En 1981, Barón Rojo publicó su primer disco, Larga vida al rock and roll. Es de suponer que poco podían imaginar por entonces lo profético del título: cuatro décadas después, el grupo español de heavy metal más importante de la historia sigue sobrevolando la música, aterrizando en escenarios de España y América y haciendo bueno aquel temprano augurio de “larga vida”. Claro que en una versión distinta de la original: desde finales de los ochenta, y exceptuando una esporádica reunión de los cuatro miembros originales, solo los hermanos Armando (68) y Carlos de Castro (69), ambos guitarristas, pilotan en la cabina de mando.
En 2019, antes de la pandemia, los hermanos De Castro anunciaron una gira de despedida con la excusa del cuadragésimo aniversario de la fundación de Barón Rojo. El 28 de diciembre de 2021 ofrecieron en el WiZink Center de Madrid el que se suponía iba a ser su concierto final: lo llamaron “El último vuelo”. Y todo el mes de noviembre de 2022 lo dedicaron a dispensar una extensa serie de actuaciones de despedida por varios países de Latinoamérica, donde gozan de gran predicamento. Pero se resisten a colgar sus guitarras.
“Puede que el planteamiento original sí fuera una despedida”, concede Carlos de Castro. “Pero el covid nos cambió el chip. No queremos que nos retire nadie, ni si quiera unas circunstancias médicas planetarias; ya nos retiraremos cuando decidamos o cuando la gente deje de contar con nosotros. Es la gente la que te retira. Mientras demos la talla en directo y la gente te siga reclamando, ¿por qué nos vamos a ir?”. Lo subraya Armando: “Mientras la escena rockera siga contando con nosotros, continuaremos. El rock ha sido nuestra vida. Vivir sin él, es difícil. Le hemos dado mucha energía al rock, y el rock te la devuelve a través del público. Mientras la gente nos acepte, seguiremos tan contentos”.
Por tanto, sus conciertos actuales no rezuman el aroma del adiós, por más que el paso de los años dificulte, según dicen, la tarea de salir asiduamente a la carretera y descargar sus andanadas de su rock duro en cualquier punto geográfico donde los veteranos seguidores de este estilo musical les reclamen. “Bastante tenemos con intentar seguir haciéndolo bien”, comenta Carlos. “Años tenemos… Y hay que dar el callo en el escenario. Te tienes que esforzar más que cuando eras joven. Te cuesta más. Pero es una sensación muy agradable. El público ha crecido con nosotros, se lo pasa bien y es una felicidad”.
Atribuyen la longeva fidelidad de sus fans a que no han surgido en los últimos años (¿décadas?) formaciones que porten la antorcha del género metalero. “Quizá faltan nuevos valores que remuevan el panorama del rock”, dice Carlos. “Los veteranos estamos teniendo una especie de prórroga, y quizá es porque las nuevas generaciones de rockeros no dan la talla, no presentan algo nuevo que interese a la gente, como ocurría a finales de los setenta y los ochenta. Ahora emular a aquella oleada de grandes grupos… Deep Purple, AC/DC… es muy difícil. Lo más que encuentras son grupos de homenaje, pero material nuevo… Hay buenos grupos, pero no hay grandes grupos, aparte de los veteranos”.
Ahora Barón Rojo es un grupo solo de directo. Quien espere discos nuevos, canciones nuevas, que lo haga sentado. “Digamos que no hay una gran compenetración en el esquema del grupo como para ponernos a componer música”, admite Armando. “Hacer una obra de despedida, ¿para qué? ¿Para vendérselo a los amigos? Ya no se venden discos. El negocio tal como estaba cuando empezamos, ya no existe”, lamenta Carlos. Armando sí que sigue experimentando la pulsión creativa, que canaliza a través de dos grupos paralelos: Armando Rock y, más recientemente, Blacklist. “Barón Rojo no hace canciones nuevas, y a mí me apetece hacerlas”, explica.
Armando y Castro llegan con rigurosa puntualidad al lugar de la cita: unos locales de ensayo a las afueras de Madrid (en el exterior de la M40, a la altura del estadio Metropolitano). En el modesto bar de las instalaciones piden de beber un Aquarius y una botella de agua. Están allí para trabajar; es el lugar donde se reúnen varias veces a la semana con sus dos compañeros (José Luis Morán al bajo y Rafa Díaz a la batería) para preparar sus conciertos, que actualmente oscilan entre los treinta y los cincuenta al año. “Con las mismas ganas que si empezáramos ayer”, dice Armando.
