Tiene imagen de tipo duro: rockero, grandes patillas, chupa de cuero; uno se imagina a Carlos Tarque (54) pegado a una cerveza o a un vaso de Jack Daniel’s. “Todo eso sí —se defiende—, pero lo de duro… Soy más blando que el turrón”. Que el turrón blando, se supone. “Lloro como todo el mundo. Por eso, en parte, hago canciones, para desahogarme. Puede que dé una imagen, pero la gente que me conoce sabe que no soy así. No soy un tipo de un carácter muy duro, es más, soy bastante blando para muchas cosas. Me gusta la fuerza en la música; gritar, cantar fuerte. Pero una cosa es el artista y otra la persona. Ha de haber sinceridad en tu obra, pero no es necesario ser exactamente como cuentas”.
Donde hay dureza, sin duda, es en su música. Durante más de treinta años nos ha acostumbrado a su voz de apisonadora en M-Clan, fábrica de temas que son historia del rock español como “Quédate a dormir”, “Carolina”, “Antihéroe” y sus versiones de “Llamando a la Tierra” (“Serenade”, de Steve Miller Band) y “Maggie despierta” (“Maggie may”, de Rod Stewart). Pero si pensabas que los discos de la banda murciana son duros, entonces ponte a cubierto cuando escuches su segundo disco en solitario, Vol. 2.
Respaldado por un somero trío de guitarra, bajo y batería (en el que destaca el ilustre guitarrista Carlos Raya, excomponente de los metaleros ochenteros Sangre Azul y colaborador de Fito Cabrales y Quique González, entre otros), Tarque se ha marcado un álbum de rock duro al estilo de los setenta: crudo, pesado, directo, sin remilgos.
“Carlos Raya y yo veníamos del heavy metal”, explica. “Y es verdad que luego lo abandonamos y nos orientamos más un poco hacia el blues, a escuchar cosas un poco menos adolescentes. Pero hemos querido volver al sonido de esas bandas de finales de los setenta y principios de los ochenta. Hemos endurecido nuestro sonido todavía más, llevándolo casi hasta el heavy. Son tiempos en los que o se hace un metal muy extremo o música muy floja, y esta cosa hard rockera es lo más y que está un poco abandonada. Nos gusta ocupar ese hueco”.
”Defendemos —prosigue— que lo que tú veas en el escenario sea exactamente lo mismo que hay en el disco, exacto al 98%. Luego la gente dice: ‘Joder, cómo sonaba el concierto, es igual que el disco’. Claro, es que es lo mismo. No hay muchos artificios. También es una cuestión de criterio nuestro de que sea una especie de sello, ¿no?, como esas bandas antiguas, como Free, que nos encantaron y que tenían esa pureza, esa aridez. Nos hemos acostumbrado a producciones grandilocuentes. Esto es como montar en una BH sin marchas”.
Todas las canciones están compuestas por Tarque y el guitarrista. “Me voy a casa de Carlos Raya, donde tiene el estudio. Es una pasada de equipo lo que tiene, posiblemente es la persona que más material antiguo tiene. Me siento a la batería, o tengo alguna idea de melodía, y empezamos a trabajar”, dice.
Es consciente de que solo oyentes con cierta cultura musical (con cierta edad) pueden apreciar su propuesta. Lo cual no le frustra. “No, porque he decidido no frustrarme ya más en la vida”, dice. “Parece que la música tiene que ir enfocada a la juventud; yo ya descarté esa idea. Hay mucho público”. Sabe que los jóvenes prefieren la música urbana, en la que ve “cosas interesantes” pero a la que afea que carezca “de esa conciencia social del rock”.
Y añade: “El rock tiene un poder que si un joven va a un concierto, le va a llegar. No es como el jazz, que me encanta, pero no tiene una fuerza especial; es un tostón. El rock te hace ¡pum!, y dices: “Hostia”. Pero por darle la vuelta a la tortilla, llega más el rock a la gente joven, que la música actual a la gente mayor. A mí me encantaría conectar con la gente actual, pero no lo consigo. Aun así, creo que la gente joven puede conectar con el rock”.
En sus nuevas letras imprime, por un lado, su concepto del mundo actual. Así, el tema “Bombas en son de paz” transmite una especie de: “Nos vamos todos a la mierda”. “Es una visión distópica o apocalíptica de algo que no es distópico, es real. Ves la tele y te preguntas: ¿no somos capaces de evitar esto? Es una crítica: pagan los de abajo, y los líderes mandan con sus mensajes crípticos. Los oyes y piensas: ¿pero qué ha dicho?”.
