Hay artistas cuya vida acaba siendo su obra maestra. La del cantautor, poeta y novelista canadiense Leonard Norman Cohen (1934-2016) es un brillante ejemplo de ello. Hijo de judíos acomodados de Montreal, sus mayores hubieran preferido que se dedicara a la próspera industria textil de la familia, o a convertirse en el siguiente erudito religioso del linaje (Kohen significa “sacerdote” en hebreo). Pero Leonard, que ya a los 9 años escribió un poema como íntima ofrenda por la muerte de su padre, no les traicionó del todo: se erigió en una suerte de chamán de la palabra y la canción vestido de Armani.
Al menos desde los 15 años, cuando la lectura de un poema de Lorca con tintes eróticos le “arruinó la vida” (es decir, se la reveló), Cohen tuvo claro que el arte era el camino a seguir. Emergió como la voz más relevante de la joven poesía de Canadá en los años 50. Consiguió ser becado para escribir una novela en Londres, donde llegó al borde de 1960. Pero el sombrío clima británico y la brisa del destino le hicieron fugarse a Grecia, recalando sin proponérselo en la isla de Hydra: el paraíso donde encontró a Marianne Ihlen, su primer gran amor, donde se forjó como creador y donde descubrió que también podía hacer poemas para ser cantados; incluso por él mismo.
La bohemia neoyorquina de los 60 ayudó a que su carrera musical despegara cumplidos los 33. Pero nada le fue fácil del todo. A pesar de los oropeles de la fama, el dinero y la seducción que nunca dejó de ejercer, sobre todo en Europa y Canadá, conoció depresiones, literales y metafóricas, que parchearon su estela de cicatrices. Y fueron éstas, a la postre, las que le otorgaron la sabiduría que enseña a vivir.
Desde su deslumbrante debut como cantautor con 'Songs of Leonard Cohen' (1967) hasta su último y magistral aliento ('You want it darker' (2016) y el póstumo, producido por su hijo Adam, 'Thanks for the dance' (2019), Cohen recibió tantos aplausos del público como bostezos de la crítica, tantas aventuras amorosas como “muertes de un mujeriego”, tanta atención como sangrante indiferencia.
Su mayor lección, y lo que a la postre salvó su vida y su carrera, fue mantener encendida la llama de la fe en medio de la oscuridad, cuando ésta parecía llenarlo todo.
Aquí, algunas lecciones que su vida nos legó.
Esa fue la letanía que el treintañero Leonard Cohen tuvo que soportar en el Chelsea Hotel de Nueva York en 1966, convencido ya (aunque nunca del todo) de que sus canciones podrían tener sitio en la escena folk de la época. “¿Eh, tío, no eres demasiado viejo para esto?”, le espetaban. Eran otros tiempos, y alguien con 32 años, y esa apostura tan lejana a la de los iconos veinteañeros del rock como Jimmy Hendrix y Janis Joplin (con quien tuvo un célebre escarceo), podía pasar por mayor. Su inseguridad a la hora de cantar tampoco le ayudaba. Pero resistió. Según recordaba veinte años después en una entrevista para la BBC, en el avión rumbo al Festival de Newport de 1967 confesó asustado a su mánager, Marty Machat: “En realidad no sé cantar”. A lo que éste respondió: “Ninguno sabéis” –ni siquiera Janis Joplin–. “Cuando quiero oír cantantes, voy al Metropolitan Opera”. La ironía es que fue Cohen quien llegaría a cantar, décadas después, en los templos musicales más prestigiosos del mundo.
A mediados de los 70, y atravesando la crisis que dio lugar a su separación de Suzanne Elrod, la madre de sus dos hijos, el viejo Leonard Cohen de cuarenta años ya tenía claras muchas cosas respecto a las relaciones. Según contaba a una revista francesa –y registró su biógrafo Alberto Manzano–, el ideal hippy del amor libre fracasó por tratar de “ignorar a las emociones supuestamente negativas”.
Según él, todas esas emociones, como los celos, son “inherentes a la humanidad”, y es necesario reconocerlas con el fin de sublimarlas; incluso para usarlas como “carburante”. “Quizá algún día podamos suprimir los celos”, reflexionaba; “de momento los tenemos y son una fuente de energía que puede transformarse en compasión, en erotismo, en dolor…”. Pues la pareja era para él un “santuario” donde aprenderlo todo de uno mismo. Y, como apuntó en uno de sus diarios, y luego recogieron en su libro póstumo 'The Flame' (2018): “Amor verdadero es lo que sucede entre dos personas / que ya no necesitan conocerse una a otra”.
