últimos años?
Tengo una nieta en el 2008, y fue un cambio de vida para mí. Piensas: ‘¿pero cómo ser que esta cosa tan guapa esté aquí?’. Tengo una relación maravillosa con ellos, primero con Olivia y después con León, mi otro nieto, pero con ella eran unos amores… Recuerdo siesta interminables en la hierba en verano, y me acuerdo siempre porque empezó a tener una cierta conciencia a los 5 años y un día me dijo: ‘¿Yayo, tú te tienes que morir?’. Y yo respondí que sí. Y siempre que nos dormíamos la siesta me repetía ‘Yayo, tú no te puedes morir, ¿eh?’ (risas). Luego ya se le pasó era racha en la que había descubierto la muerte y perder a su yayo le parecía la más terrible pesadilla.
¿Qué te dices ahora, mirando atrás?
Pues mira, que me he convertido en el Abuelo Vítor (risas). Es una experiencia que no tiene que ver con la paternidad, porque antes tenías unas responsabilidades feroces de tratar de hacer algo con ese niño o esa niña, pero ahora solo disfrutas lo bueno. Que les eduquen los padres. Es una gozada la abuelez.
¿Un objeto?
Ahora tengo ahora ningún objeto que marque mis días. Solo quiero salud y no ser un 'pesao', no ser una carga para la gente que tienes al lado, no ser un abuelo cebolleta, latoso y pesao. Con eso estaría muy satisfecho.