Empezaron hace mucho tiempo, en 1980, cuando los hermanos De Castro, que habían militado en Coz, formaron la banda con el cantante y bajista José Luis Campuzano (Sherpa) y el batería Hermes Calabria. Sherpa había grabado antes varios discos como solista, en los que dejaba patente su admiración por los Beatles (su primer single, de 1972, contenía en su cara B el tema “A un grupo inglés”, cuya confesional letra decía: “Recuerdo bien, como ayer, una canción escuché, a un grupo inglés que me hizo pensar: ‘Yo quiero ser como tú”). Calabria, uruguayo, tras recalar en España en 1976 había acompañado a los tambores a todo tipo de artistas, de Paloma San Basilio a Moris pasando por Los Marismeños. Los cuatro eran confesos devotos del rock clásico; cuando en el Reino Unido despuntó el movimiento de la New Wave of British Heavy Metal (grupos como Iron Maiden, Judas Priest, Saxon, Diamond Head, Def Leppard y otros que actualizaban el sonido de aserradero de Black Sabbath), tuvieron claro qué senda seguir.
Entre 1981 y 1983 publicaron tres álbumes que cincelaron el heavy rock en España: Larga vida al rock and roll, Volumen brutal y Metalmorfosis. Ellos mismos inspiraron a decenas de jóvenes melenudos a formar sus propias bandas. Pero ninguna los superó, ni a ellos ni a sus coetáneos Obús, ambos estandartes del género. Los fans del metal adoraban a unos y a otros: en Barón Rojo veían a excelentes músicos que componían grandes canciones con letras sesudas que huían de tópicos (muchas firmadas por la escritora Carolina Cortés, esposa de Sherpa). Obús, por su parte, era sinónimo de espectáculo, garantizado siempre por el torbellino escénico de su cantante, Fortu Sánchez, el mejor frontman del rock duro español.
Desde el principio, Barón Rojo disfrutó de una apoteósica acogida. Nadie esperaba que un grupo afilado encendiera tantas pasiones entre los jóvenes. La primera pista llegó en 1981, cuando abarrotaron el auditorio del Parque de Atracciones de Madrid, en una emisión en directo del mítico programa radiofónico El gran musical. En 1984 llenaron dos noches el Pabellón de Deportes del Real Madrid, y en 1985 congregaron a más de doscientas mil personas en las fiestas de San Isidro. Los ecos de su éxito salieron de España, y el 27 de agosto de 1982 actuaron antre 30.000 personas en el festival de Reading, en el Reino Unido, junto a Iron Maiden, Michael Schenker y otros gigantes del heavy.
Vendían decenas de miles de discos mientras a grupos de pop de la movida madrileña como Los Secretos, Nacha Pop o Mamá las compañías rescindían los contratos porque no los vendían. A pesar de su tremenda repercusión, la sociedad veía el heavy metal como un movimiento peligroso, violento, de gente de mal vivir. Como ocurre tantas veces, las apariencias engañaban. “Los artistas de pop iban acicalados, bien vestidos, pero eran más heavies que nosotros”, dice Carlos. “El rock era una escena más sana. Siempre nos llevamos la mala fama. Las miserias del pop no salían a la superficie. A los rockeros, más feos y melenudos, se nos presentaba como gentuza. Y siempre hay otros estratos que abusan más de muchas cosas y están más protegidos. Cuanto más caro es un vicio, más dependes del dinero que tengas”, añade, en clara referencia al nivel socioeconómico de muchas estrellas de la nueva ola.
Aun así, dentro de la industria Barón Rojo mantenían una relación cordial con sus colegas de profesión, al margen de sus estilos. “La mayoría [de los músicos de pop] era gente bastante normal. De repente te encontrabas a alguien un poco marciano, que no sabías de qué iba, te miraba un poco raro… En aquellos programas de televisión de Nochevieja coincidíamos con artistas muy diferentes, de Mocedades a Hombres G, y más o menos nos respetábamos. Una Nochevieja estuvimos hablando un buen rato con Izaskun, de Mocedades, y con Vicky Larraz, de Olé Olé, y nos lo pasamos muy bien. Al final la farándula unifica: todos nos chupamos carretera, horarios locos… No hemos tenido enemigos musicales”, prosigue Carlos.
Los "enemigos" surgieron, tiempo después, dentro del grupo. En 1989, Sherpa y Hermes Calabria abandonaron Barón Rojo. El interés por el rock duro se había diluido y discos como Obstinato, de ese año, llegaron a las tiendas sin que apenas nadie se enterara. Fue el último que grabaron con la formación original, y el último, también, en el sello discográfico en el que habían pasado sus mejores años: Chapa Discos, de Zafiro. En 1992 salió Desafío, con nuevos bajista (Niko del Hierro) y batería (José Antonio Nogal). Desde entonces, Armando y Carlos se encargaron de mantener vivo el proyecto con músicos que entraban y salían. Mientras, la relación con Sherpa se ulceraba hasta límites insospechados, incluso cuando ya no mantenían relación laboral con él.