La crisis de mediana edad fue especialmente cruenta con Leonard Cohen, en lo personal como en lo profesional. A la ruptura con Suzanne y la muerte de su madre, Masha, se sumó el decreciente interés por su trabajo en Estados Unidos: su compañía se negó a distribuir allí su disco de 1985, 'Various positions' –un álbum, con gemas como 'Dance me to the end of love' y 'Hallelujah', que sí fue respaldado en Europa–, por no cuadrar con las sacrosantas fórmulas comerciales.
El tiempo las convirtió en clásicos, resultando 'Hallelujah' una de las canciones más versionadas de todos los tiempos. Mucho antes, en 1979 y tratando de explicar su canción 'The Traitor' (El Traidor), Cohen había declarado: “Habla de esa sensación de haber traicionado una misión que tenías encomendada, por ser incapaz de cumplirla. Pero entonces comprendes que el verdadero mandato era no cumplir esa misión, y que el coraje mayor era mantenerte en ello sin sentirte culpable”.
“Siempre me gustó despacio, / nunca me gustó rápido. / Para ti va de llegar; / para mí debe durar”, cantaba con coqueta sorna en su álbum de 2014, 'Popular problems', cumplidos los 80 años. Era la pura verdad: podía tardar lustros en dar por concluida una canción; así como pasaron dos décadas desde su debut hasta que el mundo (críticos incluidos) se rindió a él en 1988 con el éxito de 'I’m your man'.
En 1991 declaró al ingresar en Salón de la Fama canadiense: “Algunas personas dicen que ‘ya era hora’ de que me dieran este premio. Pero quiero decir que el tempo de la Academia ha sido impecable. Si hubiera recibido este galardón a los 26 años, me habría vuelto loco”. Pero a los 56 ya sabía que incluso el Salón de la Fama, “al igual que la ciudad de Nueva York, es sólo un lugar de visita: cualquier soldado sabe que nadie se va a la cama con las medallas puestas”. (“No te apresures”, apuntó Ortega y Gasset, “que adonde tienes que llegar es a ti mismo”.)
Tras su gira triunfal de 1993 –en la que se pasó con el vino tinto–, frisando los 60 años, Cohen se retiró al monasterio zen de Mount Baldy, en California, donde permanecería hasta finales de esa década. El hombre que había alcanzado la cima escapó a una cima literal de montaña que era para él una suerte de “hospital” para tullidos del alma. “¿Y cuál era la enfermedad?”, le preguntó más tarde en la televisión sueca la periodista Stina Dabrowski.
Cohen respondió: “La enfermedad es la ilusión de que estás enfermo”. La tortura mental, precisó, de “creer que otro camino será mejor, que otra mujer será mejor…”. El fue siempre “un especialista” de esa forma de escapismo sin salida. Hasta que se dio cuenta de que no había “nada que corregir”; sólo aceptarse tal cual era. 'No hay cura para el amor', se titula una de sus canciones más célebres. Quizás porque el amor a uno mismo, sin remordimientos ni chantajes, es la cura.
Es una frase célebre que Cohen gustaba mucho de repetir, por vivirla en sus propias carnes. En 2005, rebasados los 70 años, un amigo de su hija Lorca advirtió a ésta de que su padre debía “echar un ojo a las cuentas” del banco. La sorpresa fue superlativa: su hasta entonces mánager (y otrora amante), Kelly Lynch, le había desvalijado cinco millones de dólares.
Lo cual provocó no sólo un largo proceso judicial –que acabó ganando– y los sentimientos imaginables en el artista; también la necesidad de volver a los escenarios para asegurarse el retiro planificado. No estaba ya en sus planes salir de gira; sólo grabar cuando le viniera en gana. Pero acabó saliendo.
Ganando así, en sus últimos años de vida, más dinero que el que le habían robado, y millones de aplausos de un público que quiso agradecerle tantas décadas de gozo y consuelo por sus canciones. También le espoleó para grabar de manera consecutiva sus últimos tres discos de estudio: broche de oro a una carrera de leyenda. Todo lo cual no hubiera sido posible sin el concurso de la malvada Kelly Lynch. Porque, como escribió en una de sus últimas canciones, “darle la espalda al diablo es dársela también al ángel”.