En otras canciones, como “Escapa del amor”, se revela cínico con ese sentimiento, aunque hasta cierto punto. “Las canciones son momentos. Es verdad que venía de una separación y me parecía una frase graciosa. ¿Quién quiere escapar del amor? Es casi una canción de Bambino”.
No se conoce mucho de la vida privada de Carlos Tarque. Uno de los pocos datos de que se tiene constancia es de su antigua relación con la cantante Rubia (Sara Íñiguez). Convivieron en Murcia, ciudad de origen del vocalista de M-Clan (aunque nació en Santiago de Chile). Desde entonces, Tarque practica el más férreo hermetismo. “Vivimos una época de sobreexposición. Son cosas que no le importan a nadie. Y al que le interesa, que es amigo mío, lo sabe. Las nuevas generaciones no entienden lo de la privacidad. Las redes sociales son un arma muy peligrosa”.
No tiene hijos: jamás ha sentido la llamada de la paternidad. “No me apetecía”, declara. “He estado un par de veces a punto… y en vista de cómo acabó la relación, casi ha sido mejor que no. Si hemos terminado así como pareja sin hijos, imagínate cómo habría sido con hijos”.
Aunque conserva una casa en Madrid, en el barrio de Chueca, donde pasa alguna temporada, vive desde hace años en un pueblecito de la costa, cerca de Denia (Alicante), donde hace buenas migas con lugareños que nada tienen que ver con la música. “De repente me tomo una paella con uno que tiene un huerto”, dice. “Vivo en un sitio donde a las cuatro de la mañana me pongo a tocar la batería y no pasa nada. Me gusta mucho el mar, y como no tengo hijos me puedo permitir ir quince días a navegar a Ibiza. Estoy en un club de amigos que navegamos. Básicamente lo que hacemos es beber cerveza y comer”.
Resulta evidente que Tarque está en forma. Aunque asegura que come “como un cabrón” y que le “encanta beber”, se cuida practicando pádel surf y con algo de gimnasio. “Empecé a hacer ejercicio porque me dolían las lumbares, y me dijeron, tienes que empezar a hacer algo. Pero sin matarme. Viene muy bien para el escenario”. Con todo, confiesa con gracejo que no se libra de algunos achaques. “Me duele aquí, aquí, allí… El otro día estoy en casa y digo: ¿pero por qué me duele el empeine? Por la cara. Así estuve tres días”.
Entonces se levanta y escenifica una divertida escena. Unos días antes (“eso fue el viernes pasado, y hoy estamos a martes”) se levantó por la noche adormilado en un hotel para ir al baño, y se dejó caer con todo su peso en la taza del retrete… Con tan mala fortuna que lo que soportó su maciza anatomía no era el retrete, sino el bidé. Se clavó el grifo en la rabadilla. “Era uno de esos bidés que tienen tapa. La levanté, y… plaf, me di con el puto grifo en la rabadilla. Creo que tengo una fisura porque me duele mogollón”.
Dolencias extemporáneas aparte, lo cierto es que su buen tono físico augura poder verle sobre los escenarios aún muchos años, como su admirado Rod Stewart. “Espero que sí”, dice. “Tampoco sé hacer otras muchas cosas. Hace tiempo que no sigo mucho a Rod Stewart. Lo que me gusta de él es su espíritu canalla, de humor, de tirar para delante. Me cae bien”.
Tras el disco llegará su correspondiente gira, con la misma banda, y más tarde, apariciones en algunos festivales. “Va a ser muy divertido”, anticipa. Prepara una versión de “Jealous guy”, de John Lennon, con sonido de soul rock. De lo que se deduce que M-Clan seguirá en la nevera aún un tiempo. “En el futuro haremos algo. Quizá un disco de versiones, que nos gustan. Ya hemos compuesto muchas canciones en el pasado. Tiene que apetecernos y que se dé el momento adecuado”. En verdad, se echa de menos verle junto a su eterno compañero en M-Clan, el guitarrista Ricardo Ruipérez. “Es como un hermano”, dice Tarque. “Es como familia, para bien y para mal. Llevamos treinta años juntos”.