No están dispuestos a aceptar los hermanos De Castro que la salida de Sherpa y Hermes fuera determinante en el bajón del grupo. “Aquello influyó en la misma medida que influyó que el rock pasaba un mal momento”, dice Armando. “Aprovecharon esa crisis para irse. Si no se hubieran ido, Barón Rojo habría pasado el mismo bache. ¿Por qué se fueron? Lo confiesen o no, porque el grupo ya no trabajaba, ni se ganaba lo que antes, y decidieron no seguir peleando por esto”.
Sherpa, quien en los últimos años ha radicalizado sus ideas políticas y se ha significado en redes sociales por propugnar conceptos negacionistas, ha lanzado ataques personales a los hermanos De Castro. En 2019 declaró en El País que, después de los conciertos, Armando y Castro se quedaban en el hotel “jugando al bingo” mientras él y Hermes se iban de fiesta. También dedicó comentarios despectivos sobre Carlos de Castro como músico: “Es mediocre en todo. No tiene categoría para estar en Barón Rojo”. Aun así, en 2010, con motivo del trigésimo aniversario de la banda, el cuarteto aceptó una suculenta suma a cambio de protagonizar una gira conjunta que no ha tenido continuidad.
“Que diga lo que quiera”, responde Armando sobre las pullas de su excompañero. “Entrar en temas personales me parece de una bajeza tremenda. Meterse a criticar a qué hora sales o entras, a qué hora te acuestas, con quién sales, si fumas o bebes, me parece rastrero. Siempre se nos ha acusado de no entrar al trapo, pero somos así”. Todo lo más, devuelve el golpe por el lado profesional, tachándole de oportunista: “Anunciamos la gira de despedida y montó grupo paralelo para aprovecharlo”. Ahora la banda de Sherpa se llama Los Barones, con Hermes Calabria a la batería.
Tanto Armando como Carlos —que tienen un hermano mayor, de 83 años, que vive en Canarias— están al día de la actualidad del rock y otros estilos. Su pasión por la música y la abundante prole de Armando (tiene cinco hijos “de tres parejas importantes”; el mayor, de 37, es director financiero de Sony Publishing y “muy buen guitarrista, de quien dicen que toca como yo, pero jamás le he dado clases”, presume) les obligan a estar en contacto con los gustos de generaciones más jóvenes. “Colocarte de juez y decir que millones de personas son esto o lo otro porque les gusta el reggaetón, no está bien. ¿Quién eres tú para criticar los gustos de la gente? Si le gusta eso, será porque se lo pasan bien, porque ligan mucho con esa música… A mí no me interesa. Musicalmente no me aporta absolutamente nada: me parece anodina, machacona, falta de todo. También cuando empezábamos en el rock, las familias te decían: ‘Eso no es música”, expone comprensivo.
Carlos opina que lo que se ha ganado en perfeccionismo musical se ha perdido en sentimiento y pasión. “Hoy gracias a YouTube puedes aprender de todo”, dice. “Hay unas posibilidades de aprender que en los setenta no existían. Se ven tendencias muy buenas en músicos jóvenes, que son verdaderos portentos, con un pequeño defecto: son muy fríos. La técnica tan depurada que hay hoy en todo, a la música le quita mucha vida. Le da un nivel de perfección alucinante, pero echas de menos a Deep Purple. Se ha tecnificado tanto todo, que el feeling, lo que hacían los bluesmen, no está presente”.
Y aunque hace décadas que no se lanzan canciones de rock que se convierten en clásicos, no se muestran pesimistas con el futuro del género. “Veo a chavales pequeños tocando que flipas. Materia prima e interés por el rock sigue habiendo. Otra cosa es cómo acabe eso. Lo que sean capaces de hacer cuando dejen las versiones”, dice Armando. “Hoy en día, como no se venden discos, hacer música… ¿para qué? Por eso se toca música que ya está hecha. La falta de venta de discos ha llevado la música por otros derroteros. Antes todo estaba enfocado a hacer obras y difundirlas. Como eso hoy casi no existe…”, tercia Carlos. “Los músicos clásicos siguen tocando sinfonías de siglos pasados, y nadie les critica por eso. Grandes hits de rock en los últimos años, ¿qué hay? Quizá lo último fue Guns n’Roses con ‘Sweet child o’ mine”, apostilla Armando. “¿Tienen AC/DC tienen alguna canción reciente tan buena como “Back in black” o ‘Highway to hell’?”, se cuestiona Carlos. Y la pregunta queda en el aire, sin respuesta. No porque no la tenga, sino porque a nadie le apetece contestarla.