Quique González está en ese punto de la vida en que las cosas empiezan a cambiar. El pasado 17 de octubre sopló 50 velas, este 2023 se cumplen veinticinco años de su debut en la música y hace relativamente poco fue padre por primera vez. Dice que sobre todo esto último ha modificado su día a día. “Este verano estaba en la playa de O Grove —dice— y vi a un chico de mi edad recogiendo los juguetes de su hijo, la sombrilla, la bolsa con la comida… Y le miraba pensando: ‘Ahora somos unos sherpas’. Antes ibas a la playa con la toalla y las chanclas, y echabas el día, y ahora vas cargado de bártulos. Al principio es un tsunami, el tornado de tu vida”.
Asegura que a veces se siente como Ray Liotta en esa escena de Uno de los nuestros en la que se levanta por la mañana, tiene que llevar unas armas a Robert de Niro, recoger a su hermano del hospital, volver a casa para hacer la comida (“agobiado, sudando”), y todo mientras parece que un helicóptero lo vigila el aire. “He cambiado muchos pañales, y trato de cumplir con mis responsabilidades. La parte buena es que aprendes a ir directamente a lo importante y te miras menos el ombligo. Eso me ha venido bien”, afirma.
Esa nueva etapa de su vida ha influido también en su carrera musical. Si hasta ahora lanzaba discos nuevos aproximadamente cada dos años, después del último, Sur en el valle (2021), ha decidido levantar el pie del acelerador. Un cuarto de siglo después de que publicase su primer álbum, Personal, que le presentaba como un verso suelto en el panorama nacional (rockero, pero también cantautor; de modales tradicionales en un momento en que el indie más transgresor empezaba asomar la patita), se ha puesto en modo pausa para celebrar el aniversario con calma. Para ello, ha preparado la reedición en vinilo de toda su discografía y presentado un álbum nuevo, Copas de yate, vol. 1, elaborado a base de versiones.
“Es un extra para los seguidores”, explica. “No lo considero tanto un disco mío como algo que ha surgido con una intención lúdica. Para pasárnoslo bien. También es una forma de iniciar una serie de discos que puedo hacer entre los míos, paréntesis en los que jugar con otras canciones. Igual el volumen dos es de canciones hechas por mujeres o adaptaciones al castellano de temas de artistas anglosajones que me gustan”.
En el breve repertorio (ocho canciones) de Copas de yate, vol. 1 hay de autores variopintos: de Juan Perro a Carlos Cano pasando por Kiko Veneno, Luis Eduardo Aute, Josele Santiago (Enemigos), el argentino Charly García o el semidesconocido cantautor leonés Fabián D. Cuesta. También se ha animado a versionar “Tócala Uli”, de Gabinete Caligari, un tema singular en tanto en cuanto tiene un punto luctuoso (está dedicado a la memoria de Ulises Montero, saxofonista que acompañaba al grupo de Jaime Urrutia), pero que musicalmente posee in inequívoco aire festivo.
“Dylan decía que a los artistas se les conoce más por las versiones que hacen que por sus propias canciones. Son pistas de lo que te interesa, te emociona… El denominador común es que son grandes canciones, a cargo de músicos que son cancionistas, un perfil con el que me identifico”, señala.
Además, grabar versiones le resulta más relajante que dejar a la posteridad sus propios temas. “Sufro más cuando entro al estudio con canciones mías —alega—, porque hay incertidumbre, quieres mejorar todo hasta el final… Hasta el último minuto puedes cambiar un verso del que no estás seguro. Pero con canciones de otros, eso no te lo cuestionas. Nadie me va a decir: ‘Vaya canción más mala’; para mí son buenas y con eso me vale. Sí que existe la presión de la responsabilidad, de no hacer algo feo o que no esté a la altura de la canción”.
No hay composiciones de tres de sus maestros: Enrique Urquijo, Antonio Vega y Joaquín Sabina. “Mi intención era escoger canciones que no fueran previsibles. Tampoco quería temas que hubieran sido grabados ya por mucha gente, prefería que estuvieran un poco escondidos”. Un buen ejemplo es “Qué es lo que será”, una canción que no es de las más conocidas de Carlos Cano; en su día, Enrique Urquijo (con su grupo paralelo a Los Secretos, Los Problemas) se decantó por “María la portuguesa”, el gran clásico del granadino.
Como es de rigor, Quique González ha llevado esas canciones a su terreno: el rock clásico, de guitarras eléctricas y acústicas y anticuado órgano Hammond. En otras palabras, es como esos orfebres o artesanos que siguen practicando un oficio en vías de extinción. “Soy consciente de ello”, dice.
Pero lejos de frustrarle, aporta una visión romántica del asunto: “Me gustaría pensar que formo parte de esa estirpe de Enrique, de Joaquín, de Antonio, de Serrat, de José Ignacio Lapido, y me siento bien teniéndoles a ellos como referentes. Pero tengo la percepción de que las nuevas generaciones están interesadas en otro tipo de canciones y de artistas, y me parece lógico. También creo que habrá un porcentaje pequeño de jóvenes que accederán, por sus padres o hermanos mayores, a esas canciones y que de alguna manera, cuando escriban las suyas, ese estilo estará presente”.
Compara la evolución del rock con la del jazz. “En sus inicios, el jazz era música popular. Cuando yo empezaba, ya quedaban muy pocos clubes de jazz. Pero se ha mantenido, arrinconado al margen del cartel; ha sobrevivido, aunque sea café para muy cafeteros. En el rock, Springsteen sigue llenando estadios, los Stones grabando discos… Cuando desaparezcan estos artistas, el rock se quedará también al margen del cartel, pero hay que tomárselo con deportividad. Bastante importante ha sido el rock para tantas generaciones. Igual le estamos pidiendo demasiado”.
En los gustos de los jóvenes de hoy ve la influencia de los nuevos hábitos de consumo. “Cuando los de nuestra generación nos comprábamos un disco, era un acontecimiento. No teníamos una gran colección, y lo fundíamos. Ahora, el tener tanta música al alcance de un clic, hace que a los jóvenes no les dé el tiempo necesario para profundizar en un disco. A los treinta segundos, si no les ha tocado la patata, le dan a la siguiente”, dice.
Esa nueva música “la ignoro conscientemente”, añade. “Primero, porque todavía hay muchos discos que no controlo de los últimos cuarenta años y sé que me van a gustar, y también porque no conecto con la música urbana, ni con su mensaje. Quizá me estoy perdiendo algo interesante, pero creo que el último disco de Lucinda Williams me va a aportar más que los nuevos géneros que se están haciendo ahora”.
Aun así, como nos pasa a todos, no puede evitar que el reggaetón le asalte en cualquier parte. “Cuando eso pasa, normalmente salgo del local. Aunque a veces estás atrapado: si voy al barbero y tiene este tipo de tendencia puesta, ya no puedo salir, porque el tío ya está con la navaja puesta en mi oreja. Pero hay algo peor: esos sitios donde hay ese hilo musical de versiones de Nirvana en plan reggae o chill out. Se pone música para gente a la que no le gusta la música”.
Hace ya casi veinte años que cambió su Madrid natal por el ambiente rural de los Valles Pasiegos, en Cantabria, lo que ha ido transformando gradualmente la imaginería de sus letras. “La parafernalia rockera de ‘salgo por la noche y me pongo hasta arriba y me despierto con una chica que no conozco’ se acaba enseguida. Si siguiera con eso, me aburriría y aburriría a la gente que me sigue. Mis canciones han ido en paralelo a mi vida. Y cuando ha cambiado mi entorno, me ha dado otros elementos y me ha abierto los ojos a otras cosas. He aprendido más de la vida en el ámbito rural que cuando he vivido en un ambiente más nocturno y callejero. Aunque en el mundo rural también se sale un poco por la noche y, si te alejas del valle, puedes ir a ciudades cercanas y dejarte iluminar por el neón”, dice.
Por las mañanas lleva a su hija, de cinco años, al colegio; cuando regresa a casa, se pone un disco que le guste o coge la guitarra para rematar alguna canción; poco antes de la hora de comer, regresa al cole para recoger a la niña. “Debo ser más disciplinado en los horarios —explica—, pero al vivir muy aislados, tengo menos distracciones y compromisos que si viviera en Madrid y tuviera que ir tres noches por semana a conciertos de amigos”. En conmemoración del vigésimo quinto aniversario de su primer disco, romperá su sosiego campestre para emprender una gira a partir del 3 de noviembre que culminará el 13 de abril en Madrid.